El cáncer de próstata es una neoplasia maligna que se origina a partir de células epiteliales glandulares en el tejido prostático. Su desarrollo es multifactorial y obedece a una interacción compleja entre predisposición genética, influencias hormonales, envejecimiento celular y factores ambientales. La próstata es una glándula del aparato reproductor masculino cuya función principal es producir parte del líquido seminal, y está estrechamente regulada por hormonas androgénicas, particularmente la dihidrotestosterona, que se deriva de la testosterona a través de la acción de la enzima 5-alfa reductasa. Estas hormonas no solo son esenciales para el desarrollo normal de la próstata, sino que también participan en la proliferación de células malignas dentro de este tejido.
Con el envejecimiento, ocurren alteraciones moleculares acumulativas en el ADN de las células prostáticas, muchas veces relacionadas con errores en la reparación del ADN, estrés oxidativo, inflamación crónica y mutaciones somáticas en oncogenes y genes supresores de tumores. Entre las mutaciones comunes se encuentran aquellas en genes como BRCA1, BRCA2, TP53 y PTEN, los cuales tienen funciones cruciales en la regulación del ciclo celular y en la prevención de la carcinogénesis.
Además, se ha observado que el microambiente prostático, incluyendo el estroma, el sistema inmunológico local y los mediadores inflamatorios, puede influir en la transformación maligna. A diferencia de otros cánceres, el de próstata frecuentemente evoluciona de forma indolente en sus primeras etapas, lo que puede dificultar su detección temprana. Sin embargo, algunos casos presentan un comportamiento agresivo, con capacidad para invadir tejidos circundantes y diseminarse a través del sistema linfático y hematógeno, principalmente hacia los huesos.
La alta incidencia del cáncer de próstata en hombres mayores, junto con su variabilidad clínica, lo convierte en un problema de salud pública relevante. Los avances en el conocimiento de su biología molecular han permitido desarrollar herramientas diagnósticas y terapéuticas más precisas, aunque su heterogeneidad sigue representando un reto para el manejo clínico individualizado.
Estadificación
El estadiaje del cáncer de próstata es un proceso clínico y patológico fundamental que permite determinar la extensión anatómica del tumor dentro de la glándula prostática, su diseminación local hacia tejidos adyacentes y su propagación a estructuras distantes. Esta clasificación es indispensable para predecir el comportamiento biológico de la neoplasia, establecer el pronóstico del paciente y seleccionar las estrategias terapéuticas más adecuadas.
La mayoría de los cánceres de próstata son adenocarcinomas, lo que significa que derivan de las células glandulares secretoras del epitelio prostático. Estos tumores suelen originarse predominantemente en la zona periférica de la glándula, donde se localiza la mayor parte del tejido glandular funcional. Sin embargo, en una proporción menor de los casos, el carcinoma puede surgir en la zona central o en la zona de transición, lo que tiene implicaciones en su detección, ya que los tumores periféricos son más fácilmente identificables mediante tacto rectal y biopsia guiada por ultrasonido.
Para una clasificación precisa del grado histológico de malignidad, los patólogos utilizan el sistema de gradación de Gleason, una herramienta estandarizada que se basa en la arquitectura glandular de las células tumorales. En este sistema, se asigna un “grado primario” al patrón arquitectónico predominante del tumor y un “grado secundario” al segundo patrón más frecuente. La suma de ambos determina la puntuación de Gleason, que varía originalmente entre 2 y 10, aunque en la práctica actual las puntuaciones menores a 6 ya no se utilizan, debido a su escasa utilidad clínica y potencial para inducir interpretaciones erróneas en la toma de decisiones.
Es importante destacar que la gradación de Gleason no depende de la morfología citológica, sino de la organización arquitectónica de las glándulas malignas. Este sistema tiene una fuerte correlación con el volumen tumoral, la extensión anatómica (estadificación patológica), la agresividad biológica y la probabilidad de recurrencia o progresión metastásica. Por esta razón, es un componente esencial del informe anatomopatológico.
En un esfuerzo por simplificar la interpretación de este sistema y facilitar su uso clínico, la Sociedad Internacional de Patología Urológica propuso un sistema de grupos pronósticos que clasifica los tumores en cinco categorías basadas en la puntuación de Gleason. Esta nueva clasificación ha sido ampliamente adoptada en la práctica médica contemporánea, ya que mejora la comunicación entre los profesionales de la salud, estandariza el lenguaje diagnóstico y orienta mejor a los pacientes respecto al pronóstico y las opciones terapéuticas.
Medidas generales
El tratamiento del cáncer de próstata en su etapa localizada constituye un reto clínico complejo, no solo por la diversidad de opciones terapéuticas disponibles, sino también por la naturaleza biológica heterogénea de esta neoplasia. A diferencia de otros tumores malignos que exhiben un comportamiento claramente agresivo desde sus primeras etapas, muchos carcinomas prostáticos localizados evolucionan lentamente y pueden permanecer clínicamente indolentes durante años sin comprometer la calidad ni la expectativa de vida del paciente. Esta particularidad ha generado un amplio debate en torno a cuál es la mejor estrategia terapéutica, ya que no siempre queda claro si la intervención inmediata aporta un beneficio tangible en términos de supervivencia global o específica por cáncer.
La toma de decisiones en este contexto debe basarse en un enfoque individualizado que contemple tanto las características oncobiológicas del tumor como las condiciones generales del paciente. En este sentido, se ha establecido la necesidad de adoptar medidas generales que integren múltiples factores clínicos, patológicos y personales para optimizar el manejo de la enfermedad. Entre estos factores, destacan el nivel sérico del antígeno prostático específico al momento del diagnóstico, los hallazgos del tacto rectal, la puntuación de Gleason obtenida por biopsia, y otros parámetros derivados de estudios por imágenes y análisis histopatológicos.
Estos datos permiten estratificar a los pacientes en grupos de riesgo (bajo, intermedio y alto), lo que a su vez orienta la elección entre vigilancia activa, tratamiento focal, radioterapia externa, braquiterapia o prostatectomía radical. La vigilancia activa, por ejemplo, puede ser una estrategia adecuada para pacientes con tumores de bajo riesgo, ya que evita los efectos secundarios asociados al tratamiento, como disfunción eréctil, incontinencia urinaria o complicaciones rectales, sin comprometer la seguridad oncológica en el corto o mediano plazo.
Además, la estimación de la esperanza de vida constituye una medida general indispensable en este proceso, ya que la evidencia indica que los pacientes con expectativa de vida inferior a diez años y enfermedad de bajo o incluso intermedio riesgo tienen muy baja probabilidad de experimentar progresión clínica significativa durante ese tiempo. En tales casos, iniciar un tratamiento curativo puede implicar más daño que beneficio, al someter al paciente a intervenciones con potencial de deterioro funcional sin una ganancia real en supervivencia.
A fin de mejorar la precisión en la toma de decisiones, se han desarrollado herramientas multivariables, como calculadoras de riesgo y modelos de predicción accesibles en línea. Estas herramientas combinan variables clínicas y patológicas para ofrecer una estimación probabilística del pronóstico y de los beneficios esperados de cada intervención. Además, en años recientes se ha incorporado el uso de biomarcadores moleculares derivados del tejido tumoral, los cuales proporcionan información adicional sobre la agresividad del cáncer más allá de los métodos tradicionales, y permiten refinar aún más la selección de candidatos para tratamiento activo o vigilancia.
Vigilancia activa
La vigilancia activa representa una estrategia terapéutica racional y cuidadosamente estructurada para hombres con cáncer de próstata localizado, bien diferenciado y con características clínicas de bajo riesgo. Esta aproximación se fundamenta en la comprensión actual de la biología tumoral prostática, que reconoce que una proporción significativa de estos cánceres evoluciona lentamente y tiene una probabilidad muy baja de progresar a una enfermedad clínicamente significativa durante la vida del paciente. En lugar de tratar inmediatamente a todos los pacientes tras el diagnóstico, la vigilancia activa propone una supervisión estrecha y regular del tumor con el fin de diferir o evitar tratamientos potencialmente invasivos, los cuales pueden acarrear efectos adversos sustanciales, como disfunción eréctil, incontinencia urinaria y deterioro de la calidad de vida.
A diferencia de la simple observación pasiva o “espera vigilante”, cuyo propósito es únicamente controlar síntomas en pacientes con expectativa de vida limitada, la vigilancia activa tiene como objetivo detectar signos tempranos de progresión tumoral mientras la enfermedad aún se encuentra en una etapa en la que es curable mediante intervención definitiva. Esta modalidad está orientada a pacientes seleccionados cuidadosamente, generalmente aquellos con concentraciones bajas de antígeno prostático específico, volúmenes tumorales reducidos, tumores bien diferenciados según el sistema de Gleason, y una esperanza de vida inferior a quince años o sin comorbilidades que justifiquen intervenciones tempranas.
El protocolo de vigilancia activa implica un monitoreo sistemático que puede incluir mediciones seriadas de antígeno prostático específico, tactos rectales digitales, resonancia magnética multiparamétrica de la próstata, y biopsias prostáticas periódicas para evaluar posibles cambios en el grado de diferenciación y extensión del tumor. La indicación para intervenir curativamente, como una prostatectomía o radioterapia, suele basarse en la aparición de un patrón histológico más agresivo en las biopsias subsecuentes, más que en cambios aislados del antígeno prostático específico, cuyo valor como indicador único de progresión continúa siendo objeto de investigación.
Las series contemporáneas han demostrado que más de la mitad de los hombres bajo vigilancia activa continúan sin requerir tratamiento definitivo a los cinco años del diagnóstico, y la probabilidad de desarrollar metástasis o morir por cáncer de próstata es inferior al tres por ciento y al dos por ciento, respectivamente, a diez años de seguimiento. Estos datos confirman que retrasar la terapia hasta que existan signos clínicos o histológicos de progresión no parece comprometer la supervivencia ni la posibilidad de curación en la mayoría de los casos.
Este enfoque está ampliamente respaldado por las guías clínicas de prestigiosas asociaciones internacionales, como la Asociación Americana de Urología, la Red Nacional de Cáncer de los Estados Unidos y la Asociación Europea de Urología. En ellas se recomienda la vigilancia activa como el manejo preferido para hombres con cáncer de próstata de bajo riesgo y, en algunos casos, también para aquellos con riesgo intermedio favorable. Su aceptación se ha incrementado significativamente en la práctica clínica rutinaria, reflejando un cambio de paradigma hacia una medicina más personalizada, prudente y centrada en el bienestar del paciente.
Prostatectomía radical
La prostatectomía radical es una intervención quirúrgica con intención curativa que consiste en la extirpación completa de la glándula prostática, las vesículas seminales y las porciones proximales de los conductos deferentes. Esta cirugía se indica fundamentalmente en hombres con cáncer de próstata localizado o localmente avanzado, con el objetivo de eliminar el tejido tumoral de manera definitiva antes de que la enfermedad progrese hacia estadios metastásicos.
Desde el punto de vista anatómico y funcional, la operación es compleja debido a la localización profunda de la próstata, en estrecha relación con estructuras clave como los nervios responsables de la erección y los mecanismos esfinterianos que regulan la continencia urinaria. Sin embargo, con el perfeccionamiento de las técnicas quirúrgicas en las últimas décadas —incluyendo abordajes retropúbicos abiertos, laparoscópicos y asistidos por robot— ha sido posible preservar la integridad de estas estructuras en un número creciente de pacientes, reduciendo significativamente las tasas de incontinencia urinaria posoperatoria y disfunción eréctil, complicaciones clásicamente asociadas con esta intervención.
En el contexto de tumores confinados al órgano y de bajo grado histológico, la prostatectomía radical ofrece una alta probabilidad de curación, con muy bajas tasas de recurrencia local o sistémica. Sin embargo, la presencia de características patológicas adversas como la invasión extracapsular, el compromiso de las vesículas seminales o márgenes quirúrgicos positivos incrementa de manera considerable el riesgo de recaída, tanto a nivel local como a distancia. En estos casos, la cirugía puede integrarse dentro de un enfoque multimodal que combine tratamiento hormonal y radioterapia adyuvante para mejorar el control oncológico.
Los candidatos ideales para esta intervención son hombres en buen estado general, con tumores en estadios T1 o T2, es decir, neoplasias confinadas a la próstata, sin evidencia de diseminación ganglionar o metastásica. En contraste, los pacientes con enfermedad avanzada localmente (como los tumores T4 que infiltran estructuras adyacentes) o con afectación de ganglios linfáticos regionales raramente se benefician de la cirugía como tratamiento único. No obstante, en ciertos casos seleccionados de alto riesgo, la prostatectomía puede formar parte de una estrategia terapéutica combinada con intención curativa.
Desde el punto de vista de la evidencia clínica, diversos ensayos han evaluado el impacto de la prostatectomía radical en la supervivencia a largo plazo. El estudio escandinavo SPCG-4, que comparó cirugía frente a observación en hombres con cáncer de próstata localizado, demostró una ventaja significativa en la supervivencia específica por cáncer a favor de la cirugía, con una reducción del riesgo relativo del 45 por ciento y una diferencia absoluta del 11.7 por ciento. Por otro lado, el ensayo ProtecT, que incluyó pacientes con tumores de bajo e intermedio riesgo, mostró que aunque la mortalidad por cáncer fue baja y similar entre los grupos tratados con cirugía, radioterapia o vigilancia activa, las tasas de progresión y metástasis fueron significativamente menores en los grupos tratados activamente.
Uno de los parámetros pronósticos más valiosos después de la cirugía es la determinación del antígeno prostático específico. Un valor indetectable —menor a 0.1 nanogramos por mililitro— al poco tiempo de la intervención indica ausencia de enfermedad residual y reduce la necesidad de estudios complementarios o tratamiento adicional. En cambio, una elevación persistente o progresiva del antígeno prostático específico puede ser indicativa de recurrencia y guiar decisiones terapéuticas posteriores.
Terapia de radiación
La radioterapia es una modalidad terapéutica fundamental en el manejo del cáncer de próstata, especialmente en aquellos pacientes con enfermedad localizada o localmente avanzada. Su finalidad principal es destruir las células tumorales mediante la administración controlada de radiación ionizante, preservando al máximo los tejidos sanos circundantes. Esta técnica se basa en el principio de que las células neoplásicas presentan una menor capacidad de reparar el daño al ADN inducido por la radiación en comparación con las células normales, lo que permite su eliminación progresiva a lo largo del tiempo.
La radiación dirigida a la próstata puede administrarse mediante diversas técnicas, siendo las más utilizadas las que emplean haces externos de fotones. Entre estas, la radioterapia conformada tridimensional, la radioterapia de intensidad modulada y la radioterapia guiada por imágenes se han convertido en el estándar de atención. Estas tecnologías permiten modelar con alta precisión el volumen de radiación en función de la forma anatómica de la próstata y ajustar la dosis en tiempo real, reduciendo así la exposición de estructuras vecinas como el recto, la vejiga o los nervios pélvicos. En paralelo, la terapia con haces de protones ha surgido como una alternativa externa que, por sus propiedades físicas, podría disminuir los efectos adversos, aunque su costo elevado y disponibilidad limitada restringen su uso generalizado.
En cuanto al esquema de fraccionamiento de la dosis, se han desarrollado protocolos hipofraccionados y ultrahipofraccionados —incluyendo la radioterapia estereotáctica— que consisten en administrar dosis mayores en un menor número de sesiones. Estos esquemas han mostrado resultados prometedores a corto y mediano plazo, tanto en control del tumor como en tolerabilidad, lo que ha llevado a su creciente incorporación en la práctica clínica para pacientes seleccionados.
Otra modalidad relevante es la braquiterapia, que consiste en la implantación de fuentes radiactivas directamente dentro del tejido prostático. Esta técnica puede aplicarse como monoterapia en tumores de bajo grado y bajo volumen, o como tratamiento complementario a la radioterapia externa en casos más agresivos o voluminosos. Dependiendo del tipo de isótopo empleado (paladio, yodo o iridio), la radiación puede liberarse a baja o alta tasa, en forma permanente o temporal. Tras la braquiterapia, puede observarse una elevación transitoria del antígeno prostático específico, fenómeno conocido como “rebote del PSA”, que obedece a inflamación y necrosis del tejido prostático y no debe interpretarse erróneamente como recurrencia tumoral. Este fenómeno puede presentarse hasta veinte meses después del tratamiento.
En pacientes con enfermedad de riesgo intermedio o alto, la radioterapia se potencia mediante la administración concomitante de terapia de supresión androgénica. Esta combinación tiene como objetivo inhibir el estímulo hormonal sobre las células tumorales, aumentando la eficacia de la radiación. La duración de esta terapia hormonal varía según el grado y el volumen tumoral, pudiendo extenderse durante varios años en los casos de mayor agresividad.
Al igual que en la cirugía, la posibilidad de fracaso local tras la radioterapia depende en gran medida de la técnica utilizada y de las características intrínsecas del tumor. Diversos estudios han documentado que, incluso más de dieciocho meses después de finalizar la terapia, entre el veinte y el sesenta por ciento de los pacientes pueden presentar biopsias prostáticas positivas, lo cual se asocia con mayor riesgo de progresión y mortalidad específica por cáncer. En muchos de estos casos, los factores responsables incluyen una definición imprecisa del volumen objetivo, dosis insuficientes de radiación o una estadificación inicial inadecuada que subestimó la extensión real de la enfermedad.
Pese a estas limitaciones, la radioterapia continúa siendo una opción terapéutica altamente efectiva. En pacientes con cáncer localizado —estadios T1, T2 y algunos T3— las tasas de supervivencia a diez años alcanzan aproximadamente el sesenta y cinco por ciento, un resultado comparable al de la prostatectomía radical. Su naturaleza no invasiva, la posibilidad de preservar la anatomía pélvica y su aplicabilidad en pacientes que no son candidatos quirúrgicos por comorbilidades o edad avanzada, la convierten en una herramienta indispensable dentro del manejo integral del cáncer de próstata.
Terapia focal
La terapia focal ha surgido como una opción terapéutica intermedia entre la vigilancia activa y los tratamientos radicales en el manejo del cáncer de próstata localizado. Su propósito fundamental es ofrecer un control oncológico eficaz al tiempo que se minimizan las secuelas funcionales asociadas con tratamientos más agresivos. Esta estrategia se basa en el principio de tratar únicamente las regiones de la próstata donde se ha identificado tejido tumoral, en lugar de eliminar o irradiar toda la glándula. Al hacerlo, busca preservar estructuras anatómicas clave como los haces neurovasculares, responsables de la función eréctil, el esfínter urinario externo, así como la vejiga y el recto, cuya integridad es esencial para la continencia y la calidad de vida del paciente.
Para lograr esto, la terapia focal utiliza diferentes fuentes de energía que inducen la destrucción selectiva del tumor y un margen de tejido prostático circundante. Entre estas tecnologías se encuentran la crioterapia, que congela el tejido tumoral hasta inducir necrosis celular; el ultrasonido focalizado de alta intensidad, que genera calor a través de ondas acústicas concentradas; los láseres, que permiten una ablación térmica precisa; y la electroporación irreversible, que interfiere con la estabilidad de las membranas celulares mediante impulsos eléctricos controlados, provocando la muerte celular sin generar daño térmico.
La justificación científica detrás de esta modalidad terapéutica se basa en la necesidad de reducir la carga de morbilidad, especialmente en pacientes con cánceres de bajo o intermedio riesgo, en los que un tratamiento radical puede resultar excesivo en relación con el comportamiento clínico esperado de la enfermedad. Además, esta opción es particularmente atractiva para hombres que priorizan la preservación de la función urinaria y sexual, o que presentan comorbilidades que los hacen menos adecuados para intervenciones quirúrgicas mayores.
Sin embargo, a pesar de su potencial, la terapia focal aún enfrenta limitaciones importantes que restringen su adopción generalizada. Una de las principales dificultades es la naturaleza multifocal del cáncer de próstata, ya que en una proporción significativa de los casos existen múltiples focos tumorales distribuidos dentro de la glándula, no todos detectables con las herramientas diagnósticas actuales. A esto se suma la limitada capacidad de las técnicas de imagen contemporáneas, incluidas la resonancia magnética multiparamétrica y las biopsias dirigidas, para identificar de manera precisa la localización, extensión y agresividad de todos los focos tumorales.
Además, la historia natural prolongada del cáncer de próstata complica la definición de criterios claros de éxito terapéutico, ya que los resultados clínicos relevantes —como progresión, metástasis o mortalidad— pueden tardar muchos años en manifestarse. A esto se añade la falta de datos robustos provenientes de estudios clínicos aleatorizados y prospectivos que comparen directamente la terapia focal con otras estrategias consolidadas, lo que genera incertidumbre sobre su eficacia a largo plazo y sobre los perfiles ideales de pacientes que podrían beneficiarse de esta aproximación.
Tratamiento para enfermedades avanzadas local y regionalmente
El tratamiento del cáncer de próstata que se encuentra en etapas localmente o regionalmente avanzadas representa un desafío clínico considerable debido a su comportamiento biológico más agresivo y a su alta probabilidad de recurrencia tanto local como a distancia. En este contexto, la enfermedad suele extenderse más allá de los límites anatómicos de la glándula prostática, comprometiendo estructuras adyacentes como las vesículas seminales o el cuello vesical, e incluso diseminándose hacia los ganglios linfáticos pélvicos. Estas características implican un riesgo sustancial de recaída, incluso en pacientes que han sido sometidos a tratamientos locales potencialmente curativos como la prostatectomía radical o la radioterapia externa.
En particular, aquellos pacientes que, tras la cirugía, presentan un estadio patológico avanzado, márgenes quirúrgicos positivos o invasión de vesículas seminales, están biológicamente predispuestos a desarrollar recurrencias. Estas pueden manifestarse como elevaciones progresivas del antígeno prostático específico o como enfermedad clínicamente visible. Debido a este riesgo aumentado, la comunidad médica ha explorado estrategias de tratamiento adyuvante o complementario que actúen sobre micrometástasis residuales o focos locales persistentes que no hayan sido eliminados por la terapia inicial.
Entre estas estrategias, se incluyen la radioterapia adyuvante dirigida a la región prostática o a las vesículas seminales en pacientes con márgenes positivos o invasión extracapsular, así como la terapia de privación androgénica para aquellos con metástasis ganglionares. En casos seleccionados, se utiliza la combinación de radioterapia y supresión hormonal. Ensayos clínicos aleatorizados han demostrado que la administración temprana de radioterapia adyuvante en pacientes con factores de riesgo mejora significativamente la supervivencia libre de progresión y la supervivencia libre de metástasis. Análisis posteriores incluso han evidenciado una ganancia en la supervivencia global para aquellos pacientes que recibieron radioterapia adyuvante de forma precoz.
Sin embargo, el paradigma terapéutico ha evolucionado a la luz de nuevas evidencias. Dos ensayos clínicos recientes que compararon la radioterapia adyuvante con la estrategia de “rescate temprano” —es decir, iniciar radioterapia solo cuando se detecta una elevación o ascenso del antígeno prostático específico tras la cirugía— no mostraron diferencias significativas en la supervivencia libre de progresión bioquímica a cinco años. Estos resultados han generado un debate en torno a la utilidad rutinaria de la radioterapia adyuvante y han impulsado un cambio hacia una vigilancia estrecha seguida de intervención temprana solo en caso de signos de recurrencia.
Más allá del manejo local, también se ha avanzado en el tratamiento sistémico de la enfermedad bioquímicamente recurrente, pero aún no metastásica, especialmente en pacientes con un tiempo de duplicación del antígeno prostático específico inferior a nueve meses, lo que sugiere un comportamiento tumoral agresivo. El ensayo clínico EMBARK demostró que el uso del inhibidor del receptor de andrógenos enzalutamida, ya sea solo o en combinación con terapia de privación androgénica, prolonga de manera significativa la supervivencia libre de metástasis en comparación con la terapia hormonal sola en esta población. Este hallazgo sugiere que la intensificación del tratamiento hormonal puede retrasar la progresión de la enfermedad en fases tempranas de recurrencia sistémica.
Tratamiento de la enfermedad metastásica
La progresión a enfermedad metastásica representa el punto de inflexión más crítico en la historia natural del cáncer de próstata, ya que es responsable de la gran mayoría de las muertes relacionadas con esta neoplasia. Por lo tanto, el enfoque terapéutico en esta fase avanzada ha estado históricamente centrado en controlar la diseminación tumoral a distancia y prolongar la supervivencia manteniendo una calidad de vida aceptable.
Desde un punto de vista biológico, la mayoría de los cánceres de próstata son dependientes de andrógenos, es decir, requieren de hormonas sexuales masculinas —particularmente la testosterona— para crecer y sobrevivir. Este hallazgo ha sido fundamental para el desarrollo de tratamientos dirigidos a suprimir o bloquear la acción de estos andrógenos, lo que constituye la base de la llamada terapia de privación androgénica.
Alrededor del 70 a 80 por ciento de los pacientes con enfermedad metastásica experimentan una respuesta clínica favorable a diversas formas de supresión hormonal. Esta terapia puede llevarse a cabo a distintos niveles del eje hipotálamo–hipófisis–gónadas mediante varias estrategias farmacológicas. El método más común es la administración de agonistas de la hormona liberadora de luteinizante, como leuprolida o goserelina, que inducen una castración médica al reducir drásticamente la producción de testosterona testicular, sin necesidad de recurrir a la orquiectomía quirúrgica. Sin embargo, estos agentes provocan un aumento transitorio de los niveles de testosterona durante los primeros días de tratamiento, conocido como “flare androgénico”, que puede exacerbar síntomas de la enfermedad metastásica.
Para evitar este efecto indeseado, especialmente en situaciones clínicas de urgencia como la compresión medular, la obstrucción bilateral de los uréteres o la coagulación intravascular diseminada, se prefiere el uso de agentes de acción rápida. Entre ellos, se encuentra el antagonista de la hormona liberadora de luteinizante degarelix, que logra la supresión hormonal sin provocar un aumento inicial de testosterona. Asimismo, el ketoconazol, aunque originalmente un antifúngico, puede inhibir de forma eficaz la síntesis de andrógenos en pacientes con enfermedad muy avanzada y sintomática.
Aunque los testículos son la principal fuente de testosterona, no deben pasarse por alto los andrógenos suprarrenales como la dehidroepiandrosterona, su forma sulfatada y la androstenediona, que pueden seguir estimulando el crecimiento tumoral incluso después de la castración médica. Este fenómeno explica en parte por qué algunos tumores eventualmente desarrollan resistencia a la privación androgénica, dando lugar a la enfermedad conocida como cáncer de próstata resistente a la castración.
Si bien la terapia hormonal puede proporcionar un control eficaz de la progresión tumoral a corto y mediano plazo, conlleva también una serie de efectos secundarios inmediatos y a largo plazo que requieren vigilancia activa. Entre las manifestaciones agudas destacan los sofocos, la disfunción sexual y la pérdida de libido. A largo plazo, la supresión sostenida de testosterona induce alteraciones metabólicas significativas, como osteoporosis con riesgo aumentado de fracturas, incremento de la grasa corporal, reducción de masa muscular, así como un mayor riesgo de enfermedades cardiovasculares y diabetes mellitus.
En respuesta a estas complicaciones, se han desarrollado terapias complementarias orientadas a proteger la salud ósea y a controlar las manifestaciones esqueléticas de la enfermedad metastásica. Los bifosfonatos, como el ácido zoledrónico, han demostrado eficacia para prevenir la pérdida de masa ósea inducida por la terapia hormonal, aliviar el dolor óseo y reducir la incidencia de eventos relacionados con el esqueleto, como fracturas o compresiones vertebrales. De manera similar, el denosumab —un anticuerpo monoclonal que inhibe la acción del ligando del receptor activador del factor nuclear kappa B (RANKL)— ha sido aprobado específicamente para la prevención de eventos esqueléticos en pacientes con metástasis óseas secundarias a cáncer de próstata. Además, estudios recientes han sugerido que el denosumab también puede retrasar la aparición de metástasis óseas en pacientes con enfermedad resistente a la castración.
En la actualidad, el tratamiento del cáncer de próstata en estadios avanzados ha experimentado una transformación significativa, impulsada por la comprensión más precisa de la biología tumoral y por los avances en la investigación clínica. Una de las principales innovaciones ha sido la estratificación inicial de los pacientes en función del volumen de enfermedad metastásica al momento del diagnóstico, lo cual permite seleccionar terapias más eficaces y adaptadas a la carga tumoral individual.
Tradicionalmente, el pilar terapéutico para estos pacientes era la supresión de los niveles de andrógenos circulantes, mediante orquiectomía bilateral o agentes que actúan sobre el eje hipotálamo-hipófisis-gónadas, como los agonistas o antagonistas de la hormona liberadora de luteinizante. Sin embargo, este enfoque, si bien efectivo para reducir la progresión inicial de la enfermedad, ha demostrado ser insuficiente para lograr un control prolongado en pacientes con enfermedad de alto volumen metastásico. Actualmente, la monoterapia hormonal ha sido desplazada en la mayoría de los casos por esquemas de tratamiento combinados, diseñados no solo para bloquear la señalización androgénica sino también para intervenir en múltiples vías del crecimiento tumoral.
En pacientes con metástasis óseas dolorosas o síntomas obstructivos del tracto urinario inferior, el inicio de tratamiento con agonistas de la hormona liberadora de luteinizante puede provocar una elevación transitoria de la testosterona, conocida como “flare androgénico”. Para mitigar este fenómeno, se recomienda la administración concomitante de antiandrógenos, como bicalutamida, durante las primeras semanas de tratamiento.
Para los hombres con cáncer de próstata metastásico aún sensible a los andrógenos (hormono-naíve), especialmente aquellos con enfermedad de alto volumen —definida por la presencia de múltiples metástasis óseas o viscerales—, se ha demostrado que la adición de quimioterapia sistémica con docetaxel al tratamiento hormonal mejora significativamente la supervivencia global en comparación con la privación androgénica sola. Esta combinación permite una intervención más temprana contra células tumorales con potencial de resistencia, retrasando la progresión hacia una fase resistente a la castración.
De igual forma, el uso del acetato de abiraterona en combinación con prednisona junto con la privación androgénica ha mostrado beneficios superiores en términos de supervivencia global. La abiraterona bloquea la biosíntesis de andrógenos a nivel testicular, suprarrenal y tumoral, lo que ofrece un control más completo del entorno hormonal que favorece el crecimiento prostático. Estos hallazgos han sido reforzados por el ensayo clínico PEACE-1, en el cual la triple combinación de docetaxel, abiraterona y terapia hormonal estándar produjo los mejores resultados de supervivencia en pacientes con enfermedad metastásica de alto volumen, marcando un nuevo estándar terapéutico en esta población.
Además, se han desarrollado y aprobado otros inhibidores del receptor de andrógenos, como enzalutamida, apalutamida y darolutamida, los cuales ofrecen mecanismos alternativos o complementarios de bloqueo androgénico. Estas moléculas han demostrado eficacia tanto en fases metastásicas hormono-naíve como en etapas más avanzadas, y su uso se elige según las características del paciente y la tolerancia al tratamiento.
Gracias a esta intensificación terapéutica basada en combinaciones racionales, la mediana de supervivencia en hombres con cáncer de próstata metastásico de novo ha aumentado significativamente, situándose en aproximadamente cinco años, una cifra notablemente superior a la observada hace una década.
Por otra parte, se ha observado que en pacientes con enfermedad metastásica de bajo volumen —es decir, con pocas metástasis óseas o ganglionares—, el tratamiento local de la glándula prostática con radioterapia externa puede ofrecer beneficios adicionales. El estudio STAMPEDE demostró que la incorporación de radioterapia dirigida a la próstata, junto con el tratamiento sistémico estándar, mejora la supervivencia global en esta subpoblación, probablemente al reducir la carga tumoral primaria y modular el microambiente metastásico. Este hallazgo ha ampliado el rol de la terapia local incluso en el contexto metastásico, desafiando las antiguas nociones que limitaban su uso exclusivamente a etapas localizadas.
Sin embargo, a diferencia de la radioterapia, la prostatectomía radical aún no se ha incorporado como parte del tratamiento estándar en pacientes con metástasis, dado que su impacto en la supervivencia no ha sido claramente demostrado y está siendo objeto de investigación en ensayos clínicos controlados.
El cáncer de próstata resistente a la castración representa una fase avanzada de la enfermedad caracterizada por la progresión clínica o bioquímica a pesar de mantener niveles de testosterona sérica en el rango castrado, es decir, por debajo de 50 nanogramos por decilitro. Este estadio marca un cambio crucial en la historia natural del tumor, pues señala el desarrollo de mecanismos moleculares de escape frente a la supresión androgénica convencional. Aun así, se ha demostrado que la interrupción de los agonistas o antagonistas de la hormona liberadora de luteinizante no aporta beneficio, por lo que su mantenimiento continúa siendo un pilar fundamental del tratamiento sistémico.
El enfoque terapéutico en esta etapa se estratifica principalmente según la presencia o ausencia de enfermedad metastásica y por la dinámica del antígeno prostático específico. En pacientes con cáncer de próstata resistente a la castración pero sin evidencia radiológica de metástasis, la velocidad de duplicación del antígeno prostático específico actúa como un biomarcador pronóstico esencial. Aquellos con duplicaciones lentas, superiores a los diez meses, suelen presentar una enfermedad de comportamiento más indolente, por lo que pueden ser manejados con observación estrecha, sin necesidad de intervención inmediata, evitando así toxicidades innecesarias.
En cambio, los pacientes no metastásicos con duplicaciones rápidas del antígeno (menores o iguales a diez meses) se benefician significativamente de la introducción de antagonistas no esteroideos del receptor de andrógenos, como enzalutamida, apalutamida o darolutamida, en combinación con la terapia de privación androgénica. Estos agentes bloquean de forma más potente y selectiva la vía de señalización del receptor de andrógenos, inhibiendo incluso formas de activación independientes de la testosterona y retrasando de manera sustancial la aparición de metástasis óseas o viscerales.
En la enfermedad metastásica resistente a la castración, el arsenal terapéutico se amplía considerablemente. El docetaxel, un agente citotóxico perteneciente a los taxanos, fue la primera quimioterapia en demostrar un aumento en la supervivencia global en este contexto clínico. Su mecanismo de acción se basa en la estabilización de los microtúbulos, lo que interfiere con la mitosis celular y promueve la apoptosis de células tumorales en división activa.
No obstante, los tratamientos hormonales de nueva generación, como enzalutamida y abiraterona, han demostrado prolongar la vida en pacientes metastásicos tanto en aquellos que no han recibido docetaxel como en quienes ya han sido expuestos a él. Mientras que enzalutamida actúa como inhibidor directo del receptor de andrógenos, la abiraterona bloquea de forma irreversible la enzima CYP17, suprimiendo la producción de andrógenos a nivel testicular, suprarrenal y tumoral.
Para pacientes con progresión posterior al docetaxel, el cabazitaxel —otro taxano de segunda línea— ha mostrado una mejora adicional en la supervivencia. A diferencia del docetaxel, este fármaco puede superar mecanismos de resistencia adquiridos por las células tumorales, como la expresión de proteínas de eflujo que limitan la acumulación intracelular de la quimioterapia.
Además de los agentes hormonales y quimioterápicos, han emergido terapias innovadoras basadas en la inmunología y la medicina nuclear. El sipuleucel-T, por ejemplo, es una inmunoterapia celular autóloga aprobada en varones asintomáticos o mínimamente sintomáticos con enfermedad metastásica resistente a la castración. Este tratamiento utiliza células presentadoras de antígenos extraídas del propio paciente y activadas ex vivo para inducir una respuesta inmunitaria específica contra el tumor.
En el campo de la medicina nuclear, el dicloruro de radio-223 ha sido aprobado para pacientes con metástasis óseas sintomáticas. Este radionúclido emite partículas alfa que provocan daño localizado en las lesiones óseas metastásicas, aliviando el dolor, reduciendo los eventos óseos relacionados —como fracturas y compresión medular—, y mejorando la supervivencia global.
Más recientemente, el lutecio-177-PSMA-617 ha marcado el inicio de una nueva era terapéutica: la medicina teranóstica. Este radiofármaco se une específicamente al antígeno de membrana prostático específico (PSMA), sobreexpresado en células tumorales prostáticas. Una vez internalizado, el lutecio-177 emite radiación beta que destruye selectivamente las células malignas. Esta terapia está indicada en pacientes con enfermedad progresiva a pesar de múltiples líneas previas, siempre y cuando sus tumores expresen PSMA, lo cual se determina por estudios de imagen específicos (como la tomografía por emisión de positrones con PSMA).
La medicina personalizada también ha ganado un papel protagónico en esta fase de la enfermedad. Se recomienda la realización de pruebas genómicas, tanto somáticas como germinales, en todos los pacientes con cáncer de próstata metastásico. Alteraciones en genes involucrados en la reparación del ADN por recombinación homóloga, como BRCA1, BRCA2 y ATM, confieren susceptibilidad al tratamiento con inhibidores de la poli(ADP-ribosa) polimerasa (PARP). Estos agentes interrumpen los mecanismos de reparación del ADN, generando inestabilidad genómica y muerte celular selectiva en tumores portadores de dichas mutaciones. Algunos inhibidores de PARP ya se encuentran aprobados para su uso en monoterapia o en combinación con tratamientos hormonales, ampliando las opciones terapéuticas para pacientes con perfiles moleculares específicos.
Pronósticos
El pronóstico del cáncer de próstata, es decir, la probabilidad de control de la enfermedad a corto y largo plazo, depende de múltiples variables clínicas, patológicas y biológicas que permiten estimar con relativa precisión el comportamiento futuro del tumor. Para ello, se han desarrollado herramientas de evaluación de riesgo que integran varios de estos factores y ofrecen predicciones cuantificadas sobre la probabilidad de recurrencia, metástasis y mortalidad específica por cáncer de próstata, lo cual es fundamental para la toma de decisiones clínicas individualizadas.
Entre los modelos más reconocidos se encuentran los nomogramas de Kattan y CAPRA. Estos instrumentos permiten estratificar a los pacientes según su riesgo y anticipar la probabilidad de éxito de estrategias como la vigilancia activa, la prostatectomía radical o la radioterapia. El nomograma CAPRA (Cancer of the Prostate Risk Assessment), en particular, ha demostrado una sólida validez clínica, al haber sido validado en amplias cohortes multicéntricas tanto nacionales como internacionales que incluyen pacientes sometidos a prostatectomía radical y tratamientos radioterápicos.
El CAPRA utiliza una escala de puntuación basada en variables clave: la concentración sérica del antígeno prostático específico, el puntaje de Gleason, el estadio clínico del tumor (según exploración física e imágenes), el porcentaje de biopsias positivas respecto al total realizado y la edad del paciente al momento del diagnóstico. Con estos datos, se puede calcular el riesgo de recurrencia bioquímica —entendida como la elevación del antígeno prostático tras tratamiento curativo— a tres y cinco años, así como el riesgo de desarrollar metástasis, morir por cáncer de próstata o por cualquier causa.
En cuanto a los patrones de progresión del cáncer prostático, estos han sido ampliamente caracterizados. Los tumores bien diferenciados, clasificados con grados bajos en la escala de Gleason (particularmente el patrón 3), suelen presentar un comportamiento indolente y permanecer confinados al interior de la glándula prostática. En contraste, los tumores de alto volumen —aquellos que superan los cuatro mililitros de tejido tumoral— o aquellos con pobre diferenciación histológica (Gleason 4 o 5) muestran una mayor tendencia a invadir estructuras vecinas y a diseminarse hacia sitios distantes.
Uno de los mecanismos característicos de diseminación local es la invasión perineural, mediante la cual las células tumorales avanzan a lo largo de los nervios prostáticos, favoreciendo la penetración extracapsular del cáncer. Esta ruptura de la cápsula prostática se asocia con un incremento en el riesgo de recurrencia local e incluso de diseminación sistémica. La invasión de las vesículas seminales constituye otro marcador patológico de mal pronóstico, ya que suele correlacionarse con enfermedad regional o distante al momento del diagnóstico, así como con una elevada probabilidad de recaída tras el tratamiento inicial.
En cuanto a la diseminación linfática, los sitios más frecuentes de afectación son las cadenas ganglionares obturatriz e ilíaca interna. Estos ganglios pélvicos regionales representan las primeras estaciones de drenaje linfático prostático y, por lo tanto, son los blancos iniciales de las metástasis. La diseminación hematógena, por su parte, se dirige preferentemente al esqueleto axial —columna vertebral, pelvis, costillas y fémur proximal—, donde las células tumorales encuentran un microambiente propicio para su implantación y crecimiento. Este patrón de metastatización ósea es tan característico que, en muchos casos, la presencia de lesiones líticas u osteoblásticas en dichos territorios es suficiente para sospechar la progresión de la enfermedad en pacientes con antecedentes de cáncer prostático.

Fuente y lecturas recomendadas:
- Goldman, L., & Schafer, A. I. (Eds.). (2020). Goldman-Cecil Medicine (26th ed.). Elsevier.
- Loscalzo, J., Fauci, A. S., Kasper, D. L., Hauser, S. L., Longo, D. L., & Jameson, J. L. (Eds.). (2022). Harrison. Principios de medicina interna (21.ª ed.). McGraw-Hill Education.
- Papadakis, M. A., McPhee, S. J., Rabow, M. W., & McQuaid, K. R. (Eds.). (2024). Diagnóstico clínico y tratamiento 2025. McGraw Hill.
- Rozman, C., & Cardellach López, F. (Eds.). (2024). Medicina interna (20.ª ed.). Elsevier España.