Las convulsiones son episodios patológicos caracterizados por una actividad eléctrica anormal en el cerebro, que pueden desencadenarse por una amplia variedad de factores, entre los que se incluyen intoxicaciones por sustancias tóxicas o medicamentos. Muchas sustancias, tanto psicoactivas como farmacológicas, tienen el potencial de inducir convulsiones debido a su efecto en la actividad neuronal o en la homeostasis del sistema nervioso central.
Entre las drogas que pueden provocar convulsiones se encuentran las anfetaminas, que son estimulantes del sistema nervioso central. Estas sustancias, al aumentar la liberación de neurotransmisores como la dopamina, la norepinefrina y la serotonina, pueden alterar el equilibrio neuronal, predisponiendo a la actividad convulsiva. Asimismo, ciertos antidepresivos, especialmente los antidepresivos tricíclicos (como la amitriptilina), el bupropion y la venlafaxina, pueden causar convulsiones debido a su impacto en la recaptación de neurotransmisores, alterando la excitabilidad neuronal.
Los antihistamínicos, en particular la difenhidramina, tienen propiedades sedantes y anticolinérgicas, y en dosis altas pueden interferir con los mecanismos de regulación de la excitabilidad neuronal, desencadenando convulsiones. Los antipsicóticos, que actúan sobre los receptores dopaminérgicos y serotoninérgicos en el cerebro, también pueden inducir convulsiones en algunos individuos, especialmente en presencia de factores predisponentes.
El cáñamo, los cannabinoides sintéticos y las catinonas (sustancias relacionadas con la metanfetamina) son compuestos que, al interactuar con los receptores del sistema nervioso central, pueden provocar alteraciones en la actividad eléctrica cerebral, lo que puede resultar en convulsiones. De igual manera, el consumo de cocaína y la sobredosis de isoniazida (un antibiótico utilizado en el tratamiento de la tuberculosis) son factores que aumentan el riesgo de convulsiones debido a sus efectos sobre la neurotransmisión y el metabolismo.
Algunas sustancias químicas ambientales, como los insecticidas clorados y las piperazinas, también pueden ser responsables de la aparición de convulsiones. Estos compuestos tienen la capacidad de alterar la función de las neuronas, ya sea interfiriendo con la transmisión sináptica o alterando la concentración de iones esenciales para la actividad eléctrica cerebral.
Otras drogas, como el tramadol (un analgésico opioide), la teofilina (un fármaco utilizado en el tratamiento de enfermedades respiratorias) y diversos anticonvulsivos, pueden inducir convulsiones en determinadas condiciones de toxicidad o sobredosis, ya que alteran la excitabilidad neuronal o los niveles de neurotransmisores.
Además de las intoxicaciones por sustancias, existen condiciones fisiológicas y patológicas que también pueden desencadenar convulsiones. Por ejemplo, la hipoxia (falta de oxígeno en los tejidos cerebrales), la hipoglucemia (bajos niveles de glucosa en la sangre), la hipocalcemia (deficiencia de calcio en la sangre) y la hiponatremia (niveles bajos de sodio en la sangre) son trastornos metabólicos que pueden alterar el funcionamiento normal del cerebro, predisponiendo a la aparición de convulsiones.
El retiro abrupto de sustancias como el alcohol o los sedantes hipnóticos, que tienen efectos depresores sobre el sistema nervioso central, también puede ser un factor desencadenante de convulsiones. Estas convulsiones son una manifestación del proceso de adaptación del cerebro a la ausencia repentina de estas sustancias.
Asimismo, los traumatismos craneales, las infecciones del sistema nervioso central y la epilepsia idiopática (que es una condición en la que las convulsiones ocurren sin una causa subyacente identificable) son causas bien reconocidas de las convulsiones. En estos casos, las alteraciones en la función cerebral pueden predisponer al cerebro a la actividad convulsiva.
Cuando las convulsiones son prolongadas o se repiten con frecuencia, pueden generar complicaciones graves. La hipoxia cerebral resultante de convulsiones prolongadas puede causar daño neuronal irreversible. Además, la actividad convulsiva sostenida puede generar acidosis metabólica, una condición en la que el pH sanguíneo desciende debido a la acumulación de ácidos, lo que altera el equilibrio bioquímico del cuerpo. La hipertermia, o aumento excesivo de la temperatura corporal, es otra complicación que puede surgir como resultado de la actividad convulsiva intensa, lo que a su vez puede conducir a la desnaturalización de proteínas y daños en los órganos. Finalmente, la rabdomiólisis, una condición caracterizada por la descomposición del tejido muscular esquelético y la liberación de sus componentes en la sangre, también puede ocurrir debido al daño muscular causado por las contracciones musculares repetitivas durante las convulsiones.
Tratamiento
En el manejo de las convulsiones, especialmente en situaciones agudas o de emergencia, el tratamiento farmacológico se orienta principalmente a la estabilización inmediata del paciente y la prevención de la progresión de la crisis. El enfoque terapéutico inicial se basa en el uso de fármacos que actúan rápidamente sobre la actividad neuronal para suprimir la descarga eléctrica anormal del cerebro. Los medicamentos de elección en estos casos son benzodiacepinas, como el lorazepam, el diazepam y el midazolam, que poseen propiedades ansiolíticas, sedantes y anticonvulsivas.
El lorazepam, administrado en una dosis de 2 a 3 miligramos por vía intravenosa, es uno de los fármacos más utilizados debido a su acción rápida y duradera en la supresión de las convulsiones. Su efecto se inicia en cuestión de minutos, lo que lo convierte en una opción ideal para el manejo de emergencias convulsivas. El diazepam, por otro lado, se administra típicamente en una dosis de 5 a 10 miligramos intravenosos y también tiene un inicio de acción rápido, aunque su efecto puede ser de menor duración en comparación con el lorazepam. Si no se dispone de acceso intravenoso inmediato, el midazolam se considera una opción viable. Este fármaco se administra intramuscularmente, en una dosis de 5 a 10 miligramos, y también presenta una rápida acción anticonvulsiva, siendo especialmente útil en situaciones de emergencia cuando el acceso intravenoso es limitado.
En casos donde las convulsiones persisten a pesar de la administración de benzodiacepinas, es necesario recurrir a medicamentos de segunda línea para el manejo más eficaz de la crisis. El fenobarbital, un barbitúrico con propiedades anticonvulsivas, se emplea con frecuencia en estos casos. Se administra en una dosis de 15 a 20 miligramos por kilogramo de peso corporal, de manera intravenosa y de forma lenta, en un período no inferior a 30 minutos. El fenobarbital es preferido sobre otros anticonvulsivos como el fenitoína o el levetiracetam en el tratamiento de convulsiones inducidas por fármacos, debido a su mayor efectividad en este tipo de crisis. Su mecanismo de acción se basa en la potenciación de la actividad del neurotransmisor inhibidor ácido gamma-aminobutírico (GABA), lo que ayuda a reducir la excitabilidad neuronal y suprimir las convulsiones.
En algunas situaciones de convulsiones resistentes a los tratamientos iniciales, el propofol, un agente anestésico intravenoso, ha demostrado ser eficaz. Este fármaco, que se administra por infusión continua, tiene propiedades anticonvulsivas adicionales y es útil en el manejo de crisis convulsivas refractarias, particularmente cuando las convulsiones inducidas por drogas no responden a otras terapias. El propofol actúa en el sistema nervioso central, modulando la actividad de los receptores GABA, lo que genera un efecto sedante y anticonvulsivo.
Es importante señalar que, en algunos casos de convulsiones causadas por ciertos fármacos o toxinas específicas, además del tratamiento estándar con anticonvulsivos, pueden ser necesarias terapias adicionales o la administración de antídotos específicos. Por ejemplo, en intoxicaciones por determinados agentes tóxicos o medicamentos, los antídotos pueden contrarrestar los efectos perjudiciales de la sustancia que está induciendo las convulsiones, mejorando así la respuesta clínica del paciente. La identificación temprana del agente causal es crucial para el manejo adecuado de estos casos.
Isoniazida: La isoniazida, un antibiótico utilizado en el tratamiento de la tuberculosis, es conocida por inducir convulsiones, especialmente en casos de sobredosis. El mecanismo detrás de esta toxicidad involucra la depleción de piridoxina (vitamina B6), esencial para la función adecuada del sistema nervioso. Dado este mecanismo, el tratamiento inmediato consiste en administrar piridoxina para corregir la deficiencia, lo que puede aliviar las convulsiones y prevenir daño neuronal adicional. La administración de piridoxina no solo mitiga la crisis convulsiva, sino que también previene el riesgo de neuropatías a largo plazo.
Litio: El litio, un fármaco utilizado principalmente en el tratamiento del trastorno bipolar, puede causar convulsiones en niveles plasmáticos tóxicos. En estos casos, las convulsiones son indicativas de una intoxicación grave, y la medida terapéutica esencial es la hemodiálisis. Este procedimiento permite eliminar rápidamente el litio del torrente sanguíneo, reduciendo de manera significativa el riesgo de complicaciones neurológicas y estabilizando al paciente. La hemodiálisis se convierte en una intervención crucial cuando los niveles de litio son muy elevados o cuando hay insuficiencia renal asociada.
Metilenodioximetanfetamina (MDMA; «Éxtasis»): Las convulsiones inducidas por MDMA son complejas, ya que no solo son consecuencia de la toxicidad directa del fármaco, sino que también pueden estar asociadas con otros trastornos metabólicos, como la hiponatremia (niveles bajos de sodio en la sangre) o la hipertermia (aumento excesivo de la temperatura corporal). Estos trastornos metabólicos son comunes en el uso de MDMA debido a su efecto sobre la liberación de serotonina, lo que puede alterar el equilibrio de líquidos y la regulación térmica del cuerpo. El manejo de estas convulsiones implica, por lo tanto, la corrección de estos desequilibrios metabólicos, además de la administración de anticonvulsivos.
Organofosforados: Los organofosforados, utilizados como pesticidas, son potentes inhibidores de la acetilcolinesterasa, una enzima que regula la transmisión de señales en el sistema nervioso. Al inhibir esta enzima, los organofosforados causan una acumulación de acetilcolina, lo que lleva a una sobreestimulación de los receptores colinérgicos y, finalmente, a convulsiones. Además de los anticonvulsivos estándar, el tratamiento de la intoxicación por organofosforados requiere la administración de pralidoxima (2-PAM) y atropina. La pralidoxima reactivará la acetilcolinesterasa y reducirá la toxicidad, mientras que la atropina bloqueará los efectos de la acetilcolina, ayudando a restablecer el equilibrio en la actividad sináptica.
Estricnina: La estricnina, un veneno potente utilizado en pesticidas y como agente de control de roedores, no causa convulsiones en el sentido clásico, sino que provoca espasmos musculares intensos mediados por la médula espinal. Estos espasmos son un resultado de la inhibición de los receptores glicina, lo que impide la acción inhibitoria sobre la contracción muscular. El tratamiento de la intoxicación por estricnina generalmente requiere la parálisis neuromuscular con bloqueadores musculares y, en muchos casos, ventilación mecánica para asegurar la respiración. Este enfoque es esencial para controlar los espasmos musculares y prevenir complicaciones respiratorias y musculares graves.
Teofilina: La teofilina, un medicamento utilizado para tratar afecciones respiratorias como el asma, puede inducir convulsiones en casos de sobredosis. La teofilina tiene efectos estimulantes sobre el sistema nervioso central, y las convulsiones son una manifestación de su toxicidad. En estos casos, al igual que con el litio, las convulsiones indican una intoxicación severa que requiere de hemodiálisis para eliminar el fármaco del organismo y reducir el riesgo de daño cerebral permanente. La diálisis permite eliminar rápidamente la teofilina, restaurando los niveles plasmáticos a un rango seguro.
Antidepresivos tricíclicos: Los antidepresivos tricíclicos son conocidos por sus efectos sobre los canales iónicos y la neurotransmisión, y en caso de sobredosis pueden inducir convulsiones. Sin embargo, las complicaciones no se limitan a las convulsiones. Los pacientes que experimentan convulsiones debido a los antidepresivos tricíclicos también pueden presentar hipertermia y toxicidad cardiaca. La hipertermia es un efecto secundario grave que puede resultar de la disfunción del centro termorregulador en el cerebro. El tratamiento de estas convulsiones implica, además de los anticonvulsivos, el uso de bloqueadores neuromusculares para reducir la actividad muscular excesiva y prevenir daños musculares y cardiovasculares.

Fuente y lecturas recomendadas:
- Phillips HN et al. Toxin-induced seizures. Neurol Clin. 2020;38:867. [PMID: 33040866]
- Skolnik A et al. The crashing toxicology patient. Emerg Med Clin North Am. 2020;38:841. [PMID: 32981621]