Uno de los principios fundamentales de la práctica clínica radica en reconocer y comprender la naturaleza inherente de la incertidumbre que acompaña constantemente al ejercicio de la medicina. Esta incertidumbre se origina en diversos factores que, aunque pueden ser gestionados, nunca desaparecen por completo. A lo largo de la historia de la medicina, se ha buscado minimizar la incertidumbre mediante la acumulación de conocimiento, la investigación y el desarrollo de tecnologías, sin embargo, la realidad clínica se enfrenta a una constante interacción de variables complejas que, en muchas ocasiones, no pueden ser predichas con exactitud.
La incertidumbre clínica se puede ver desde la perspectiva del diagnóstico. Aunque los avances en la medicina moderna han permitido una gran cantidad de herramientas diagnósticas que proporcionan información relevante sobre las condiciones de salud de los pacientes, la realidad es que los síntomas pueden ser comunes a diversas enfermedades y no siempre existe una manifestación clara de un diagnóstico único. Además, la variabilidad en la respuesta de los pacientes a los mismos tratamientos, dada la heterogeneidad biológica y genética entre los individuos, añade otra capa de complejidad que dificulta la predictibilidad de los resultados.
Otro aspecto crucial es la limitación de la información. Aunque existen bases de datos clínicas robustas y consensos científicos sobre el manejo de muchas condiciones, el conocimiento médico sigue siendo incompleto. Hay enfermedades raras y emergentes que no están suficientemente descritas, así como tratamientos nuevos cuyo impacto a largo plazo aún no se ha determinado con certeza. En este contexto, los médicos deben tomar decisiones basadas en la mejor evidencia disponible, pero siempre reconociendo que la evidencia puede ser imperfecta y que los avances futuros podrían cambiar las recomendaciones actuales.
Asimismo, las decisiones clínicas no solo dependen de aspectos técnicos o científicos, sino también de factores sociales, psicológicos y éticos. La individualidad del paciente, sus valores y su contexto social juegan un papel fundamental en la toma de decisiones. Esto introduce un grado de incertidumbre adicional, ya que lo que podría ser considerado el «tratamiento adecuado» desde una perspectiva puramente científica puede no serlo desde la perspectiva del paciente, que tiene su propia interpretación de calidad de vida, expectativas y tolerancia a los riesgos. Esta interacción entre lo técnico y lo humano es una de las principales fuentes de incertidumbre en la práctica clínica.
Por otra parte, la incertidumbre también se extiende al ámbito de la prevención. Si bien existen directrices y estudios poblacionales que han demostrado la efectividad de ciertos enfoques preventivos, estos no garantizan un resultado definitivo para todos los individuos. La prevención depende de la capacidad de identificar factores de riesgo de manera precisa y de intervenir de forma oportuna. Sin embargo, la prevención no siempre es exitosa, y el hecho de que un individuo no desarrolle una enfermedad a pesar de la presencia de ciertos factores de riesgo no significa que las intervenciones no sean necesarias, sino que la predicción a nivel individual sigue siendo una tarea llena de incertidumbre.
En términos éticos, la incertidumbre es también un desafío constante. Los profesionales de la salud deben equilibrar los riesgos y beneficios de las intervenciones terapéuticas, considerando no solo las probabilidades estadísticas, sino también los valores y deseos de los pacientes. Los errores de juicio, los malentendidos o los dilemas éticos inherentes a las decisiones clínicas pueden aumentar la sensación de incertidumbre, ya que las consecuencias de las decisiones médicas no siempre son predecibles y pueden variar significativamente entre diferentes personas.
La incertidumbre clínica también está relacionada con la relación entre el médico y el paciente. A pesar de la formación rigurosa y la experiencia que posee el médico, este es consciente de que el resultado de cualquier tratamiento o intervención no está completamente bajo su control. Esto requiere que el clínico esté preparado para manejar la incomodidad que surge de la falta de certezas, adoptando un enfoque flexible, empático y abierto a la colaboración con el paciente, quien también es un agente activo en el proceso de toma de decisiones.
El ejercicio de la medicina clínica se fundamenta en un proceso continuo de evaluación, reflexión y ajuste, lo que exige que las hipótesis diagnósticas que los médicos elaboran sean consideradas como provisionales o parciales en todas las etapas de la consulta. Esta actitud frente al diagnóstico no solo es una estrategia lógica, sino también un principio ético que reconoce la complejidad inherente a la condición humana y la naturaleza dinámica de las enfermedades. La provisionalidad en las hipótesis diagnósticas responde a la realidad de que, en medicina, la certeza absoluta rara vez es alcanzable, y el camino hacia un diagnóstico definitivo es un proceso en constante evolución.
El buen clínico se enfrenta a la incertidumbre desde el primer momento de contacto con el paciente, cuando ya comienza a formular hipótesis basadas en los datos disponibles, aunque de manera inicial y general. Factores como la edad, el sexo, la apariencia externa y otros elementos observables del paciente son suficientes para que el médico comience a tener una impresión inicial sobre posibles condiciones que podrían estar afectando al paciente. Sin embargo, es fundamental que el clínico reconozca que esta primera impresión, por su naturaleza incompleta y superficial, es solo el inicio de un proceso de diagnóstico mucho más profundo, que se desarrolla a medida que se recopilan más datos. A este respecto, el diagnóstico en sus primeras fases debe ser entendido como una aproximación tentativa, no como una conclusión definitiva.
A medida que se avanza en la evaluación clínica, las hipótesis diagnósticas iniciales van siendo modificadas, ampliadas o incluso descartadas a medida que se recogen más detalles a través de la anamnesis (historia clínica del paciente) y la exploración física. En estos momentos, las impresiones iniciales del médico empiezan a moldearse con la información adicional proporcionada por el paciente y con los hallazgos físicos observados. Estos pasos permiten que las hipótesis se vayan afinando, descartando aquellos posibles diagnósticos que no se ajustan a la realidad clínica del paciente y destacando aquellos que parecen más plausibles, según el contexto y la presentación clínica. Sin embargo, incluso cuando la exploración física y la anamnesis han sido exhaustivas, el médico no debe llegar a una conclusión definitiva y rígida. La información recogida hasta este punto, aunque crucial, sigue siendo insuficiente para un diagnóstico absoluto, dado que muchos cuadros clínicos requieren la confirmación mediante pruebas complementarias.
Una vez que se han realizado las exploraciones complementarias pertinentes, como análisis de laboratorio, imágenes radiológicas u otras investigaciones especializadas, se alcanza lo que se podría considerar el diagnóstico definitivo. No obstante, este diagnóstico debe seguir siendo considerado con una cierta cautela. La medicina moderna reconoce que muchos diagnósticos pueden evolucionar a lo largo del tiempo, ya sea porque la condición del paciente cambia o porque nuevas evidencias surgen. Además, en muchos casos, el diagnóstico definitivo es en sí mismo un conjunto de probabilidades, y no una certeza absoluta, debido a la complejidad de los mecanismos biológicos que pueden involucrar múltiples factores.
El buen clínico mantiene una mentalidad abierta incluso después de haber establecido el diagnóstico definitivo, siempre dispuesto a modificar su apreciación si surgen nuevos datos. Esta disposición a revisar y ajustar el diagnóstico responde a la comprensión de que la salud humana es un sistema extremadamente complejo y dinámico, donde la misma enfermedad puede manifestarse de diferentes maneras y evolucionar con el tiempo. Así, la actitud provisional ante el diagnóstico no solo es una estrategia diagnóstica, sino también una actitud ética y profesional que fomenta una constante vigilancia, un aprendizaje continuo y una sensibilidad hacia las necesidades cambiantes del paciente.
Este enfoque provisional es fundamental en la medicina porque permite que el clínico mantenga un enfoque flexible, adaptable y centrado en el paciente. Reconocer que el diagnóstico es un proceso en constante revisión, y que las hipótesis diagnósticas deben ser ajustadas a medida que la situación clínica evoluciona, es una manera de garantizar que el tratamiento que se brinda sea el más adecuado para cada paciente en cada momento de su enfermedad. Además, esta actitud fomenta la comunicación continua entre el médico y el paciente, ya que el paciente también debe ser parte activa de este proceso dinámico, compartiendo sus experiencias, preocupaciones y cambios en su condición.
La aceptación final de un diagnóstico como correcto, por parte del médico, a menudo se confirma solo cuando la respuesta del paciente a la terapéutica aplicada coincide con las expectativas del clínico. Este enfoque refleja la naturaleza dinámica y evolutiva del proceso diagnóstico, en el cual el médico elabora y ajusta continuamente sus hipótesis a medida que recibe nueva información sobre la evolución del paciente. Es decir, el diagnóstico clínico, por más exhaustivo y detallado que sea, nunca debe considerarse como una conclusión definitiva hasta que se observe una respuesta favorable y predecible al tratamiento instaurado. La respuesta a la terapéutica, en cierto modo, funciona como un «test de validación» para el diagnóstico, ya que en muchos casos la eficacia de los tratamientos puede servir para confirmar, refinar o incluso replantear las hipótesis iniciales del médico.
Sin embargo, es importante destacar que esta validación del diagnóstico a través de la respuesta terapéutica no implica que el proceso clínico sea infalible ni que todas las condiciones de salud sean predecibles con total certeza. De hecho, muchas enfermedades tienen un curso impredecible, y los pacientes pueden reaccionar de manera atípica a los tratamientos, lo que obliga al médico a seguir evaluando y ajustando el enfoque terapéutico a lo largo del tiempo. A pesar de este margen de incertidumbre, la respuesta esperada al tratamiento sigue siendo un indicador fundamental de la precisión diagnóstica, aunque siempre dentro del contexto de la variabilidad individual de los pacientes y de las complejidades de las enfermedades.
Por otro lado, la responsabilidad profesional en la toma de decisiones médicas es un principio fundamental que debe ser asumido por el médico, sin traspasar la incertidumbre al paciente de manera indebida. El clínico es el principal responsable de las decisiones sobre el diagnóstico y el tratamiento, aunque, como se ha mencionado previamente, estas decisiones deben ser informadas, reflexivas y, sobre todo, adaptadas al contexto del paciente. En la práctica médica, no es adecuado que el médico delegue la carga de la incertidumbre en el paciente, haciéndolo responsable de las decisiones sobre su propio tratamiento, especialmente cuando el paciente no posee los conocimientos especializados necesarios para comprender todas las implicancias de dichas decisiones. La incertidumbre es inherente a la medicina, y es tarea del profesional gestionar esa incertidumbre de manera adecuada, asumiendo su rol como guía y decisor en el proceso terapéutico, pero sin imponerle al paciente un nivel de incertidumbre que pueda generar angustia o inseguridad innecesaria.
En este sentido, el médico debe ser consciente de que, aunque el conocimiento y la experiencia clínica le otorgan herramientas para tomar decisiones informadas, siempre existirá un margen de incertidumbre que no puede ser completamente evitado. Este margen debe ser manejado con transparencia y empatía, reconociendo los límites del conocimiento médico y respetando la autonomía del paciente. Aunque el médico debe ser responsable de la elección del tratamiento, esta elección debe ser discutida y consensuada con el paciente. Es fundamental que el médico y el paciente participen de manera conjunta en el proceso de toma de decisiones, considerando las expectativas, valores, deseos y preocupaciones del paciente. La toma de decisiones compartida (también conocida como “shared decision making”) es un modelo que pone énfasis en la colaboración activa entre médico y paciente, asegurando que este último tenga un papel protagónico en las decisiones relacionadas con su salud, pero sin que el clínico abdique de su responsabilidad profesional.
Es relevante entender que, incluso cuando un diagnóstico y tratamiento se han establecido de manera provisional, el médico no debe evitar asumir la responsabilidad de esa decisión. Esta responsabilidad incluye la obligación de seguir observando y evaluando al paciente a lo largo del tratamiento, así como la disposición para ajustar el plan terapéutico si la respuesta del paciente no es la esperada o si surgen nuevos síntomas o signos clínicos que sugieren la necesidad de reevaluar el diagnóstico. La gestión de la incertidumbre, por tanto, no implica eludir la responsabilidad, sino más bien reconocerla y actuar con responsabilidad ética y profesional, tanto en el proceso diagnóstico como en la implementación de las intervenciones terapéuticas.

Fuente y lecturas recomendadas:
- Goldman, L., & Schafer, A. I. (Eds.). (2020). Goldman-Cecil Medicine (26th ed.). Elsevier.
- Loscalzo, J., Fauci, A. S., Kasper, D. L., Hauser, S. L., Longo, D. L., & Jameson, J. L. (Eds.). (2022). Harrison. Principios de medicina interna (21.ª ed.). McGraw-Hill Education.
- Papadakis, M. A., McPhee, S. J., Rabow, M. W., & McQuaid, K. R. (Eds.). (2024). Diagnóstico clínico y tratamiento 2025. McGraw Hill.
- Rozman, C., & Cardellach López, F. (Eds.). (2024). Medicina interna (20.ª ed.). Elsevier España.

