El esqueleto humano constituye un complejo sistema osteomuscular que se encuentra conformado por un conjunto de huesos interconectados entre sí, los cuales, en el adulto, suman aproximadamente doscientos seis unidades óseas. Este armazón esquelético no solo proporciona soporte estructural al organismo, sino que también cumple funciones protectoras y permite la movilidad mediante su interacción con los músculos, ligamentos y articulaciones.
Desde una perspectiva ontogenética, el esqueleto humano se desarrolla inicialmente como un esqueleto osteocartilaginoso durante la vida fetal. Este modelo primario, constituido por cartílago y tejido óseo en formación, es gradualmente reemplazado por hueso maduro a través de un proceso de osificación de sustitución. Sin embargo, ciertos elementos cartilaginosos persisten a lo largo de la vida, especialmente en áreas sometidas a fricción o que requieren flexibilidad, como los cartílagos articulares, los cartílagos costales y el tabique nasal.
Los huesos, caracterizados por su dureza y resistencia mecánica, actúan como soporte para la inserción de los músculos que los rodean, permitiendo la transmisión de fuerzas necesarias para el movimiento. Asimismo, algunos huesos cumplen funciones protectoras, formando cavidades que resguardan órganos vitales y estructuras sensibles, como ocurre en el cráneo, que protege el encéfalo, y en las órbitas, que albergan los ojos. Otros huesos participan directamente en la función articular mediante la formación de articulaciones móviles, donde se integran cápsulas, ligamentos y músculos que facilitan la movilidad coordinada.
La columna vertebral, situada en el eje longitudinal del cuerpo, constituye el eje central del esqueleto axial y desempeña un papel crucial en la sustentación del tronco. Este eje vertebral, junto con el cráneo, forma el conjunto craneovertebral, cuyo interior aloja la cavidad que protege al sistema nervioso central y permite el paso de las raíces nerviosas espinales junto con sus estructuras envolventes. A ambos lados de la columna se disponen de manera simétrica las costillas, doce a cada lado, que se articulan anteriormente con el esternón mediante los cartílagos costales, excepto las dos últimas que no se articulan y se conocen como costillas flotantes. La combinación de columna vertebral, costillas, cartílagos y esternón forma la caja torácica, estructura protectora y expansible que resguarda órganos vitales como el corazón y los pulmones.
El esqueleto apendicular se conecta al esqueleto axial mediante las cinturas óseas. La cintura pectoral, formada por la escápula y la clavícula, une los miembros superiores al tronco y facilita una gran amplitud de movimiento. Por su parte, la cintura pélvica, compuesta por los huesos coxales, se sitúa en el extremo inferior de la columna vertebral y permite la conexión de los miembros inferiores, delimitando además, junto con el sacro y el cóccix, la cavidad pélvica, espacio anatómico de gran importancia funcional y protectora.
Cada miembro, superior e inferior, está organizado en tres segmentos óseos. El miembro superior incluye el brazo, con el húmero; el antebrazo, con el radio y la ulna; y la mano, conformada por los huesos del carpo, metacarpo y falanges. El miembro inferior comprende el muslo, con el fémur; la pierna, con la tibia y la fibula; y el pie, constituido por el tarso, metatarso y falanges. Esta disposición segmentaria permite un amplio rango de movimientos y una adaptación funcional al desplazamiento, la manipulación de objetos y el equilibrio corporal.
Se debe destacar la presencia del hueso hioides, localizado en el cuello, el cual es único en el cuerpo humano por no establecer contacto directo con otros huesos. Este hueso pertenece al viscerocráneo y desempeña un papel esencial en la fonación, la deglución y como punto de inserción de músculos del cuello y la lengua.
Forma de los huesos del esqueleto humano
Los huesos del cuerpo humano, aunque comparten características generales de dureza y capacidad de soporte, presentan una diversidad morfológica que responde a su función y ubicación. Esta diversidad se clasifica principalmente en tres grandes formas: huesos largos, cortos y planos, a las que se suman categorías especiales como los huesos neumáticos y sesamoideos.
Los huesos largos se caracterizan por predominar en longitud sobre grosor y ancho. Su estructura típica incluye un cuerpo central denominado diáfisis y extremidades denominadas epífisis, las cuales se articulan con otros huesos o proporcionan puntos de inserción muscular. La zona de transición entre la diáfisis y la epífisis recibe el nombre de metáfisis. Esta disposición permite que los huesos largos actúen como palancas durante el movimiento, favoreciendo la locomoción y la manipulación de objetos. Los huesos de los segmentos proximales de los miembros superiores e inferiores, como el húmero, el radio, la ulna, el fémur y la tibia, son ejemplos clásicos de esta categoría.
Los huesos cortos presentan un volumen limitado y dimensiones aproximadamente equivalentes en sus tres ejes, adoptando con frecuencia una forma cuboidea o irregular. Esta configuración confiere estabilidad y resistencia a fuerzas multidireccionales, como ocurre en los huesos del carpo y del tarso, que soportan presión y torsión durante la marcha, la carrera o la manipulación fina de objetos.
Los huesos planos destacan por su reducido grosor y su mayor extensión en longitud y ancho. Su función es doble: por un lado, constituyen las paredes de cavidades que protegen órganos vitales, como la cavidad craneal, las órbitas, la cavidad nasal y la cavidad pélvica; por otro, ofrecen amplias superficies para la inserción de músculos, como sucede en la escápula, el hueso coxal y el hueso occipital.
Existen también huesos especializados. Los huesos neumáticos, presentes en el cráneo y la cara, contienen cavidades llenas de aire que contribuyen a reducir el peso del hueso y a resonar la voz. Cuando estas cavidades son pequeñas se denominan celdas, como las etmoidales y mastoideas; cuando se amplían, se llaman senos, como los senos maxilar, frontal y esfenoidal. Por su parte, los huesos sesamoideos son pequeños y, en ocasiones, inconstantes; se desarrollan dentro de tendones para modificar la dirección de fuerzas y proteger el tejido tendinoso. Un ejemplo típico es la rótula, situada en la articulación de la rodilla, y otros huesos sesamoideos pueden encontrarse en el pulgar, el hallux y el tendón del músculo fibular largo.
La superficie de los huesos no es uniforme, sino que presenta irregularidades que cumplen funciones estructurales y funcionales. Las eminencias y salientes se dividen en articulares y extraarticulares. Las primeras son regulares y lisas, como la cabeza del húmero o los cóndilos del fémur, y permiten movimientos articulatorios precisos. Las segundas, irregulares y rugosas, como las apófisis, protuberancias, tuberosidades, crestas o líneas, sirven principalmente como puntos de inserción muscular y ligamentosa, y su desarrollo depende de la potencia del músculo asociado.
Además, los huesos presentan cavidades de diversas funciones. Las cavidades articulares son depresiones en forma de copa o elipse que reciben salientes de otros huesos, como el acetábulo o la cavidad glenoidea. Las cavidades no articulares cumplen funciones variadas: algunas son de inserción muscular, otras de recepción para tendones, arterias, venas o nervios, y pueden presentarse como surcos, conductos o incisuras. Las fosas craneales, como la cerebral, cerebelosa e hipofisaria, alojan estructuras neurales, mientras que las cavidades de ampliación, incluyendo senos intraóseos y células mastoideas, cumplen funciones de reducción de peso óseo, resonancia y protección de órganos cercanos.
Todos los huesos presentan forámenes nutricios, pequeñas perforaciones por las cuales penetran vasos sanguíneos que garantizan la nutrición del hueso. Asimismo, existen forámenes o conductos de transmisión que permiten el paso de estructuras mayores, como nervios, vasos sanguíneos o incluso órganos; el ejemplo más destacado es el foramen magno del cráneo, que da paso al tronco encefálico y a las arterias vertebrales.
Estructura de los huesos
Cuando se analiza la estructura interna de un hueso adulto, se pueden distinguir claramente dos componentes fundamentales que determinan su resistencia, función y organización: el hueso compacto y el hueso esponjoso, también denominado trabecular. Cada uno de estos tejidos posee características estructurales y funcionales particulares que permiten al hueso cumplir con sus exigencias mecánicas y metabólicas.
El hueso compacto constituye la capa externa y continua que rodea al hueso, formando un estuche sólido que protege y confiere resistencia a las fuerzas externas. Su densidad y uniformidad hacen que sea el principal responsable del soporte mecánico del esqueleto y del mantenimiento de la forma del hueso. Además, el hueso compacto actúa como un marco rígido que contiene y protege al hueso esponjoso interno, evitando deformaciones ante cargas de compresión o tracción.
Por su parte, el hueso esponjoso se encuentra en el interior del hueso y se caracteriza por estar constituido por finas láminas o trabéculas óseas que se entrelazan formando una red tridimensional. Entre estas trabéculas se generan espacios intercomunicantes que alojan la médula ósea, tejido esencial para la producción de células sanguíneas. La disposición específica de las trabéculas sigue líneas de tensión y compresión, de manera que el hueso esponjoso puede soportar cargas significativas utilizando una cantidad mínima de material, optimizando así la relación entre resistencia y ligereza.
En los huesos largos, como el fémur o el húmero, esta organización se evidencia de forma particular: la diáfisis está compuesta principalmente por hueso compacto que rodea la cavidad medular, mientras que las epífisis presentan hueso esponjoso recubierto por una fina capa de hueso compacto. Esta disposición permite que la diáfisis resista la flexión y la torsión durante la locomoción, mientras que las epífisis, más esponjosas, absorben impactos y facilitan la articulación con otros huesos.
En los huesos planos, como los del cráneo y la escápula, el hueso esponjoso se sitúa entre dos láminas de hueso compacto. Esta estructura en “sándwich” proporciona una gran resistencia frente a presiones externas, al tiempo que reduce el peso del hueso. En la bóveda craneal, el hueso esponjoso recibe el nombre de diploe, mientras que las capas externas se denominan tabla interna y tabla externa, constituyendo una protección eficiente para el cerebro.
Los huesos cortos, presentes en el carpo y el tarso, presentan un núcleo de hueso esponjoso rodeado por una capa de hueso compacto, de manera similar a las epífisis de los huesos largos, optimizando la resistencia a fuerzas multidireccionales con un mínimo de masa ósea.
Dentro de todas estas estructuras, la médula ósea ocupa los espacios de hueso esponjoso y la cavidad medular de los huesos largos. La médula ósea es un tejido altamente especializado que participa activamente en la hematopoyesis, es decir, en la formación y renovación de glóbulos rojos, glóbulos blancos y plaquetas. Por su importancia funcional y autonomía, la médula ósea puede considerarse un órgano en sí misma.
Rodeando toda la superficie ósea, excepto en las zonas recubiertas por cartílago articular o donde se insertan tendones y ligamentos, se encuentra el periostio, una membrana fibroelástica que aporta nutrición, sensibilidad y capacidad de regeneración al hueso. Este tejido es fundamental durante la reparación ósea y en el crecimiento de los huesos jóvenes, ya que contiene células osteogénicas que contribuyen a la formación de nuevo tejido óseo.
En los huesos largos de los individuos jóvenes, los cartílagos epifisarios permiten el crecimiento longitudinal del hueso. Estos cartílagos actúan como zonas de expansión y remodelación, donde las células se dividen y se transforman en tejido óseo, asegurando el alargamiento progresivo del hueso hasta la madurez esquelética.
Irrigación e inervación de los huesos del esqueleto humano
El hueso, lejos de ser una estructura pasiva, constituye un tejido altamente vascularizado e inervado, cuyas funciones dependen en gran medida de un complejo entramado de canales y forámenes que permiten la entrada y salida de vasos sanguíneos y nervios. La superficie ósea presenta numerosos forámenes nutricios, que se profundizan formando canales que facilitan el tránsito de arterias, venas y fibras nerviosas hacia el interior del hueso. Estos forámenes se clasifican según su tamaño y ubicación: los de primer orden se hallan en la diáfisis de los huesos largos y en las superficies de los huesos planos, permitiendo el paso de las arterias principales que se distribuyen hasta el conducto medular. Los de segundo orden se localizan en epífisis, metáfisis, bordes de ángulos de los huesos planos y superficies no articulares de los huesos cortos. Por último, los de tercer orden, diminutos, se encuentran ampliamente distribuidos en todas las superficies no articulares, llegando a ser tan numerosos que pueden contarse hasta cincuenta por milímetro cuadrado, evidenciando la alta densidad vascular del hueso.
En los huesos largos, la irrigación arterial puede organizarse en tres sistemas principales: diafisario, perióstico y epifisometafisario. El sistema diafisario depende de la arteria nutricia principal, que penetra por el foramen nutricio de mayor calibre. Su trayecto difiere según el miembro: en el superior se dirige hacia el codo, mientras que en el inferior se aleja de la rodilla. Esta arteria distribuye sangre tanto al tejido óseo compacto como a la médula ósea, transitando a través de los conductos y laminillas del hueso compacto.
El sistema perióstico se desarrolla a partir de las arterias que irrigan los tejidos circundantes, como músculos y ligamentos, generando una red vascular densa que nutre la capa externa del hueso. Finalmente, el sistema epifisometafisario se origina de las arterias articulares y musculotendinosas vecinas, proporcionando irrigación a epífisis y metáfisis. Las arterias de la médula ósea, derivadas de la arteria nutricia diafisaria, se ramifican en sinusoides que se conectan con los senos venosos centrales, facilitando el intercambio sanguíneo dentro del hueso. Los tres sistemas arteriales se interconectan mediante anastomosis, garantizando un suministro continuo incluso ante la obstrucción parcial de alguna vía.
En los huesos planos, la vascularización se logra a través de arterias periósticas, que forman una red sobre la superficie ósea y penetran por forámenes de segundo y tercer orden, y de arterias orificiales, que ingresan por orificios más grandes y siguen trayectorias oblicuas en el interior del hueso. Los huesos cortos, por su parte, reciben irrigación tanto de arterias periósticas como de arterias orificiales extraarticulares, generalmente derivadas de los vasos musculotendinosos y ligamentosos vecinos.
El retorno venoso del hueso sigue un patrón complementario: las venas acompañan a la arteria nutricia, emergiendo de la médula y ordenándose progresivamente hacia el periostio. La circulación venosa se inicia en un seno central o en un sistema ramificado y ensanchado, estableciendo colectores avalvulados que aseguran un drenaje eficiente.
La inervación ósea se distribuye siguiendo un patrón similar al vascular: los nervios penetran acompañando a los vasos, especialmente a la arteria nutricia principal, constituyendo fibras sensitivas responsables del dolor óseo. En el periostio, estas fibras forman un plexo denso que se ramifica hasta los glomérulos terminales, mientras que algunas fibras corticales ingresan de manera independiente. Dentro de la médula ósea, las fibras nerviosas autónomas se disponen alrededor de los vasos, constituyendo plexos perivasculares que regulan la contractilidad de las capas musculares lisas de los vasos sanguíneos.

Fuente y lecturas recomendadas:
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- Latarjet, M., Ruiz Liard, A., & Pró, E. (2019). Anatomía humana (5.ª ed., Vols. 1–2). Médica Panamericana.
ISBN: 9789500695923 - Dalley II, A. F., & Agur, A. M. R. (2022). Moore: Anatomía con orientación clínica (9.ª ed.). Wolters Kluwer (Lippincott Williams & Wilkins).
ISBN: 9781975154120 - Standring, S. (Ed.). (2020). Gray’s anatomy: The anatomical basis of clinical practice (42.ª ed.). Elsevier.
ISBN: 9780702077050 - Netter, F. H. (2023). Atlas de anatomía humana (8.ª ed.). Elsevier.
ISBN: 9780323793745
- Latarjet, M., Ruiz Liard, A., & Pró, E. (2019). Anatomía humana (5.ª ed., Vols. 1–2). Médica Panamericana.
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