Estructura de las proteínas
Estructura de las proteínas

Estructura de las proteínas

Las proteínas constituyen componentes indispensables para la existencia y el mantenimiento de todos los seres vivos. Su presencia es esencial en cada célula, donde cumplen funciones específicas y coordinadas que garantizan la estabilidad, el crecimiento y la reproducción de los organismos. Estas biomoléculas destacan por su enorme complejidad estructural y funcional, lo que las convierte en piezas fundamentales dentro de la maquinaria biológica.

Desde el punto de vista químico, las proteínas son macromoléculas, es decir, moléculas de gran tamaño compuestas por una cantidad considerable de átomos y con un peso molecular elevado. Su estructura básica se origina a partir de unidades más simples denominadas aminoácidos, los cuales se enlazan entre sí mediante uniones químicas conocidas como enlaces peptídicos. La secuencia y el número de aminoácidos que conforman cada proteína determinan sus propiedades químicas y biológicas, confiriéndoles una especificidad única.

Las proteínas presentan una organización tridimensional sumamente diversa y jerarquizada. Esta se describe en distintos niveles estructurales: la estructura primaria corresponde al orden lineal de los aminoácidos; la estructura secundaria surge de la formación de patrones regulares como hélices alfa o láminas beta; la estructura terciaria define el plegamiento global de la molécula, que le otorga su forma tridimensional específica; y, en algunos casos, varias cadenas polipeptídicas se asocian para formar una estructura cuaternaria. La disposición espacial final es decisiva, ya que de ella depende la estabilidad de la proteína y su capacidad para desempeñar funciones biológicas concretas.

En cuanto a sus funciones, las proteínas intervienen en prácticamente todos los procesos vitales. Desempeñan un papel estructural al formar parte de tejidos y órganos; por ejemplo, el colágeno brinda resistencia y elasticidad a la piel, los tendones y los huesos. Desde el punto de vista catalítico, las enzimas —que también son proteínas— aceleran las reacciones químicas que sustentan el metabolismo celular, permitiendo que ocurran con una rapidez compatible con la vida. Otras proteínas actúan como transportadoras, como es el caso de la hemoglobina, que facilita el traslado de oxígeno en la sangre hacia los distintos tejidos. En el ámbito defensivo, los anticuerpos protegen al organismo frente a agentes patógenos, reconociéndolos y neutralizándolos con gran especificidad. Finalmente, algunas proteínas cumplen funciones reguladoras, como las hormonas de naturaleza proteica —entre ellas, la insulina—, que controlan procesos metabólicos esenciales para el equilibrio fisiológico.


Ciclo de vida de las proteínas

Al igual que los organismos vivos a los que sustentan, las proteínas atraviesan un ciclo vital que comprende su nacimiento, maduración, actividad funcional, envejecimiento y eventual degradación. Este proceso continuo garantiza el equilibrio dinámico del sistema celular, en el que la síntesis y la destrucción de proteínas se coordinan cuidadosamente para mantener la homeostasis y la eficiencia metabólica.

El origen de una proteína se sitúa en el proceso de traducción, etapa fundamental de la expresión génica. En este punto, el ribosoma actúa como una compleja maquinaria molecular encargada de ensamblar una cadena de aminoácidos de acuerdo con la secuencia determinada por el ácido ribonucleico mensajero. Cada aminoácido es incorporado con precisión gracias a la intervención del ácido ribonucleico de transferencia, dando lugar a una cadena polipeptídica que representa la forma inicial o “inmadura” de la proteína.

Una vez sintetizada, la molécula recién formada debe experimentar una serie de modificaciones que aseguran su funcionalidad. Durante esta fase de maduración postraduccional, la proteína puede sufrir cortes específicos de su cadena mediante procesos de proteólisis, o bien recibir grupos químicos —como fosfatos, azúcares o lípidos— que alteran su conformación y determinan su localización, su estabilidad o su capacidad de interacción con otras biomoléculas. Solo tras completar estas transformaciones, la proteína alcanza su estructura tridimensional definitiva, que le confiere las propiedades necesarias para desempeñar su función biológica.

En su etapa activa, las proteínas participan en una amplia variedad de procesos celulares, alternando entre estados de actividad y reposo en respuesta a señales químicas o a cambios en el entorno interno de la célula. Esta regulación precisa permite que las proteínas actúen solo cuando se requieren, evitando un gasto energético innecesario y garantizando la coordinación de las reacciones metabólicas.

Con el paso del tiempo, sin embargo, las proteínas comienzan a sufrir modificaciones espontáneas o inducidas por el estrés celular. Procesos como la oxidación, la desamidación o la glicación pueden alterar su estructura y disminuir su estabilidad, reduciendo su capacidad para desempeñar su función original. Este deterioro marca el inicio del final de su ciclo vital.

Cuando una proteína pierde su funcionalidad o se acumula en exceso, la célula activa mecanismos específicos de degradación, como el sistema ubiquitina-proteasoma o la autofagia. Estas rutas permiten fragmentar la molécula en sus componentes elementales: los aminoácidos. Lejos de ser desechados, estos aminoácidos pueden ser reciclados y reutilizados en la síntesis de nuevas proteínas, cerrando así el ciclo biológico y químico de la materia.


Configuración y conformación de las proteínas

En el interior de cada célula coexisten miles de proteínas distintas, cuya diversidad estructural y funcional constituye uno de los rasgos más notables de la materia viva. Cada una de estas moléculas se produce en cantidades variables según las necesidades fisiológicas, el tipo celular y las condiciones ambientales, lo que permite una regulación precisa y dinámica de los procesos biológicos. Algunas proteínas se sintetizan en grandes cantidades para sostener funciones esenciales, como la construcción de estructuras celulares o la producción de energía, mientras que otras se generan en pequeñas proporciones, destinadas a funciones especializadas o reguladoras.

El camino que conduce de un polipéptido recién sintetizado a una proteína completamente funcional es complejo y altamente regulado. Tras su traducción en el ribosoma, la cadena lineal de aminoácidos carece aún de la organización espacial necesaria para ejecutar una función biológica. Para alcanzar la actividad propia de una enzima, de una proteína motora o de una proteína estructural, la molécula debe plegarse en una disposición tridimensional específica, denominada conformación. Este proceso de plegamiento no es aleatorio; obedece a las propiedades químicas de los aminoácidos y a las interacciones que se establecen entre ellos, tales como enlaces de hidrógeno, fuerzas hidrofóbicas, interacciones electrostáticas y puentes disulfuro. La conformación final determina tanto la estabilidad de la proteína como su capacidad para reconocer y actuar sobre otras moléculas.

Durante la etapa de maduración, las proteínas pueden experimentar modificaciones postraduccionales, que consisten en la adición o eliminación de determinados grupos químicos o segmentos de péptidos. Estas modificaciones son cruciales, ya que amplían la diversidad funcional de las proteínas y ajustan sus propiedades a las exigencias del entorno celular. Por ejemplo, la fosforilación, la glicosilación o la acetilación pueden alterar la actividad enzimática, la localización dentro de la célula o la interacción con otras biomoléculas, confiriendo a la proteína una versatilidad que trasciende su secuencia original.

En el estudio de las proteínas resulta fundamental distinguir entre dos conceptos: configuración y conformación. La configuración se refiere a la disposición fija de los átomos en una molécula, que solo puede modificarse mediante la ruptura y la formación de nuevos enlaces covalentes. Un ejemplo clásico son los L-aminoácidos y los D-aminoácidos: ambos poseen la misma composición química, pero difieren en la orientación espacial de sus grupos funcionales. Cambiar de una forma a la otra implicaría una transformación profunda de la estructura química, algo que no ocurre en condiciones fisiológicas.

En contraste, la conformación de una proteína describe la manera en que sus átomos se organizan en el espacio sin necesidad de alterar la configuración química. Estas variaciones conformacionales surgen por rotaciones alrededor de enlaces simples y permiten que la molécula adopte distintas formas, se pliegue, se despliegue o sufra ajustes sutiles para interactuar con sustratos, ligandos o con otras proteínas. De este modo, una misma proteína puede conservar su identidad química mientras modifica su estructura tridimensional para cumplir diferentes funciones o adaptarse a cambios en el entorno celular.


Clasificación general de las proteínas

La clasificación de las proteínas según sus propiedades macroscópicas, físicas y químicas generales constituye una de las formas más tradicionales de comprender la enorme diversidad estructural y funcional de estas biomoléculas. A través de criterios como la solubilidad, la forma y la composición química, es posible agruparlas en categorías que reflejan tanto su comportamiento en distintos medios como su papel dentro de la célula y del organismo.

Uno de los criterios más relevantes para esta clasificación es la solubilidad, una propiedad que depende de la naturaleza química de la proteína y de las condiciones del medio en que se encuentre, como el pH, la temperatura o la concentración de sales. Algunas proteínas son solubles en agua, lo que significa que pueden disolverse fácilmente en soluciones acuosas sin perder su estructura ni su funcionalidad. Estas proteínas, que suelen encontrarse en el citoplasma o en el núcleo celular, pueden extraerse con relativa facilidad utilizando soluciones fisiológicas que mantengan la integridad de sus enlaces e interacciones. Por el contrario, las proteínas de membrana presentan regiones extensas formadas por aminoácidos hidrofóbicos que las anclan firmemente a las membranas celulares. Debido a esta característica, no pueden extraerse mediante soluciones acuosas comunes, sino que requieren el uso de detergentes o disolventes especiales que rompen las interacciones lipídicas y permiten su aislamiento sin alterar de manera irreversible su estructura.

Otro criterio de clasificación se basa en la forma general de las proteínas, la cual está estrechamente relacionada con su función. En este sentido, se distinguen dos grandes grupos: las proteínas globulares y las proteínas fibrosas. Las proteínas globulares poseen estructuras compactas, aproximadamente esféricas, en las que las regiones hidrofóbicas se sitúan en el interior y las regiones hidrofílicas se orientan hacia el medio acuoso circundante. Esta disposición les otorga solubilidad y movilidad, características necesarias para su participación en procesos dinámicos como la catálisis, el transporte o la regulación. La mayoría de las enzimas, las proteínas transportadoras y muchas hormonas pertenecen a este grupo. En contraste, las proteínas fibrosas presentan una organización alargada y repetitiva, que les confiere gran resistencia mecánica y baja solubilidad. Estas proteínas actúan principalmente como elementos estructurales, proporcionando soporte, elasticidad y protección a los tejidos. Ejemplos representativos de este tipo son el colágeno, que forma parte del tejido conectivo; la queratina, componente fundamental de cabello, uñas y piel; y la fibroína de la seda, secretada por ciertos artrópodos.

Las proteínas también pueden clasificarse según la presencia de componentes no proteicos unidos covalentemente a la cadena polipeptídica. Esta categoría da origen a diversas clases de proteínas conjugadas, en las que el grupo no proteico, conocido como grupo prostético, desempeña un papel esencial en la función de la molécula. Así, las lipoproteínas incorporan lípidos, lo que facilita su inserción en membranas o su transporte de grasas en medios acuosos, como ocurre en las lipoproteínas plasmáticas. Las glucoproteínas, por su parte, contienen cadenas de carbohidratos unidas a determinados aminoácidos, lo que influye en su estabilidad, en el reconocimiento celular y en procesos inmunológicos. Por último, las metaloproteínas incluyen iones metálicos como hierro, cobre o zinc, indispensables para actividades catalíticas o de transporte; ejemplos notables son la hemoglobina, responsable del transporte de oxígeno en la sangre, y los citocromos, que intervienen en la cadena respiratoria mitocondrial.


Categorías de la estructura de las proteínas

Las proteínas ejecutan funciones tanto físicas como catalíticas mediante una organización molecular altamente sofisticada, en la que grupos químicos específicos se ubican con precisión en un espacio tridimensional. Esta disposición permite que los sitios activos de las enzimas, los dominios de unión de proteínas transportadoras o los elementos de soporte estructural puedan interactuar de manera selectiva y eficiente con otras moléculas, manteniendo al mismo tiempo la estabilidad mecánica necesaria para resistir fuerzas internas y externas. El andamiaje que sostiene estos grupos químicos es el polipéptido, cuya conformación tridimensional se ajusta tanto a criterios funcionales como a exigencias de robustez física.

La síntesis de estas largas cadenas polipeptídicas se realiza a partir de un conjunto relativamente pequeño de unidades básicas, los aminoácidos. Cada aminoácido se enlaza con el siguiente mediante un enlace peptídico, formando así la columna vertebral de la proteína. A pesar de la simplicidad aparente de este bloque de construcción, la diversidad de combinaciones posibles permite la creación de una enorme variedad de proteínas, cada una con características únicas de forma y función.

La arquitectura de las proteínas puede describirse como modular y jerárquica, con niveles de organización que dependen del plegamiento y la interacción de los aminoácidos. En el primer nivel, la estructura primaria corresponde a la secuencia lineal de aminoácidos a lo largo de la cadena polipeptídica. Esta secuencia no es arbitraria; funciona como un código que determina cómo la proteína se plegará, cuáles serán sus interacciones internas y externas y, en última instancia, cuál será su función biológica.

El segundo nivel, la estructura secundaria, describe el plegamiento local de segmentos cortos de la cadena en patrones repetitivos y ordenados, como hélices alfa o láminas beta. Estos elementos confieren estabilidad a la proteína mediante enlaces de hidrógeno entre los átomos del esqueleto polipeptídico, actuando como ladrillos que sostienen la arquitectura global de la molécula.

La estructura terciaria representa la organización tridimensional completa de toda la cadena polipeptídica, resultado de la interacción y ensamblaje de las estructuras secundarias. Esta disposición da lugar a dominios funcionales específicos dentro de la proteína, que pueden catalizar reacciones químicas, unir moléculas de señalización o formar componentes de estructuras celulares más grandes. La estructura terciaria define la forma final de la proteína y es crítica para su estabilidad y actividad biológica.

La estructura cuaternaria se observa en proteínas formadas por varias cadenas polipeptídicas, denominadas subunidades. Esta organización determina cómo se ensamblan las subunidades, su número y la disposición espacial relativa, lo que es fundamental para la funcionalidad del complejo proteico en su conjunto. Ejemplos típicos incluyen la hemoglobina, formada por cuatro subunidades que cooperan para transportar oxígeno, o los ribosomas, en los que múltiples proteínas se organizan junto con ARN para realizar la síntesis de proteínas.

 

Estructura primaria

La estructura primaria de una proteína constituye el nivel más elemental de su organización y se refiere a la secuencia lineal de aminoácidos que se unen mediante enlaces peptídicos para formar la cadena polipeptídica. Esta secuencia no es aleatoria; cada proteína posee un orden específico de aminoácidos que está estrictamente determinado por la información contenida en los genes del organismo. La genética, a través del ácido ribonucleico mensajero, dicta qué aminoácido se incorporará en cada posición de la cadena durante la traducción, asegurando que cada proteína tenga una identidad molecular única.

La importancia de la estructura primaria radica en que constituye la base sobre la cual se construyen todos los niveles superiores de organización de la proteína. La disposición secuencial de los aminoácidos determina las interacciones locales que permiten la formación de la estructura secundaria, como hélices alfa o láminas beta, y condiciona la forma tridimensional final que caracteriza la estructura terciaria. Del mismo modo, en proteínas compuestas por varias cadenas, la estructura primaria influye en cómo estas subunidades se ensamblan, definiendo la estructura cuaternaria. En otras palabras, el plegamiento y la estabilidad de la proteína dependen directamente del patrón lineal de sus aminoácidos.

Además, la estructura primaria define de manera decisiva la función biológica de la proteína. La identidad de cada aminoácido, así como su posición relativa, determina las propiedades químicas del sitio activo, las regiones de interacción con otras moléculas y la estabilidad general de la proteína. Incluso cambios sutiles, como la sustitución de un solo aminoácido, pueden provocar alteraciones significativas en la actividad catalítica, en la capacidad de unión a ligandos o en la solidez estructural, dando lugar a disfunciones que, en los organismos, pueden manifestarse como enfermedades genéticas.

La estructura primaria es esencial para la síntesis de proteínas, pues sirve como plantilla que el ribosoma sigue durante la traducción del mensaje genético. Cada codón del ácido ribonucleico mensajero se traduce en un aminoácido específico, respetando estrictamente la secuencia dictada por la información genética. Este proceso asegura que la proteína recién sintetizada conserve la secuencia lineal necesaria para alcanzar posteriormente su conformación funcional y cumplir con sus roles biológicos.


Estructura secundaria

Las estructuras secundarias de las proteínas surgen como consecuencia de la disposición repetitiva y regular de los ángulos de enlace llamados phi (φ) y psi (ψ) a lo largo de segmentos consecutivos de la cadena polipeptídica. Estos ángulos definen la orientación espacial de los enlaces peptídicos y permiten que el polipéptido adopte configuraciones estables que minimizan la tensión energética y facilitan la formación de enlaces de hidrógeno intra e intercadena. En esencia, la estructura secundaria es el primer nivel de orden tridimensional emergente a partir de la secuencia lineal de aminoácidos, y constituye la base para el plegamiento más complejo de la proteína.

Entre los elementos más comunes de la estructura secundaria se encuentran la hélice alfa y la lámina beta, cada una caracterizada por ángulos φ y ψ específicos. En la hélice alfa, la repetición regular de estos ángulos genera un enrollamiento helicoidal estable, donde los enlaces de hidrógeno se establecen entre los átomos del esqueleto polipeptídico, estabilizando la espiral. Muchas hélices alfa son anfipáticas, es decir, presentan residuos hidrofóbicos proyectados hacia un lado y residuos hidrofílicos hacia el otro, lo que les permite interactuar simultáneamente con ambientes polares y no polares. Esta propiedad es crucial para la formación de interfaces dentro de la proteína o incluso para la creación de canales a través de membranas celulares hidrofóbicas que facilitan el paso selectivo de moléculas polares.

Por otro lado, la lámina beta consiste en segmentos extendidos de la cadena polipeptídica que se alinean en forma de láminas plegadas, estabilizadas por enlaces de hidrógeno entre hebras adyacentes. Los residuos de aminoácidos alternan su orientación, proyectando sus cadenas laterales hacia direcciones opuestas, lo que genera un patrón en zigzag que caracteriza esta estructura. A diferencia de la hélice alfa, más compacta, la lámina beta es alargada y proporciona resistencia mecánica a la proteína.

Existen además giros y torsiones, que son segmentos cortos de aminoácidos que no adoptan una conformación secundaria regular, pero que cumplen funciones estructurales esenciales. Estos elementos conectan hélices y láminas, permitiendo la transición entre distintos bloques estructurales y aportando la flexibilidad necesaria para que la proteína alcance su conformación tridimensional final. A través de enlaces de hidrógeno y de interacciones entre cadenas laterales, estas regiones mantienen la integridad de los elementos estructurales adyacentes mientras facilitan el plegamiento global.

Los bucles, por su parte, son regiones más largas y flexibles que enlazan elementos estructurales secundarios, pero que no presentan un patrón repetitivo rígido. A pesar de su irregularidad, los bucles cumplen funciones biológicas fundamentales: muchos se localizan en la superficie de la proteína, donde constituyen sitios accesibles para la interacción con otras moléculas, incluyendo epítopes para el reconocimiento por anticuerpos.

Algunas proteínas presentan regiones desordenadas, generalmente en los extremos amino o carboxilo, caracterizadas por una alta flexibilidad conformacional. Estas regiones pueden asumir una conformación ordenada al unirse a un ligando específico, funcionando como interruptores estructurales que regulan la actividad y la función de la proteína.


Estructura terciaria

La estructura terciaria de una proteína se refiere a la conformación tridimensional completa que adopta un polipéptido después de que sus elementos de estructura secundaria se han organizado y ensamblado. Esta disposición espacial no solo refleja la interacción entre hélices alfa, láminas beta, giros, torsiones y bucles, sino también cómo estas unidades se combinan para formar dominios, que son secciones autónomas de la proteína capaces de llevar a cabo funciones específicas, como la unión a un sustrato, la catálisis de una reacción química o la interacción con otros ligandos. La noción de dominio resalta la modularidad de las proteínas: muchos dominios son contiguos en la secuencia lineal de aminoácidos y, simultáneamente, forman unidades compactas en el espacio tridimensional, lo que les permite funcionar de manera independiente dentro de la proteína global.

Una proteína puede estar constituida por un único dominio o por varios, cada uno contribuyendo a su función general. Los dominios hidrofóbicos, por ejemplo, facilitan la asociación con membranas celulares o incluso permiten que la proteína atraviese la bicapa lipídica, desempeñando roles estructurales o de transporte. Por otro lado, los dominios reguladores actúan como interruptores funcionales: su interacción con moléculas efectoras, ya sea por unión alostérica o por modificaciones covalentes, provoca cambios conformacionales que modulan la actividad de la proteína, adaptando su función a las condiciones celulares.

Además, muchas proteínas que contienen múltiples dominios no actúan de manera aislada, sino que pueden ensamblarse en complejos mediante la asociación de varias cadenas polipeptídicas o protómeros. Esta organización permite la creación de máquinas moleculares más grandes, en las que cada subunidad aporta una función específica, mientras que la conformación tridimensional global asegura la coherencia estructural y funcional del complejo.


Estructura cuaternaria

La estructura cuaternaria representa el nivel más complejo de organización en las proteínas y se refiere a la disposición tridimensional y a las interacciones específicas que se establecen entre varias cadenas polipeptídicas para formar un conjunto funcional. Este nivel de organización no es universal; únicamente se observa en proteínas oligoméricas, es decir, aquellas que están constituidas por más de una cadena polipeptídica. Cada una de estas cadenas, con su propia estructura terciaria, se denomina subunidad o protómero, y la estructura cuaternaria describe cómo estas subunidades se ensamblan espacialmente para dar lugar a un complejo estable capaz de cumplir funciones biológicas.

La estructura cuaternaria define tanto la composición como la organización espacial de las subunidades, determinando cuántas cadenas participan y cómo se disponen entre sí. Esta disposición influye directamente en la estabilidad, la especificidad funcional y la capacidad de regulación de la proteína. En contraste, las proteínas monoméricas carecen de estructura cuaternaria, dado que una sola cadena polipeptídica alcanza por sí misma su conformación funcional al plegarse.

En las proteínas oligoméricas, la interacción entre subunidades es determinante para la actividad biológica. Las formas más simples de asociación son los dimers, que pueden ser homodímeros, si ambas subunidades son idénticas en estructura y secuencia, o heterodímeros, si difieren entre sí. Asociaciones más complejas generan trímeros, tetrámeros o complejos multiméricos de mayor orden, según el número de subunidades implicadas.

Para describir la estructura cuaternaria de manera precisa, se utiliza una nomenclatura basada en letras griegas, donde cada letra identifica un tipo distinto de subunidad dentro del complejo. Los subíndices indican cuántas copias de cada tipo de subunidad están presentes. Por ejemplo, α₄ representa una proteína formada por cuatro subunidades idénticas del tipo alfa, constituyendo un homotetrámero. En cambio, α₂β₂γ indica un heteropentámero con dos subunidades alfa, dos beta y una gamma, sumando cinco cadenas polipeptídicas de tipos diferentes. Esta nomenclatura permite expresar tanto la diversidad de subunidades como su número en la proteína.

La estabilidad de la estructura cuaternaria se mantiene principalmente mediante interacciones no covalentes, incluyendo interacciones hidrofóbicas que orientan los residuos no polares hacia el interior de la proteína, enlaces de hidrógeno y puentes de sal entre grupos cargados de aminoácidos, y enlaces disulfuro covalentes que refuerzan la cohesión entre subunidades. Aunque cada interacción individual es relativamente débil, su efecto combinado confiere a la proteína una notable estabilidad estructural, similar a cómo un cierre de velcro aprovecha la fuerza acumulativa de múltiples ganchos pequeños para mantener firme la unión. Así, la estructura cuaternaria no solo asegura la integridad del complejo proteico, sino que también permite que las subunidades colaboren de manera coordinada para ejecutar funciones biológicas complejas.


Plegamiento y maduración de las proteínas

Las proteínas son macromoléculas extraordinariamente dinámicas, capaces de adoptar su conformación funcional correcta en tiempos sorprendentemente cortos, del orden de milisegundos. Este proceso, conocido como plegamiento proteico, comienza mientras la proteína aún se está sintetizando en la célula. Cada proteína se origina a partir de una cadena lineal de aminoácidos denominada polipéptido, ensamblada secuencialmente por el ribosoma, una maquinaria molecular que incorpora los aminoácidos uno tras otro según la información codificada en el ARN mensajero.

A medida que la cadena polipeptídica emerge del ribosoma, no permanece extendida ni espera a completarse para iniciar su organización; por el contrario, comienza a plegarse de manera co-translacional. Durante esta etapa temprana, segmentos cortos de la cadena adoptan configuraciones locales ordenadas, conocidas como estructuras secundarias, que incluyen hélices y láminas. Estas estructuras parciales constituyen núcleos de organización que guían el ensamblaje progresivo de la proteína. Con el tiempo, estas regiones locales interactúan entre sí, generando gradualmente la conformación tridimensional completa, indispensable para que la proteína cumpla su función biológica específica.

Uno de los pasos críticos en el plegamiento es la segregación de los residuos hidrófobos, que tienden a replegarse hacia el interior de la molécula, alejándose del entorno acuoso. Este fenómeno da lugar a un estado intermedio denominado glóbulo fundido, en el que los elementos de estructura secundaria se reorganizan hasta alcanzar la conformación madura de la proteína. Para asegurar que este proceso ocurra de manera eficiente y evite errores, la célula utiliza proteínas chaperonas, que actúan como guías moleculares. Por ejemplo, las chaperonas de la familia Hsp70 se unen a secuencias hidrófobas que emergen durante la síntesis, protegiéndolas del solvente y previniendo agregaciones no deseadas que podrían comprometer la funcionalidad de la proteína.

El estabilizador final de la conformación de muchas proteínas lo constituyen los enlaces disulfuro, covalentemente formados entre residuos de cisteína. La enzima proteína sulfidrilo oxidasa inicia la oxidación de los grupos sulfhidrilo para formar enlaces S—S, mientras que la proteína disulfuro isomerasa facilita su reorganización, rompiendo y reformando enlaces para asegurar que la proteína alcance la conformación nativa más estable.

Otro aspecto esencial en la dinámica de las proteínas es la geometría del enlace peptídico, que puede adoptar configuraciones trans o cis. La mayoría de los enlaces peptídicos se encuentra en configuración trans, que es más estable, evitando choques estéricos entre los grupos laterales adyacentes, mientras que la configuración cis, aunque menos frecuente, introduce cierta tensión que puede ser funcional en sitios específicos de la proteína.

Muchas proteínas se sintetizan inicialmente como proproteínas, precursores más grandes que contienen secuencias adicionales con funciones transitorias: dirigir la proteína a un compartimento celular, proteger de manera temporal la actividad de enzimas potencialmente dañinas o facilitar el paso a través de membranas. Estas regiones auxiliares se eliminan mediante proteólisis selectiva, y otras modificaciones postraduccionales, como fosforilación o glicosilación, agregan nuevas funcionalidades químicas, completando así la maduración estructural y funcional de la proteína.

 

 

 

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Fuente y lecturas recomendadas:
  1. Kennelly, P. J., Botham, K. M., McGuinness, O. P., Rodwell, V. W., & Weil, P. A. (2023). Harper. Bioquímica ilustrada (32.ª ed.). McGraw Hill.
  2. Nelson, D. L., & Cox, M. M. (2017). Lehninger principles of biochemistry (7th ed.). W. H. Freeman.
  3. Berg, J. M., Tymoczko, J. L., & Stryer, L. (2013). Bioquímica (7.ª ed.). Editorial Reverté.
  4. McKee, T., & McKee, J. R. (2020). Bioquímica: Las bases moleculares de la vida (7.ª ed.). McGraw-Hill.
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