Las medidas preventivas contra la infección por el virus SARS-CoV-2, agente causal de la enfermedad COVID-19, han sido fundamentales para mitigar la propagación del virus y reducir el impacto sanitario y social de la pandemia. Desde su identificación a finales de 2019, se ha establecido que la transmisión del SARS-CoV-2 ocurre principalmente a través de gotas respiratorias, aerosoles y contacto directo con superficies contaminadas. En respuesta a esta dinámica de transmisión, se implementaron diversas intervenciones no farmacológicas, tales como el uso de mascarillas, el distanciamiento físico, la mejora de la ventilación en espacios cerrados, la higiene de manos frecuente y la limitación de aglomeraciones, que han demostrado ser eficaces para disminuir la exposición al virus. Además, el desarrollo y la administración masiva de vacunas constituyen una estrategia clave para inducir inmunidad protectora en la población, reduciendo la incidencia de casos graves, hospitalizaciones y mortalidad. La combinación de estas medidas, adaptadas progresivamente en función del conocimiento científico y la evolución epidemiológica, continúa siendo esencial para controlar la transmisión del SARS-CoV-2 y avanzar hacia la normalización de la vida social y económica.
Medidas de salud personal y pública
A lo largo de la pandemia causada por el virus SARS-CoV-2, las precauciones de salud pública recomendadas o impuestas tanto a nivel poblacional como individual han experimentado variaciones significativas en función de múltiples factores interrelacionados. Entre estos factores destacan la dinámica cambiante del virus, las diferencias en la infraestructura sanitaria, la disponibilidad de recursos médicos y vacunas, el grado de conocimiento científico en cada momento, y las características socioculturales y económicas de cada región o país. Estas medidas han incluido desde cuarentenas estrictas y cierres masivos de actividades económicas y sociales, hasta recomendaciones más flexibles como el uso de mascarillas, el distanciamiento físico y la promoción de la ventilación en espacios cerrados.
Inicialmente, ante un virus desconocido y sin herramientas terapéuticas ni preventivas eficaces, las autoridades sanitarias optaron por medidas de contención severas para reducir la transmisión y evitar el colapso de los sistemas de salud. Con el tiempo, a medida que se desarrollaron y distribuyeron las vacunas, se identificaron tratamientos eficaces y se comprendieron mejor los mecanismos de transmisión y la historia natural de la enfermedad, las recomendaciones fueron ajustándose en función del contexto epidemiológico local y global.
Estas precauciones continúan siendo fundamentales, especialmente en aquellas comunidades donde el SARS-CoV-2 sigue circulando de forma activa, donde hay una baja cobertura de vacunación o donde existen grandes segmentos de la población sin inmunidad previa. En tales contextos, el riesgo de brotes severos y la posibilidad de que surjan nuevas variantes del virus permanece latente. Por tanto, mantener ciertas medidas de prevención es esencial para proteger a las personas más vulnerables, evitar la sobrecarga del sistema de salud y reducir la morbilidad y mortalidad asociadas a la infección.
Es importante subrayar que, aunque la fase aguda de la pandemia ha cedido en muchas regiones, el virus no ha desaparecido. La COVID-19 persiste como una amenaza sanitaria global, y su comportamiento sigue sujeto a la evolución biológica del patógeno y a las respuestas sociales e institucionales. Las medidas de salud pública no solo sirven como una barrera frente a la propagación del virus, sino también como un puente hacia una convivencia más segura con esta enfermedad, mitigando su impacto en la vida cotidiana.
En este sentido, se continúa recomendando que las personas diagnosticadas con COVID-19 permanezcan en casa mientras persistan los síntomas, y que solo retomen sus actividades habituales una vez que hayan transcurrido al menos veinticuatro horas sin síntomas, sin necesidad de recurrir a medicamentos antipiréticos. Esta conducta, basada en criterios clínicos y epidemiológicos, contribuye a reducir el riesgo de transmisión comunitaria, especialmente en entornos donde coexisten personas susceptibles o inmunocomprometidas. Así, las acciones individuales, guiadas por el principio de responsabilidad social, forman parte integral de la estrategia global para controlar la COVID-19 y limitar su capacidad de perturbar profundamente nuestra vida social, económica y sanitaria.
Mascarillas
Las mascarillas, cuando están bien ajustadas y poseen una capacidad adecuada de filtración, representan una barrera física eficaz para reducir la transmisión de virus respiratorios, especialmente cuando son utilizadas por personas infectadas que pueden emitir partículas virales al hablar, toser o simplemente al respirar. Este mecanismo de protección se basa en la capacidad de las mascarillas para atrapar gotas respiratorias y aerosoles que contienen el virus, disminuyendo la cantidad de material viral liberado al ambiente y, por ende, la exposición de otras personas. De esta manera, las mascarillas actúan principalmente como una medida de fuente de control, limitando la dispersión viral desde individuos contagiosos.
En el ámbito del personal de salud, el uso de mascarillas tipo N95, diseñadas para ajustarse al rostro y proporcionar un alto nivel de filtración, es crucial para proteger a quienes están en contacto cercano y prolongado con pacientes infectados. Incluso cuando estas mascarillas tienen la fecha de caducidad vencida, siempre y cuando sus componentes esenciales, como las bandas elásticas, se encuentren intactos y funcionales, mantienen eficiencias de filtración ajustadas superiores al 95 por ciento. Asimismo, mascarillas que han sido sometidas a procedimientos de esterilización controlada han demostrado conservar dicha capacidad filtrante, lo que permite extender su uso en situaciones de escasez, sin comprometer significativamente la protección ofrecida.
Por otro lado, los purificadores de aire portátiles equipados con filtros de alta eficiencia para partículas, conocidos como filtros HEPA, constituyen una herramienta complementaria importante para la reducción de la carga viral en ambientes interiores. Cuando estos dispositivos se utilizan conjuntamente con el uso universal de mascarillas, pueden disminuir la exposición a aerosoles contaminados hasta en un 90 por ciento, al remover partículas virales suspendidas en el aire, lo que es especialmente relevante en espacios cerrados y con poca ventilación.
No obstante, la evidencia a nivel poblacional sobre el impacto del uso generalizado de mascarillas en la reducción de casos confirmados por laboratorio de infecciones respiratorias, como la influenza o el SARS-CoV-2, ha mostrado resultados mixtos o incluso poco o ningún efecto estadísticamente significativo en algunos ensayos clínicos controlados. Este fenómeno se atribuye en parte a la variabilidad en la adherencia al uso adecuado de mascarillas dentro de los estudios, lo que reduce la efectividad observada a nivel comunitario. A nivel individual, sin embargo, es posible que exista un beneficio, especialmente en contextos específicos de alto riesgo.
La aparición de la variante Ómicron del SARS-CoV-2, caracterizada por una transmisibilidad extraordinariamente alta, modificó el escenario de control de la pandemia. Frente a esta variante, las intervenciones no farmacológicas, incluyendo el uso de mascarillas y el rastreo de contactos, demostraron una menor efectividad para contener la propagación del virus, debido a la rapidez con que se diseminó y su capacidad para infectar incluso a personas vacunadas o previamente infectadas.
Por estos motivos, los expertos en salud pública han adoptado una postura más matizada, recomendando que el uso de mascarillas con buen ajuste y alta capacidad de filtración se mantenga como una medida preventiva dirigida especialmente a las personas vulnerables —tales como adultos mayores, personas con enfermedades crónicas o inmunocomprometidas— en ambientes interiores concurridos y durante las temporadas de mayor circulación de virus respiratorios. Sin embargo, no se promueven mandatos generales de uso obligatorio de mascarillas, buscando equilibrar la protección sanitaria con aspectos sociales, económicos y psicológicos.
Intervenciones no farmacológicas
Durante la pandemia de infección por el virus SARS-CoV-2, mantener una distancia mínima de aproximadamente dos metros —equivalente a seis pies— entre personas en espacios públicos y aislar a aquellos individuos que han tenido una exposición significativa o que están infectados han constituido medidas fundamentales para reducir la transmisión viral. Estas intervenciones se fundamentan en el conocimiento científico sobre los mecanismos de transmisión del virus, principalmente a través de gotas respiratorias y aerosoles que se dispersan en el aire cuando una persona infectada habla, tose o estornuda. Al mantener una separación física adecuada, se disminuye la probabilidad de que estas partículas infectantes alcancen a personas susceptibles. De manera particular, la remoción o aislamiento de pacientes infectados de entornos vulnerables, tales como centros de cuidados a largo plazo —como residencias de ancianos— o estructuras de transporte cerradas y con alta densidad de personas, como cruceros, ha sido crucial para prevenir brotes severos y mortales en poblaciones con mayor riesgo de complicaciones.
Antes de la disponibilidad de vacunas efectivas y tratamientos antivirales específicos, la respuesta sanitaria dependió en gran medida de intervenciones no farmacológicas que combinaban el distanciamiento físico con otras estrategias como el uso universal de mascarillas, la mejora y promoción de la ventilación en espacios cerrados, la limitación o evitación de reuniones en interiores, la realización sistemática de pruebas diagnósticas para detectar infecciones activas y el rastreo de contactos para identificar y aislar posibles cadenas de transmisión. Estas medidas, implementadas en conjunto, buscaron mitigar la propagación del virus en ausencia de herramientas médicas específicas.
Sin embargo, la realización de pruebas diagnósticas generalizadas en personas asintomáticas no mostró una reducción adicional significativa en la transmisión viral más allá de la efectividad alcanzada por otras medidas preventivas, particularmente en entornos de atención médica donde ya se aplicaban protocolos estrictos. Debido a esta limitada eficacia y al costo logístico y económico asociado, no se recomienda la realización rutinaria de pruebas previas a admisiones hospitalarias o procedimientos médicos, salvo en contextos específicos de riesgo elevado o brotes localizados.
Con la introducción y progresiva adopción de vacunas contra la COVID-19, principalmente en países con altos recursos económicos, y la aparición de la variante Ómicron, caracterizada por una menor gravedad clínica a pesar de su alta transmisibilidad, las estrategias de control epidemiológico evolucionaron significativamente. La mayoría de los países, con excepción de China, comenzaron a abandonar los confinamientos estrictos como medida principal para frenar la propagación viral. Esta decisión se fundamentó en una evaluación cuidadosa del balance entre los beneficios epidemiológicos y los impactos adversos de los confinamientos en la salud pública general, incluyendo efectos negativos en la salud mental, el acceso a servicios médicos no relacionados con la pandemia, la economía y la cohesión social. De este modo, el manejo de la pandemia transitó hacia un enfoque más sostenible y adaptado a la coexistencia con el virus, priorizando intervenciones menos disruptivas y enfocadas en la protección de los grupos más vulnerables.
Vacunas
Desde las primeras etapas de la pandemia causada por el virus SARS-CoV-2, las vacunas fueron concebidas como una herramienta preventiva crucial para controlar la propagación del patógeno y mitigar el impacto clínico de la enfermedad. Inicialmente, las formulaciones vacunales demostraron una alta eficacia para prevenir tanto la infección como la transmisión viral, especialmente frente a la variante Alfa, que dominó durante los primeros meses del despliegue masivo de la vacunación. Esta capacidad para interrumpir la cadena de contagio fue fundamental para contener los brotes y reducir la carga sobre los sistemas de salud.
No obstante, con la aparición y rápida expansión de variantes posteriores, como la variante Delta, se evidenció un aumento significativo en la incidencia de infecciones en personas previamente vacunadas, conocidas como infecciones de avance o «breakthrough infections». Este fenómeno se atribuye, en primer lugar, a la disminución gradual de los niveles de anticuerpos neutralizantes con el paso del tiempo desde la vacunación inicial, lo que reduce la capacidad inmunitaria para bloquear la infección. En segundo lugar, las nuevas variantes presentaban mutaciones en la proteína de la espícula viral que disminuían la eficacia neutralizante de los anticuerpos generados por las vacunas originales, diseñadas contra la cepa inicial del virus. Por ello, aunque las vacunas continuaron ofreciendo una protección sólida contra las formas graves, hospitalizaciones y muertes, su capacidad para prevenir infecciones sintomáticas o asintomáticas se redujo notablemente.
En cuanto a las políticas de vacunación obligatoria, inicialmente se consideró necesario implementar mandatos en entornos con alta concentración de personas y elevado riesgo de transmisión, tales como ciertos ámbitos laborales, educativos y sociales, con el fin de proteger a poblaciones vulnerables y preservar la funcionalidad de servicios esenciales. Sin embargo, el uso generalizado de mandatos de vacunación a nivel comunitario no se ha considerado una estrategia óptima, dado el riesgo potencial de generar reacciones adversas en la población y las complejidades inherentes a los determinantes sociales, culturales y epidemiológicos que afectan la transmisión viral en las sociedades. Este posicionamiento fue reafirmado por la Organización Mundial de la Salud en mayo de 2022, resaltando la necesidad de un enfoque equilibrado y basado en evidencias para maximizar la aceptación y eficacia de los programas vacunales.
Actualmente, más de trescientas vacunas se encuentran en desarrollo o en diferentes fases de evaluación, lo que refleja el interés global en mejorar la protección contra SARS-CoV-2 y sus variantes emergentes. Dentro de las vacunas disponibles, la vacuna de Pfizer-BioNTech, conocida comercialmente como Comirnaty, ha recibido la aprobación para su uso en pacientes desde los cinco años en adelante y recientemente para niños entre seis meses y cuatro años, ampliando así el rango de protección poblacional. La vacuna de Moderna, por su parte, ha sido autorizada para personas mayores de dieciocho años y también para niños desde los seis meses hasta los diecisiete años. Ambas vacunas basadas en tecnología de ARN mensajero han demostrado en general un perfil de seguridad favorable. Sin embargo, se ha identificado un riesgo incrementado, aunque raro, de miocarditis inducida por la vacuna, particularmente tras la segunda dosis de Moderna en varones jóvenes entre dieciséis y veintinueve años, lo que ha llevado a recomendaciones específicas para este grupo etario.
Se establece que todas las personas a partir de los seis meses de edad, que no presenten contraindicaciones médicas, son candidatas para la vacunación contra la COVID-19, con el objetivo de ampliar la inmunidad colectiva y disminuir la circulación viral. Ante la aparición de nuevas variantes, algunos países adoptaron la administración de dosis de refuerzo específicas para la variante Ómicron, utilizando vacunas de ARN mensajero diseñadas para subvariantes de Ómicron como BA.1, BA.2, BA.4 y BA.5, además de la cepa original, denominadas refuerzos bivalentes. No obstante, la evolución viral continuó, y la vacuna de refuerzo más reciente disponible es monovalente, dirigida contra la variante XBB.1.5, producida por fabricantes como Moderna, Pfizer y Novavax. Cabe destacar que esta variante dejó de circular ampliamente a partir de marzo de 2024, siendo reemplazada por la variante JN.1, lo que refleja la necesidad constante de actualización en la formulación y estrategia de vacunación.
En respuesta a la persistencia del riesgo de enfermedad grave y mortalidad, la Organización Mundial de la Salud y la mayoría de los países continúan recomendando la administración periódica de dosis de refuerzo, especialmente en grupos con mayor vulnerabilidad, como las personas de mayor edad y aquellos con condiciones de inmunosupresión. Esta estrategia busca mantener una protección sostenida y minimizar el impacto clínico adverso de la COVID-19 en estas poblaciones, asegurando un manejo más efectivo y adaptado a la dinámica epidemiológica cambiante del virus.
Reacciones y complicaciones asociadas a las vacunas
Los efectos secundarios más comúnmente reportados tras la administración de vacunas basadas en tecnología de ARN mensajero incluyen una serie de manifestaciones clínicas leves y transitorias, entre las que destacan náuseas, fiebre leve, dolor localizado en el sitio de la inyección, cefalea y fatiga. En particular, con la vacuna de Moderna, se ha documentado que el dolor en el sitio de la inyección suele corresponder a una reacción local de hipersensibilidad tardía, la cual no representa una contraindicación para la administración de futuras dosis. En términos de prevalencia, la fatiga y el dolor de cabeza se presentan en hasta un 9.7 por ciento de los vacunados con Moderna, mientras que en el caso de la vacuna de Pfizer-BioNTech estas manifestaciones ocurren en aproximadamente un 3.8 por ciento.
De manera similar, las vacunas vectorizadas por adenovirus, tales como las desarrolladas por AstraZeneca y Johnson & Johnson, también generan reacciones locales en el sitio de la inyección, así como síntomas sistémicos como fatiga, cefalea, fiebre y mialgias, los cuales son esperables y se consideran indicativos de la activación inmunológica postvacunal. Un aspecto relevante en la administración de estas vacunas es que no utilizan huevos en su proceso de producción, lo que elimina la contraindicación en personas con alergia al huevo, una limitación presente en algunas vacunas tradicionales como las antigripales.
Es importante destacar que las reacciones adversas sistémicas que ocurren tras la segunda dosis de vacunas de ARN mensajero, tales como fiebre y fatiga, se correlacionan con la inmunogenicidad inducida, reflejando un adecuado estímulo del sistema inmunológico para generar una respuesta protectora. Por otro lado, las reacciones locales no muestran esta correlación, dado que responden a mecanismos inflamatorios de carácter más superficial y no necesariamente al nivel de respuesta inmunitaria sistémica.
En cuanto a las vacunas vectorizadas por adenovirus, aunque generalmente seguras, se han identificado efectos secundarios raros pero graves, que incluyen eventos trombóticos y hemorrágicos, así como trombocitopenia. En particular, se ha observado que la primera dosis de la vacuna de AstraZeneca se asocia con un aumento aproximado del treinta por ciento en el riesgo de trombocitopenia en comparación con la vacuna de Pfizer-BioNTech. Además, existe una tendencia hacia un mayor riesgo de trombosis venosa asociada a un síndrome de trombocitopenia inducida por la vacuna Janssen/Johnson & Johnson. Estos eventos adversos, aunque poco frecuentes, han generado recomendaciones específicas para la vigilancia clínica postvacunación y la evaluación cuidadosa de factores de riesgo individuales antes de la administración de estas vacunas.
Una teoría propuesta para explicar los eventos trombóticos asociados a las vacunas vectorizadas por adenovirus postula que estas vacunas podrían inducir fenómenos autoinmunes dirigidos contra activadores plaquetarios, en particular el factor plaquetario 4 (PF4). Este proceso inmunológico anómalo podría generar una susceptibilidad inusual en los receptores de estas vacunas para desarrollar enfermedades trombóticas. El síndrome clínico característico de esta condición se denomina trombocitopenia trombótica inmune inducida por vacuna, conocida por sus siglas en inglés como VITT (Vaccine-Induced Immune Thrombotic Thrombocytopenia). La VITT se caracteriza por la combinación de trombocitopenia (disminución significativa de las plaquetas en sangre) y eventos trombóticos atípicos, especialmente en venas cerebrales y otras localizaciones poco comunes para trombosis.
Aunque inicialmente se describió en relación con las vacunas vectorizadas por adenovirus, casos similares han sido reportados tras la administración de la segunda dosis de la vacuna de ARN mensajero de Moderna, lo que sugiere que esta entidad clínica es heterogénea y no exclusiva a una plataforma vacunal. Las respuestas inmunológicas que activan la plaqueta mediante anticuerpos presentes en el suero varían entre los pacientes, reflejando diferentes grados de activación plaquetaria y severidad clínica. La VITT típicamente se desarrolla entre cinco y treinta días después de la vacunación, período durante el cual se deben mantener niveles altos de vigilancia clínica.
Una característica casi universal en los casos de VITT es la presencia de anticuerpos dirigidos contra el factor plaquetario 4, un complejo proteico que normalmente participa en la coagulación sanguínea. Estos anticuerpos son detectables en ausencia de exposición previa a heparina, diferenciando la VITT del síndrome de trombocitopenia inducida por heparina (HIT, por sus siglas en inglés). Esta diferencia es crucial para el manejo clínico, dado que el tratamiento estándar con heparina está contraindicado en VITT. La terapia recomendada consiste en la administración de inmunoglobulina intravenosa para bloquear la activación de las plaquetas mediada por anticuerpos y en la anticoagulación con agentes no relacionados con la heparina, con el fin de controlar la trombosis y prevenir complicaciones severas.
Por otro lado, una complicación rara pero documentada de las vacunas de ARN mensajero es la miocarditis, que se presenta de forma desproporcionada en adultos jóvenes, particularmente varones entre doce y treinta y nueve años. La miocarditis postvacunal suele manifestarse durante la primera semana posterior a la vacunación, con una mayor incidencia después de la segunda dosis. Aunque es un evento poco frecuente, las tasas son relativamente más altas en este grupo demográfico, lo que ha llevado a un monitoreo epidemiológico riguroso y a la evaluación del riesgo-beneficio en la estrategia vacunal. La miocarditis generalmente se presenta con inflamación del músculo cardíaco, causando síntomas como dolor torácico, dificultad respiratoria y alteraciones del ritmo cardíaco, pero en la mayoría de los casos tiene un curso clínico favorable con recuperación completa tras el tratamiento adecuado.
Las tasas de anafilaxia o de reacciones anafilactoides tras la inmunización contra la COVID-19 se han registrado como muy bajas en la literatura científica y en los sistemas de vigilancia epidemiológica global. Aunque estas tasas son relativamente más elevadas que las observadas con otras vacunas de uso común, esta diferencia no debe interpretarse como un incremento en el riesgo inherente, sino más bien como una consecuencia directa del escrutinio más riguroso y la vigilancia intensificada que se ha ejercido durante la campaña de vacunación contra el SARS-CoV-2. Este mayor nivel de monitoreo ha permitido una detección precoz y una mejor caracterización de eventos adversos, contribuyendo a una gestión clínica más adecuada y a una comunicación transparente hacia la población.
Los datos epidemiológicos robustos demuestran que las tasas de mortalidad por causas no relacionadas con la COVID-19 son inferiores entre las personas vacunadas en comparación con aquellas no vacunadas, aun ajustando por variables sociodemográficas y clínicas tales como sexo, edad, raza, etnia y localización geográfica. Este hallazgo confirma el perfil favorable de seguridad de las vacunas contra la COVID-19 y refuerza la evidencia de que la inmunización no solo protege contra la enfermedad, sino que también se asocia con beneficios indirectos en términos de supervivencia global.
Sin embargo, un estudio realizado en el Reino Unido identificó un subgrupo específico de pacientes con un riesgo aumentado de muerte relacionada con la vacunación. Entre las condiciones que duplicaban o más el riesgo de mortalidad se encontraron el síndrome de Down, que presentó un incremento de 12.7 veces en el riesgo, seguido por trasplantes renales, anemia falciforme, residencia en hogares de ancianos, tratamientos con quimioterapia, infección por VIH/SIDA, cirrosis hepática, enfermedades neurológicas degenerativas, trasplante reciente de órganos sólidos o de médula ósea, demencia y enfermedad de Parkinson. Estos hallazgos resaltan la importancia de una evaluación individualizada del riesgo-beneficio en poblaciones vulnerables y de un seguimiento clínico estrecho tras la vacunación.
En términos neurológicos, el perfil de seguridad de las vacunas contra la COVID-19 es, en general, altamente favorable. No obstante, se han reportado casos aislados de enfermedades autoinmunes, incluyendo lupus eritematoso sistémico y otras enfermedades reumáticas, así como formas autoinmunes de glomerulonefritis, hepatitis autoinmune y enfermedades ampollosas tras la inmunización. Aunque estos casos son poco frecuentes, su aparición subraya la necesidad de vigilancia postvacunal continua y de investigación adicional para comprender mejor los mecanismos inmunopatológicos involucrados.
En pacientes con cáncer se ha observado que la respuesta inmunitaria a las vacunas contra la COVID-19 es generalmente reducida, evidenciándose una eficacia disminuida en comparación con pacientes sin neoplasias. Esta disminución puede atribuirse tanto a la inmunosupresión inherente a la enfermedad oncológica como a los tratamientos antineoplásicos, que afectan la capacidad del sistema inmune para generar una respuesta protectora adecuada. Por lo tanto, estos pacientes constituyen un grupo prioritario para estrategias complementarias de protección, como dosis de refuerzo adicionales o medidas de prevención no farmacológicas reforzadas.
Vacunación en pacientes embarazadas y lactantes
Los datos acumulados en los registros de vacunación a nivel global han demostrado consistentemente que las vacunas basadas en tecnología de ARN mensajero son seguras para su administración en mujeres embarazadas. Este hallazgo es de suma relevancia debido a que la gestación implica una serie de cambios inmunológicos, fisiológicos y metabólicos que pueden aumentar la vulnerabilidad de la paciente a infecciones respiratorias graves, incluida la causada por el virus SARS-CoV-2. Además, las complicaciones derivadas de la infección por este virus durante el embarazo pueden afectar tanto a la madre como al feto, incrementando el riesgo de hospitalización, parto prematuro y otras complicaciones obstétricas. Por estas razones, se recomienda priorizar la vacunación con vacunas de ARN mensajero en mujeres embarazadas o en aquellas que tienen la intención de concebir, con el objetivo de conferir protección inmunológica efectiva y segura durante este período crítico.
Desde un punto de vista inmunológico, las vacunas de ARN mensajero inducen la producción de anticuerpos específicos contra la proteína espicular del SARS-CoV-2, que son esenciales para neutralizar el virus y prevenir la infección o la progresión a formas graves de la enfermedad. En pacientes vacunadas durante el período de lactancia, se ha observado que estos anticuerpos aparecen en la leche materna aproximadamente dos semanas después de la administración de la vacuna. Esta transferencia de anticuerpos a través de la leche materna constituye un mecanismo importante de protección pasiva para el recién nacido, quien todavía no posee un sistema inmunitario plenamente desarrollado ni acceso directo a la vacunación. La persistencia de estos anticuerpos en la leche materna durante aproximadamente siete semanas sugiere un período prolongado de defensa inmunitaria que podría ayudar a reducir la susceptibilidad del lactante a la infección por SARS-CoV-2 durante los primeros meses de vida.
Es importante destacar que, aunque los anticuerpos están presentes en la leche materna, el ARN mensajero que conforma la vacuna no se detecta en ella, lo que refuerza la seguridad del proceso de lactancia tras la vacunación. Esto implica que la madre puede continuar amamantando sin riesgo de transmitir componentes activos de la vacuna al bebé, eliminando así cualquier preocupación sobre posibles efectos adversos directos derivados del material genético vacunal.

Fuente y lecturas recomendadas:
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