Los opiáceos y opioides, tanto los prescritos médicamente como los obtenidos de forma ilícita —entre ellos la morfina, la heroína, la codeína, la oxicodona, el fentanilo y la hidromorfona— son sustancias ampliamente utilizadas de manera indebida debido a su potente capacidad para aliviar el dolor y generar efectos eufóricos. Esta combinación de propiedades analgésicas y psicoactivas los convierte en agentes particularmente atractivos para el uso recreativo, lo que contribuye significativamente a su potencial de abuso. Su consumo descontrolado se asocia frecuentemente con episodios de sobredosis que requieren hospitalización, convirtiéndolos en una de las principales causas de emergencia médica relacionadas con drogas en numerosos países.
Una de las características que incrementa el riesgo asociado a estos compuestos es la gran variabilidad en su potencia y duración de acción. Por ejemplo, ciertos derivados sintéticos del fentanilo, que se distribuyen ilegalmente, pueden ser hasta 2000 veces más potentes que la morfina. Esta diferencia tan marcada en la potencia dificulta la dosificación segura y eleva el riesgo de toxicidad grave o letal, especialmente cuando se consumen sin conocimiento preciso de su contenido o concentración.
La actual crisis de opioides se ha agravado aún más por la inclusión intencionada o accidental de fentanilo en otras drogas ilegales, como la heroína, la cocaína y diversos comprimidos falsificados. Esta adulteración incrementa exponencialmente el riesgo de sobredosis no intencionada, incluso entre usuarios que no buscan consumir opioides. Por esta razón, se ha emitido una advertencia generalizada para que cualquier persona que consuma drogas ilícitas suponga que estas pueden contener fentanilo, a menos que hayan sido adquiridas directamente en una farmacia.
Durante la pandemia de COVID-19, las muertes por sobredosis relacionadas con opioides sintéticos aumentaron de manera alarmante, reflejando tanto la mayor disponibilidad de estos compuestos como el impacto del aislamiento social, la disminución del acceso a tratamientos y los cambios en el mercado de drogas. Esta tendencia representa un problema de salud pública de magnitud crítica.
Desde el punto de vista fisiológico, los opioides ejercen su acción al unirse a receptores específicos en el sistema nervioso central, principalmente a los receptores mu, kappa y delta. Esta interacción disminuye la actividad del sistema nervioso central y reduce la salida simpática, lo que se traduce en efectos como analgesia, sedación, euforia, bradicardia, hipotensión, miosis y depresión respiratoria. Es esta última la principal causa de muerte en las sobredosis.
Algunos compuestos, como el tramadol, aunque no están químicamente relacionados con los opioides tradicionales, también actúan sobre los receptores opioides, combinando efectos serotoninérgicos y noradrenérgicos, lo que añade complejidad a su perfil farmacológico. Otros agentes, como la buprenorfina, funcionan como agonistas parciales o antagonistas parciales de los receptores opioides. Su perfil farmacodinámico permite su uso en tratamientos ambulatorios tanto para el dolor crónico como para el trastorno por uso de opioides, ya que reduce el deseo de consumo y atenúa los síntomas de abstinencia sin generar la misma intensidad de euforia.
Asimismo, productos de origen natural como el kratom (Mitragyna speciosa), un suplemento herbal que actúa como agonista parcial de los receptores mu, se han promovido como alternativas “naturales” para tratar el trastorno por uso de opioides. Sin embargo, su uso también conlleva riesgos importantes: en sobredosis, puede provocar tanto somnolencia como agitación, y en casos más graves, alucinaciones, convulsiones y depresión respiratoria. Esto desmiente la noción de que su origen natural lo hace inherentemente seguro.
Manifestaciones clínicas
Los hallazgos clínicos en la intoxicación por opioides varían ampliamente dependiendo de la sustancia específica, la dosis, la vía de administración y las características del paciente. En los casos leves, la intoxicación puede presentarse con signos relativamente sutiles, como euforia, somnolencia y miosis (constricción pupilar). Estos efectos reflejan la acción depresora de los opioides sobre el sistema nervioso central y son indicativos del inicio del compromiso fisiológico.
A medida que la intoxicación se intensifica, los efectos clínicos se tornan más graves y potencialmente letales. Pueden observarse hipotensión, bradicardia e hiporreflexia, manifestaciones relacionadas con la disminución del tono simpático. La depresión del centro respiratorio en el bulbo raquídeo conduce a hipoventilación progresiva, que puede evolucionar hacia coma y paro respiratorio. En algunos casos, se desarrolla edema pulmonar no cardiogénico, probablemente secundario a hipoxia severa, aumento de la permeabilidad capilar pulmonar o aspiración de contenido gástrico. La causa más frecuente de muerte en intoxicaciones por opioides es la apnea central, aunque también es común el fallecimiento por aspiración pulmonar secundaria al vómito en estado de inconsciencia.
Cada opioide tiene un perfil farmacocinético único que determina la duración y la intensidad de sus efectos. Por ejemplo, la heroína produce una intoxicación de corta duración (habitualmente de tres a cinco horas), mientras que el metadona, debido a su larga vida media, puede provocar síntomas clínicos que persisten entre cuarenta y ocho y setenta y dos horas, o incluso más. Este tiempo prolongado de acción convierte al metadona en un agente particularmente peligroso en el contexto de sobredosis, dado que puede causar un deterioro respiratorio sostenido que requiere monitoreo médico prolongado. Además, el metadona tiene efectos proarrítmicos conocidos, como la prolongación del intervalo QT en el electrocardiograma, lo que puede culminar en una taquicardia ventricular polimórfica potencialmente mortal conocida como torsades de pointes.
Algunos opioides menos convencionales, como el tramadol, el dextrometorfano y la meperidina, presentan un perfil de toxicidad adicional, dado que pueden inducir crisis convulsivas. En el caso específico de la meperidina, se ha identificado al metabolito normeperidina como el principal responsable de las convulsiones. Este metabolito tiende a acumularse particularmente en pacientes con insuficiencia renal crónica, sobre todo cuando se administran dosis repetidas, aumentando así el riesgo de neurotoxicidad.
Además de las complicaciones tóxicas directas, ciertos patrones de consumo pueden predisponer a infecciones graves. El uso subcutáneo de heroína (“skin-popping”), particularmente de la variedad conocida como “black tar” (heroína alquitranada), se ha relacionado con casos de botulismo por Clostridium botulinum. Esta forma de infección se manifiesta con parálisis flácida progresiva, lo que puede confundirse inicialmente con la toxicidad por opioides, dificultando el diagnóstico oportuno.
En el contexto de tratamientos o intentos de deshabituación, la administración de buprenorfina puede provocar un síndrome de abstinencia agudo si se introduce en pacientes que aún tienen niveles elevados de opioides completos en su sistema. Dado que la buprenorfina actúa como agonista parcial con alta afinidad por los receptores mu, puede desplazar a otros opioides más potentes y precipitar una abstinencia brusca.
Exámenes diagnósticos
Un desafío adicional en el abordaje diagnóstico de las intoxicaciones por opioides es la limitada capacidad de las pruebas toxicológicas de rutina para detectar muchos de estos compuestos. Los inmunoensayos estándar para “opiáceos” en orina suelen estar diseñados para identificar morfina y derivados estructuralmente similares, por lo que pueden no detectar otras sustancias como el fentanilo, el tramadol, la oxicodona o el metadona. Esta limitación subraya la necesidad de utilizar métodos más sensibles o específicos, como la cromatografía líquida acoplada a espectrometría de masas, cuando se sospecha una intoxicación por estos agentes, a pesar de un resultado toxicológico negativo.
Tratamiento
El tratamiento de la intoxicación por opioides debe abordarse de manera integral, comenzando con medidas de soporte vital y continuando con intervenciones farmacológicas específicas. Dado que la principal amenaza en estos casos es la depresión respiratoria, la prioridad inmediata es proteger la vía aérea y garantizar una ventilación adecuada. Esto puede requerir desde maniobras básicas de permeabilización hasta ventilación asistida con bolsa-válvula-mascarilla o intubación endotraqueal, dependiendo del grado de compromiso neurológico y respiratorio del paciente. En casos de ingestas masivas recientes, la administración de carbón activado puede ser útil para reducir la absorción intestinal del opioide, siempre que el paciente tenga un nivel de conciencia adecuado o la vía aérea esté protegida.
Desde el punto de vista farmacológico, el tratamiento específico se basa en la administración de naloxona, un antagonista competitivo de los receptores opioides. La naloxona se une con alta afinidad a los receptores mu, desplazando a los opioides presentes sin activar el receptor, lo que revierte de forma rápida los efectos depresores del sistema nervioso central y del sistema respiratorio. A pesar de estar estructuralmente relacionada con los opioides, la naloxona carece de actividad agonista, por lo que no produce euforia ni sedación, lo que la convierte en una herramienta segura para revertir la toxicidad sin potencial de abuso.
La naloxona puede administrarse por varias vías, dependiendo del acceso vascular disponible. En ausencia de acceso intravenoso, la administración intranasal en dosis de 4 miligramos es una opción efectiva y fácil de implementar, incluso fuera del entorno hospitalario. Si se dispone de acceso intravenoso, la dosis inicial recomendada oscila entre 0.2 y 2 miligramos, con repeticiones según sea necesario hasta lograr que el paciente recupere el estado de alerta, los reflejos protectores de la vía aérea y la respiración espontánea. En algunos casos, especialmente cuando se trata de opioides altamente potentes como ciertos derivados del fentanilo o el codeína en altas dosis, puede ser necesario administrar dosis acumulativas mayores, de hasta 10 miligramos, para revertir completamente los efectos tóxicos.
Es fundamental considerar que la vida media de la naloxona es relativamente corta, con una duración de efecto de aproximadamente dos a tres horas. Esto representa un riesgo clínico importante cuando se trata de intoxicaciones por opioides de acción prolongada, como el metadona, cuyo efecto depresor puede persistir mucho más allá de la acción de la naloxona. En estos casos, se pueden requerir dosis repetidas o incluso una infusión continua de naloxona. Además, se recomienda observar al paciente de manera continua durante al menos tres horas después de la última dosis administrada para identificar cualquier recurrencia de los síntomas tóxicos, especialmente la depresión respiratoria.
La etapa inmediatamente posterior a la reversión de la sobredosis constituye una ventana crítica para intervenir en términos de salud pública y prevención. Este momento puede aprovecharse para educar al paciente sobre estrategias de reducción de daños, como la disponibilidad de naloxona para uso domiciliario, el uso de tiras reactivas para la detección de fentanilo en drogas ilícitas, y prácticas de inyección seguras. También es una oportunidad clave para iniciar o vincular al paciente a un tratamiento farmacológico para el trastorno por uso de opioides, mediante la introducción de agonistas parciales como la buprenorfina o agonistas completos como el metadona, con el objetivo de reducir el riesgo de futuras recaídas, sobredosis y mortalidad.

Fuente y lecturas recomendadas:
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