La mayoría de los profesionales clínicos están bien preparados para abordar problemas de dolor agudo, ya que este tipo de afección suele tener una causa identificable, un curso previsible y una resolución relativamente rápida con el tratamiento adecuado. Sin embargo, el manejo del dolor crónico representa un desafío mucho mayor, tanto desde el punto de vista clínico como emocional y relacional.
Los trastornos de dolor crónico se caracterizan por una persistencia del dolor más allá del tiempo habitual de curación de una lesión o enfermedad aguda, y no siempre tienen una causa fisiológica claramente identificable. Este tipo de dolor suele ir acompañado de una constelación de síntomas y consecuencias psicosociales que complican su tratamiento. Los pacientes que lo padecen tienden a consumir múltiples medicamentos, permanecer en cama durante largos períodos, haber consultado a numerosos especialistas, y experimentar una significativa pérdida del placer y la motivación en las actividades cotidianas, tanto laborales como recreativas. Las relaciones interpersonales se deterioran progresivamente, y la vida se convierte en una búsqueda constante de alivio. Esta búsqueda, muchas veces infructuosa, tiende a generar relaciones clínicas complejas y tensas.
Uno de los errores más frecuentes y contraproducentes en el abordaje del dolor crónico es la especulación sobre la «realidad» del dolor. Cuestionar si el dolor es real o no resulta innecesario e incluso perjudicial. Para el paciente, el dolor es una experiencia subjetiva tangible e ineludible. Por lo tanto, el primer paso esencial en el proceso terapéutico es la aceptación empática del sufrimiento por parte del profesional. Esta aceptación es la base para establecer una colaboración genuina y eficaz entre paciente y clínico.
Paradójicamente, la estructura misma de la medicina moderna, centrada en la atención a síntomas y enfermedades, puede reforzar involuntariamente el rol de enfermo en estos pacientes. Aunque el profesional intente ofrecer estrategias útiles para el manejo del dolor, muchas veces se encuentra con respuestas como «sí, pero…», lo cual refleja una ambivalencia que no debe interpretarse como falta de cooperación, sino como expresión del agotamiento y la frustración del paciente ante la ineficacia de los tratamientos previos.
El tratamiento del dolor crónico suele implicar numerosos ensayos terapéuticos con medicamentos, y cada fracaso puede generar respuestas emocionales intensas, como enojo o depresión, que a su vez tienden a intensificar el síndrome doloroso. Cuando los fármacos se convierten en el eje principal del tratamiento, pueden surgir problemas de dependencia, lo que añade una nueva dimensión clínica al problema original.
A lo largo del tiempo, la presión emocional y profesional que recae sobre el clínico puede volverse agobiante, y esto puede conducir a formas sutiles de rechazo del paciente, tales como mostrarse menos disponible o derivar reiteradamente a otros especialistas. Esta actitud es percibida claramente por el paciente, quien, sintiéndose nuevamente desamparado, redobla sus esfuerzos por encontrar alivio en otro profesional, reiniciando así un ciclo clínico y emocional repetitivo y desgastante tanto para el paciente como para el sistema de salud.
Manifestaciones clínicas
El síndrome de dolor crónico constituye una entidad clínica compleja, compuesta por múltiples dimensiones interrelacionadas que van más allá del daño físico inicial. Entre los componentes más relevantes de este síndrome se encuentran las alteraciones anatómicas, los trastornos afectivos como la ansiedad crónica y la depresión, la ira persistente, y los cambios significativos en el estilo de vida. Cada uno de estos elementos contribuye a la perpetuación del dolor y al deterioro progresivo de la calidad de vida del paciente.
Desde el punto de vista anatómico, el dolor crónico suele originarse en una lesión o afección estructural que, en muchos casos, ha sido sometida a múltiples intervenciones médicas o quirúrgicas, generalmente sin resultados satisfactorios. Estas alteraciones anatómicas, muchas veces irreversibles, generan una base fisiopatológica que, si bien puede explicar el inicio del cuadro doloroso, rara vez justifica la intensidad y la persistencia del sufrimiento una vez cronificado. La falta de respuesta a tratamientos anteriores incrementa la frustración del paciente y refuerza una visión negativa respecto a la posibilidad de recuperación.
En el plano psicológico, la ansiedad y la depresión crónicas son frecuentes y ejercen un efecto amplificador del dolor. Estas condiciones provocan una mayor irritabilidad y una sensibilidad exacerbada frente a los estímulos, lo que se traduce en una disminución notable del umbral del dolor. Este fenómeno puede evolucionar hacia una preocupación excesiva por el cuerpo, acompañada de una constante necesidad de validación y seguridad por parte del entorno médico y familiar. Se instala así una hipervigilancia somática que alimenta el círculo vicioso del dolor.
El comportamiento de evitación es otro factor clave en la cronificación del dolor. Al experimentar inicialmente el dolor, muchas personas comienzan a evitar determinadas actividades físicas o sociales. Cuando esta evitación se mantiene en el tiempo, no solo se pierde funcionalidad, sino que también se refuerza la percepción de incapacidad. De esta forma, el propio estilo de vida se reestructura en función del dolor, lo que favorece la instalación de conductas denominadas “conductas de dolor”. Estas conductas pueden incluir expresiones verbales o gestuales del dolor, cambios posturales, o la búsqueda constante de asistencia, que se convierten en parte del repertorio diario del paciente.
En muchos casos, el entorno familiar juega un papel central en la consolidación del rol de enfermo. Se desarrolla lo que se denomina un «guion familiar» en el cual el paciente asume el papel de persona enferma, y dicho rol se convierte en el eje de las interacciones familiares. Este patrón puede volverse funcional para la familia, ya que organiza la dinámica del grupo y proporciona un marco de estabilidad emocional. En este contexto, tanto el paciente como los miembros de la familia pueden resistirse, incluso inconscientemente, a cualquier cambio que implique la pérdida de ese rol, aun cuando signifique una posible mejora.
Los factores culturales también modulan de manera significativa la expresión y el afrontamiento del dolor. En algunas culturas se fomenta una actitud expresiva y abierta frente al sufrimiento físico, mientras que en otras se valora la resistencia silenciosa y el autocontrol emocional. Estas normas culturales influyen no solo en el comportamiento del paciente, sino también en las respuestas del entorno y en las decisiones clínicas que se toman respecto al tratamiento.
Además, existen ganancias secundarias que pueden contribuir a la mantención del rol de enfermo. Entre estas, se incluyen compensaciones económicas, subsidios por discapacidad u otros beneficios sociales que, sin intención explícita, pueden actuar como refuerzos conductuales. Cuando los sistemas sociales o laborales están estructurados de modo que premian la permanencia en el rol de paciente y dificultan la transición hacia la recuperación funcional, se crea un entorno que desalienta los intentos de mejora.
Tratamiento
Enfoque Conductual
El pilar fundamental de un abordaje unificado para los síndromes de dolor crónico es la implementación de un programa conductual integral. Este tipo de intervención es indispensable para identificar y eliminar los factores que refuerzan el dolor, reducir progresivamente el uso de medicamentos, y aplicar de manera efectiva reforzadores positivos que desvíen la atención del paciente del foco constante en el dolor.
Un aspecto esencial de este enfoque es que el paciente no sea un receptor pasivo del tratamiento, sino un colaborador activo en el proceso terapéutico. El objetivo no debe centrarse exclusivamente en la erradicación del dolor —lo cual, en muchos casos, no es posible— sino en la mejora funcional y en el aumento de la capacidad del paciente para vivir con el dolor de manera más adaptativa. Por lo tanto, el enfoque clínico debe transitar desde una visión biomédica basada en la cura, hacia una perspectiva centrada en el cuidado continuo del paciente.
Uno de los primeros pasos en el programa conductual es establecer un acuerdo con el paciente para que limite la conversación sobre el dolor únicamente a las sesiones clínicas y evite discutirlo con los miembros de la familia. Esta estrategia busca estabilizar el entorno familiar, ya que muchas veces los allegados han desarrollado un cansancio emocional frente al tema del dolor, lo que puede generar tensiones o retraimiento afectivo. Al reducir la atención que recibe el dolor en la vida cotidiana, se disminuye su reforzamiento social.
El tratamiento debe incluir tareas de autoayuda estructuradas y graduadas, diseñadas para fomentar progresivamente la actividad física y funcional del paciente. Estas tareas actúan como reforzadores positivos, ya que premian el esfuerzo con un sentido de logro y autonomía, lo cual contribuye a descentrar la atención del dolor. Es igualmente importante evitar reforzadores negativos, como la excesiva simpatía, la sobreprotección o la atención centrada en la queja, ya que estos pueden perpetuar el comportamiento de enfermo.
El refuerzo de actividades productivas y gratificantes es esencial. A medida que el paciente retoma actividades cotidianas y logra participar en rutinas significativas, se produce una forma de desensibilización frente al dolor. El cuerpo y la mente comienzan a reajustarse a niveles crecientes de actividad, lo que con el tiempo mejora la tolerancia y la percepción del dolor.
Una herramienta útil en este proceso es el registro diario de progreso, donde el paciente puede calificar su rendimiento, documentar logros y establecer relaciones entre la intensidad del dolor y variables contextuales como el entorno, el estado emocional o las actividades realizadas. Esta autoobservación fomenta la autorregulación y permite evitar o modificar situaciones que agravan los síntomas.
Técnicas adicionales, como la biorretroalimentación (biofeedback) y la hipnosis, han demostrado ser eficaces en la reducción de ciertos síndromes dolorosos. La hipnosis es particularmente útil en pacientes con un alto nivel de negación, ya que suelen mostrar una mayor receptividad a la sugestión. Mediante esta técnica, es posible reducir la ansiedad, modificar la percepción del tiempo durante el cual se experimenta el dolor y promover estados de relajación profunda.
Por último, los programas de reducción de estrés basados en la atención plena (mindfulness) también han mostrado beneficios significativos. Estos programas entrenan al paciente en la capacidad de observar su experiencia presente sin juicio, lo que ayuda a disminuir la reactividad emocional frente al dolor y a mejorar el afrontamiento general.
Enfoque Médico
En el contexto del dolor crónico, el enfoque médico debe organizarse de forma estructurada y coordinada, con un único clínico responsable del manejo integral del paciente. Esta figura central no solo facilita la continuidad del tratamiento, sino que también actúa como un ancla terapéutica que permite mantener un plan de intervención coherente, ajustado a las necesidades cambiantes del paciente, y libre de contradicciones entre múltiples especialistas. La fragmentación del cuidado, frecuente en pacientes con dolor crónico, puede agravar la sensación de desesperanza y reforzar patrones disfuncionales de búsqueda constante de soluciones, a menudo sin éxito.
Aunque las interconsultas con otros profesionales y la realización de procedimientos técnicos por especialistas son apropiadas y, en muchos casos, necesarias, estas deben integrarse cuidadosamente al plan general sin desplazar al clínico principal. El profesional a cargo debe mantenerse como figura de referencia, encargado de interpretar los hallazgos, coordinar las decisiones y sostener una visión longitudinal del proceso terapéutico. En ningún caso, las derivaciones deben emplearse como una estrategia para rechazar sutilmente el caso o para evadir la complejidad del mismo. Asimismo, no deben generar expectativas irreales en el paciente, particularmente cuando este ha atravesado múltiples intervenciones fallidas y se encuentra emocionalmente vulnerable.
La actitud del profesional debe estar marcada por una combinación de honestidad clínica, compromiso genuino con el bienestar del paciente y una esperanza fundamentada, no en una promesa de cura, sino en la posibilidad concreta de controlar el dolor y recuperar grados significativos de funcionalidad y calidad de vida. Esta perspectiva, centrada en la mejora más que en la erradicación del síntoma, es clave para establecer una alianza terapéutica duradera y realista.
En los casos en que el paciente presenta signos de adicción a opioides, uno de los objetivos prioritarios debe ser la desintoxicación. El uso prolongado de opioides en el dolor crónico ha demostrado, en la mayoría de los casos, una relación beneficio-riesgo desfavorable. Entre los efectos adversos se encuentran la dependencia, la tolerancia, la hiperalgesia inducida por opioides, la afectación del estado emocional y el deterioro funcional. Por ello, la prescripción de estos fármacos debe limitarse a situaciones muy específicas, bajo protocolos estrictos y siempre con un calendario fijo de administración, evitando la dosificación «a demanda», que refuerza el condicionamiento negativo y la focalización excesiva en el dolor.
El tratamiento farmacológico debe incluir alternativas más seguras y eficaces para ciertos tipos de dolor, como el neuropático o el asociado a sensibilización central. En este sentido, los inhibidores de la recaptación de serotonina y noradrenalina (por ejemplo, venlafaxina, milnacipran y duloxetina) y los antidepresivos tricíclicos (como la nortriptilina) han demostrado utilidad en dosis comparables a las empleadas en el tratamiento de la depresión. Duloxetina y milnacipran, específicamente, están aprobadas para el tratamiento de la fibromialgia, y duloxetina también ha sido aprobada para otras formas de dolor crónico. Cabe destacar que los inhibidores duales tienden a ser más seguros en caso de sobredosis que los antidepresivos tricíclicos, lo cual es especialmente relevante dado que la ideación suicida no es infrecuente entre los pacientes con dolor crónico.
Los anticonvulsivantes como la gabapentina y la pregabalina, tradicionalmente utilizados en el tratamiento de ciertos trastornos neurológicos y de ansiedad, también han mostrado eficacia en el manejo del dolor neuropático y la fibromialgia. Estos agentes actúan modulando la excitabilidad neuronal y reduciendo la transmisión aberrante de señales dolorosas, lo que los convierte en herramientas farmacológicas valiosas dentro del abordaje multimodal.
Finalmente, es importante destacar que el tratamiento médico del dolor crónico no debe depender exclusivamente de los fármacos. La integración de estrategias no farmacológicas, como la fisioterapia, la acupuntura, los programas de ejercicio físico supervisado y las técnicas de relajación, complementa de forma significativa el manejo del dolor y favorece una recuperación funcional más sostenida. Estas intervenciones permiten abordar el dolor desde una perspectiva biopsicosocial, considerando no solo la dimensión fisiológica, sino también los aspectos emocionales, conductuales y contextuales que lo perpetúan.
Enfoque Social
La dimensión social del tratamiento del dolor crónico es un componente fundamental del abordaje integral y debe abordarse desde las primeras etapas del proceso terapéutico. Involucrar activamente a los familiares y a otras personas significativas en la vida del paciente es una prioridad clínica, ya que el entorno social inmediato desempeña un papel decisivo tanto en la evolución como en la cronificación del síndrome doloroso. Esta participación no debe limitarse al acompañamiento pasivo, sino que debe orientarse hacia una comprensión informada y funcional del problema, con el fin de evitar actitudes que, aunque bien intencionadas, terminan reforzando el ciclo de dolor, discapacidad y dependencia.
En muchos casos, los esfuerzos del paciente y del equipo terapéutico pueden verse saboteados inadvertidamente por familiares o allegados que, en su afán de ayudar, adoptan conductas que refuerzan involuntariamente los aspectos más disfuncionales del cuadro. Comentarios excesivamente compasivos, actitudes de sobreprotección, indulgencia frente a la inactividad, y atención constante a las quejas de dolor son formas de reforzamiento positivo que perpetúan el rol de enfermo. Esta dinámica familiar lleva a que el paciente se vuelva progresivamente más dependiente y menos activo, consolidando una identidad centrada en el dolor como elemento organizador de la vida cotidiana.
Lejos de actuar como una red de apoyo saludable, el entorno puede convertirse en un factor de mantenimiento del sufrimiento, transformando el dolor crónico en un estilo de vida estructurado en torno a la incapacidad. Diversos estudios en psicología del dolor han descrito cómo ciertos comportamientos observables en pacientes con dolor crónico —como la evitación de actividades, la queja constante, la búsqueda de atención o la dramatización del malestar— no surgen de manera espontánea, sino como resultado de interacciones reiteradas con un entorno social que recompensa, aunque sea simbólicamente, estas manifestaciones.
La terapia familiar, aplicada de manera sistemática y continua, permite identificar estos patrones relacionales nocivos y modificarlos. Este tipo de intervención facilita que los familiares comprendan la naturaleza multifactorial del dolor crónico y desarrollen estrategias para apoyar activamente el proceso de recuperación sin reforzar los comportamientos disfuncionales. Entre los objetivos de esta intervención se incluyen la promoción de la autonomía del paciente, el estímulo a la participación en actividades funcionales, y el desarrollo de un entorno afectivo y estructurado que refuerce el cambio hacia la mejoría.
Además, la implicación del entorno en el tratamiento contribuye a reducir el aislamiento social del paciente, mejora la comunicación interpersonal y fortalece la red de apoyo emocional, factores clave en el pronóstico del dolor crónico. Es importante educar tanto al paciente como a sus allegados sobre la diferencia entre «acompañar» y «reforzar», y promover un cambio en la dinámica familiar que permita al paciente salir progresivamente del rol de enfermo y recuperar su rol activo en la vida personal, laboral y social.
Enfoque Psicológico
El abordaje psicológico del dolor crónico constituye una parte esencial del tratamiento multidisciplinario, ya que permite intervenir sobre las dimensiones cognitivas, emocionales y conductuales que contribuyen a la cronificación del dolor. A lo largo de las últimas décadas, diversas modalidades terapéuticas han demostrado eficacia en este ámbito, entre ellas la terapia cognitivo-conductual, la terapia de aceptación y compromiso, y las intervenciones basadas en la atención plena o mindfulness. Todas ellas comparten el objetivo central de modificar la relación del paciente con su experiencia de dolor, fomentando un afrontamiento más adaptativo y funcional.
Uno de los principales propósitos de la psicoterapia en este contexto es promover una participación activa del paciente en su propio proceso de recuperación. A diferencia del modelo biomédico tradicional, que tiende a ubicar al paciente en un rol pasivo, las terapias psicológicas buscan empoderarlo, brindándole herramientas para manejar sus síntomas, identificar pensamientos disfuncionales, modular sus emociones y reconectar con actividades significativas. Este proceso no solo reduce el sufrimiento asociado al dolor, sino que también mejora la calidad de vida general.
Las terapias pueden desarrollarse tanto en formato individual como grupal. La terapia grupal presenta ventajas particulares en el contexto del dolor crónico, ya que fomenta la identificación entre pares, la validación emocional y el sentido de pertenencia. A través de la interacción con otros pacientes que atraviesan experiencias similares, se desarrollan vínculos de lealtad y cooperación que fortalecen la motivación y facilitan conductas que difícilmente se asumirían en soledad. El grupo funciona como un entorno seguro y estructurado donde los participantes pueden compartir estrategias, apoyar el cambio y modelar conductas resilientes.
En la terapia individual, el enfoque se centra en reforzar los mecanismos de afrontamiento ya existentes, trabajar sobre la autoestima y modificar creencias erróneas relacionadas con el dolor. Muchos pacientes con dolor crónico desarrollan ideas profundamente arraigadas, como la creencia de que el movimiento o la actividad física pueden causar daño adicional. Esta expectativa, generalmente infundada, conduce a la evitación, la inactividad y el deterioro progresivo. Mediante la intervención cognitiva, es posible cuestionar estas creencias, reemplazarlas por interpretaciones más realistas y funcionales, y fomentar gradualmente la reintegración del paciente a su vida cotidiana.
La relación terapéutica entre el paciente y el profesional es, como en toda intervención psicoterapéutica, un factor determinante del éxito del tratamiento. Un vínculo basado en la empatía, la validación y la colaboración permite que el paciente se sienta comprendido y acompañado en su proceso, lo cual incrementa su compromiso con las metas terapéuticas. Esta alianza constituye un espacio seguro para explorar el sufrimiento emocional asociado al dolor y para ensayar nuevas formas de relacionarse con la propia experiencia corporal.
Pronóstico
El pronóstico del dolor crónico es una dimensión compleja y multifactorial que no puede reducirse a un análisis puramente clínico o biomédico. A diferencia del dolor agudo, que generalmente tiene una evolución predecible y se resuelve con el tratamiento de la causa subyacente, el dolor crónico tiende a persistir más allá del tiempo esperado de curación tisular —habitualmente más de tres a seis meses— y se convierte en una condición con identidad propia, influida por factores biológicos, psicológicos y sociales. En consecuencia, su pronóstico está determinado por la interacción dinámica entre estos componentes, así como por la respuesta del paciente al tratamiento interdisciplinario.
Uno de los factores más determinantes en la evolución del dolor crónico es el grado de activación funcional que el paciente es capaz de mantener o recuperar. Aquellos individuos que logran mantenerse activos, retomar sus roles sociales y laborales, y participar en actividades significativas, presentan en general un pronóstico más favorable. Por el contrario, la inactividad prolongada, el aislamiento social, y la adherencia al rol de enfermo contribuyen al deterioro funcional progresivo, la discapacidad y la amplificación del sufrimiento psíquico.
Los aspectos emocionales y cognitivos también ejercen una influencia profunda sobre el pronóstico. La presencia de trastornos del estado de ánimo, especialmente la depresión y la ansiedad, se asocia con peor evolución clínica, mayor percepción de intensidad del dolor y menor respuesta al tratamiento. Asimismo, las creencias disfuncionales —como la catastrofización, el miedo al movimiento o la percepción de falta de control— actúan como barreras para la mejoría, perpetuando conductas de evitación que consolidan el círculo vicioso del dolor.
La calidad de la relación terapéutica entre el paciente y el equipo de salud también es un predictor importante de resultados positivos. Una alianza terapéutica sólida, basada en la confianza, la empatía y la comunicación clara, favorece la adherencia al tratamiento, la implementación de estrategias activas de afrontamiento y la percepción de autoeficacia por parte del paciente. Cuando el paciente siente que es comprendido y acompañado por el profesional, su motivación para participar en el proceso terapéutico se incrementa significativamente, lo cual mejora el pronóstico funcional y psicológico.
En términos farmacológicos, la eficacia de los tratamientos es variable y generalmente limitada en el largo plazo, por lo que el pronóstico no debe depender exclusivamente de la respuesta a los medicamentos. De hecho, el uso prolongado de ciertos fármacos, como los opioides, puede deteriorar la evolución clínica si no se maneja con criterios estrictos. En este sentido, los enfoques multidisciplinarios —que integran intervenciones médicas, psicológicas, conductuales, físicas y sociales— han demostrado ofrecer los mejores resultados pronósticos, al abordar el dolor desde una perspectiva biopsicosocial integral.
Además, el grado de apoyo social, la estabilidad del entorno familiar y laboral, y la disponibilidad de recursos comunitarios también influyen significativamente en la evolución del paciente. Un entorno que promueva la autonomía, que no refuerce el rol de enfermo y que estimule la participación activa del paciente en su vida cotidiana contribuye notablemente a un mejor pronóstico.

Fuente y lecturas recomendadas:
- Ashar YK et al. Effect of pain reprocessing therapy vs placebo and usual care for patients with chronic back pain: a randomized clinical trial. JAMA Psychiatry. 2022;79:13. [PMID: 34586357]
- Eagen K et al. Management of chronic pain in patients with substance use disorders. Prim Care. 2022;49:455. [PMID: 36153086]
- Rogers AH et al. A meta-analysis of the associations of elements of the fear-avoidance model of chronic pain with negative affect, depression, anxiety, pain-related disability and pain intensity. Eur J Pain. 2022;26:1611. [PMID: 35727200]