La fiebre amarilla es una infección zoonótica causada por un virus del género Flavivirus, que se transmite principalmente a través de la picadura de mosquitos del género Aedes. Esta enfermedad se caracteriza por su compleja dinámica de transmisión, la cual se divide en tres ciclos principales. El primero es el ciclo silvestre o de la selva, en el que los humanos que trabajan o transitan en áreas forestales son picados por mosquitos infectados que habitan en esos ecosistemas naturales. El segundo es el ciclo intermedio, que representa el tipo de brote más común en África; en este ciclo, los mosquitos infectan tanto a monos como a humanos, lo que genera brotes localizados en aldeas cercanas a las zonas selváticas. Finalmente, el ciclo urbano se presenta en grandes epidemias, donde los mosquitos infectados transmiten el virus directamente entre humanos, facilitando la propagación rápida y extensa de la enfermedad en áreas densamente pobladas.
Las condiciones ambientales juegan un papel fundamental en la transmisión de la fiebre amarilla, siendo las elevadas temperaturas y el aumento de las precipitaciones dos factores determinantes que favorecen la proliferación de los mosquitos vectores. Esta enfermedad es endémica en 47 países ubicados en África, así como en América Central y América del Sur. Aproximadamente el 90 % de los casos reportados anualmente ocurren en la región subsahariana de África. Tanto adultos como niños son susceptibles a la infección, aunque las tasas de ataque son más elevadas entre los hombres adultos, probablemente debido a sus actividades laborales que los exponen con mayor frecuencia a los vectores.
Modelos epidemiológicos realizados en África en el año 2013 estiman que la carga anual de casos de fiebre amarilla oscila entre 84,000 y 170,000, con un número de muertes que varía entre 29,000 y 60,000 al año. En cuanto a la población en riesgo, se calcula que entre 394 millones y 473 millones de personas en todo el mundo están expuestas a la infección por el virus de la fiebre amarilla. En la última década, se ha observado un resurgimiento de la enfermedad, situación atribuida a la cobertura subóptima de la vacunación, así como al debilitamiento de la inmunidad a nivel poblacional. Esta combinación de factores ha incrementado la vulnerabilidad de las comunidades ante la aparición de brotes epidémicos de fiebre amarilla.
Manifestaciones clínicas
La mayoría de los pacientes infectados con el virus de la fiebre amarilla no desarrollan enfermedad o presentan únicamente síntomas leves. En aquellos individuos que sí manifiestan signos clínicos, el período de incubación suele ser de tres a seis días desde la exposición hasta la aparición de los primeros síntomas. La infección puede manifestarse en dos formas clínicas principales, que varían en gravedad y evolución.
La forma leve de la enfermedad se caracteriza por síntomas inespecíficos que incluyen malestar general, cefalea, fiebre, dolor retroocular, náuseas, vómitos y fotofobia. Además, es frecuente observar una bradicardia relativa, que se define como una frecuencia cardíaca menor a la esperada dada la elevación de la temperatura corporal. Otros signos clínicos que pueden acompañar esta forma leve incluyen la inyección conjuntival, que es el enrojecimiento de la conjuntiva ocular, y el rubor facial. En esta etapa, los pacientes suelen recuperarse sin complicaciones mayores.
En aproximadamente un quince por ciento de los casos, la infección progresa a una forma severa. En esta presentación clínica, los síntomas iniciales son similares a los de la forma leve, pero tras un breve período de remisión de la fiebre que puede durar desde algunas horas hasta varios días, el paciente entra en lo que se denomina el “período de intoxicación”. Durante esta fase, reaparece la fiebre acompañada nuevamente de bradicardia relativa y se desarrollan signos de compromiso sistémico más grave, tales como hipotensión, ictericia, hemorragias en diferentes sitios (gastrointestinal, nasal y oral), así como delirium. Esta evolución puede agravar el cuadro clínico hasta provocar un coma, reflejando el daño multisistémico ocasionado por el virus y la respuesta inflamatoria del organismo.
Exámenes diagnósticos
Durante la evolución clínica de la fiebre amarilla, es común la aparición de ciertos hallazgos laboratoriales que reflejan el compromiso sistémico causado por el virus. Entre estos, la leucopenia, que consiste en una disminución del número de leucocitos en sangre, es frecuente y evidencia una afectación del sistema inmunológico. Asimismo, se observan elevaciones en las enzimas hepáticas y en la bilirrubina, indicativos de daño hepático y disfunción del metabolismo hepático, lo que explica la presencia de ictericia en algunos pacientes. La proteinuria, que es la excreción anormal de proteínas en la orina, suele estar presente durante la fase activa de la enfermedad y típicamente desaparece completamente una vez que el paciente se recupera, reflejando la reversibilidad del daño renal funcional.
Además, la fiebre amarilla puede causar trastornos hemorrágicos asociados a una coagulopatía compleja. Esto se manifiesta con prolongación del tiempo de protrombina y del tiempo parcial de tromboplastina activada, disminución en el recuento de plaquetas y la presencia de productos de degradación de fibrina en sangre, todos ellos indicadores de una alteración en la cascada de coagulación que puede derivar en hemorragias graves. Estos fenómenos hemorrágicos son parte del síndrome de disfunción multiorgánica que caracteriza la forma grave de la enfermedad.
En cuanto al diagnóstico, durante las etapas iniciales de la infección, que abarcan aproximadamente los primeros diez días, la confirmación se realiza mediante la detección del ARN del virus de la fiebre amarilla en sangre utilizando la reacción en cadena de la polimerasa con transcriptasa inversa (RT-PCR). Este método es especialmente útil en personas que no tienen antecedentes recientes de vacunación contra la fiebre amarilla, lo que evita confusiones diagnósticas. La PCR permite además diferenciar entre el virus salvaje y las cepas asociadas a la vacuna, lo cual es crucial para la interpretación correcta de los resultados.
En fases más avanzadas de la enfermedad, el diagnóstico serológico es posible mediante la técnica de ELISA para la detección de anticuerpos IgM específicos contra el virus, a partir del tercer día después del inicio de los síntomas. Sin embargo, la interpretación de esta prueba puede complicarse debido a la posibilidad de resultados falsos positivos en personas vacunadas recientemente o en aquellas infectadas con otros flavivirus relacionados, como los virus del dengue, West Nile y Zika, debido a la reactividad cruzada. Por ello, la confirmación diagnóstica definitiva requiere la demostración de anticuerpos IgM específicos para el virus de la fiebre amarilla junto con un resultado negativo en ELISA para los demás flavivirus relevantes. Si la prueba ELISA resulta positiva para otros flavivirus, se debe realizar un ensayo más específico, conocido como la prueba de reducción de placas por neutralización, que se realiza en laboratorios de referencia y permite cuantificar el título de anticuerpos neutralizantes en el suero, determinando con precisión cuál es el virus responsable de la infección.
Diagnóstico diferencial
La fiebre amarilla puede presentar un desafío diagnóstico considerable debido a que sus manifestaciones clínicas iniciales y síntomas generales son frecuentemente indistinguibles de otras enfermedades infecciosas que afectan el hígado o cursan con fiebre y signos hemorrágicos. Entre estas enfermedades que deben considerarse en el diagnóstico diferencial se encuentran las hepatitis virales causadas por otros agentes, la malaria, la leptospirosis, la fiebre recurrente transmitida por piojos, el dengue y otras fiebres hemorrágicas virales. Todas ellas pueden presentar síntomas similares como fiebre, ictericia, cefalea, malestar general y signos de afectación sistémica, lo que dificulta la diferenciación basada únicamente en la evaluación clínica.
Un hallazgo importante que contribuye a diferenciar la fiebre amarilla de otras hepatopatías virales es la presencia constante de albuminuria, que consiste en la excreción de albúmina en la orina. Esta manifestación refleja un daño renal funcional asociado a la infección por el virus de la fiebre amarilla, y su detección constituye una herramienta clínica valiosa para orientar el diagnóstico hacia esta enfermedad en particular. La albuminuria, al ser un signo relativamente constante y característico, ayuda a distinguir la fiebre amarilla de otros procesos infecciosos hepáticos en los que este fenómeno no es tan común o se presenta con menor frecuencia.
A pesar de ello, la confirmación definitiva del diagnóstico de fiebre amarilla requiere la realización de pruebas serológicas específicas que detecten anticuerpos o material genético viral. Esto se debe a la superposición clínica entre diferentes enfermedades febriles y hemorrágicas, así como a la importancia de identificar con precisión el agente etiológico para implementar medidas adecuadas de tratamiento, control y prevención. Por lo tanto, la combinación de la evaluación clínica, la identificación de signos distintivos como la albuminuria y la confirmación serológica constituye el enfoque más eficaz para el diagnóstico correcto de la fiebre amarilla.
Tratamiento y pronóstico
Actualmente, no existe un tratamiento antiviral específico aprobado para la fiebre amarilla, lo que limita las opciones terapéuticas disponibles para el manejo de esta enfermedad. El abordaje clínico se centra principalmente en el alivio sintomático y en el manejo de las complicaciones que puedan surgir durante la evolución del paciente. Esto incluye el control de la fiebre, el manejo de la deshidratación, la estabilización hemodinámica, y el tratamiento de las hemorragias o insuficiencias orgánicas que puedan presentarse, con el objetivo de mejorar la calidad de vida del paciente y aumentar las probabilidades de recuperación. En este contexto, los cuidados de soporte en unidades hospitalarias especializadas resultan fundamentales para la supervivencia, especialmente en aquellos casos que evolucionan hacia la forma grave de la enfermedad.
En la búsqueda de opciones terapéuticas específicas, se encuentra en desarrollo un ensayo clínico aleatorizado en Brasil que evalúa la eficacia del sofosbuvir, un antiviral inicialmente utilizado para el tratamiento de la hepatitis C, en pacientes con fiebre amarilla. Este estudio es prometedor, ya que podría ofrecer una alternativa terapéutica directa contra el virus de la fiebre amarilla si se demuestra su seguridad y efectividad, lo que representaría un avance significativo en el manejo de esta infección.
En cuanto al pronóstico, la forma grave de la fiebre amarilla presenta una tasa de mortalidad elevada, que oscila entre el veinte y el cincuenta por ciento. La mayoría de las muertes ocurren en un período crítico comprendido entre el sexto y el décimo día después del inicio de los síntomas, coincidiendo con la fase de intoxicación y el compromiso multisistémico más severo. Para aquellos pacientes que sobreviven a la enfermedad, la convalecencia es prolongada y puede incluir uno o dos semanas adicionales de astenia, que se caracteriza por una debilidad generalizada y fatiga persistente que limita la recuperación funcional completa.
Un aspecto positivo es que la infección por el virus de la fiebre amarilla confiere inmunidad de por vida a los individuos que logran recuperarse, lo que significa que están protegidos contra futuras infecciones. Esta inmunidad duradera es la base para las estrategias de vacunación preventiva, fundamentales en la prevención de brotes y control epidemiológico de la enfermedad.
Prevención
Existen cuatro vacunas vivas atenuadas contra la fiebre amarilla, todas derivadas de la cepa 17D, que han sido preclasificadas y aprobadas por la Organización Mundial de la Salud debido a su eficacia y seguridad comprobadas. Estas vacunas se administran en una única dosis, aunque en algunos grupos específicos se recomienda una dosis de refuerzo cada diez años para mantener la protección inmunológica. Históricamente, se consideraba que una sola dosis de la vacuna confería inmunidad permanente a lo largo de la vida; sin embargo, estudios recientes han evidenciado que la seropositividad persistente a los ocho años postvacunación es aproximadamente del 85 %, y disminuye a menos del 60 % en niños vacunados entre los nueve y doce meses de edad, lo que ha generado reconsideraciones respecto a la necesidad de dosis de refuerzo en determinados subgrupos poblacionales.
La vacunación contra la fiebre amarilla está recomendada para todas las personas mayores de nueve meses que viajen o residan en áreas donde existe riesgo de transmisión del virus. No obstante, la vacuna está contraindicada en niños menores de seis meses debido al riesgo aumentado de desarrollar encefalitis asociada a la vacuna, una complicación grave que limita su uso en esta población. La Organización Mundial de la Salud insta a los países endémicos a incluir la vacuna contra la fiebre amarilla dentro de sus programas nacionales de inmunización, con el fin de controlar y prevenir brotes epidémicos. Además, mantiene una lista actualizada de países que exigen la vacunación para el ingreso, reforzando así las medidas de control epidemiológico internacional.
Existen ciertas contraindicaciones para la administración de esta vacuna, que incluyen a personas con alergias graves al huevo, dado que la vacuna se produce en cultivos celulares que pueden contener trazas de proteínas de huevo. También está desaconsejada en individuos con inmunosupresión severa, como aquellos con inmunodeficiencias primarias, pacientes con infección por virus de inmunodeficiencia humana que presenten un recuento de células CD4+ inferior a 200 por microlitro, personas con trastornos del timo que afecten la función inmunológica, pacientes con neoplasias malignas, receptores de trasplantes y aquellos bajo terapias inmunosupresoras o inmunomoduladoras. Además, no debe administrarse a mujeres en periodo de lactancia ni a personas mayores de sesenta años, ya que este grupo etario presenta un mayor riesgo de desarrollar complicaciones viscerotrópicas y neurológicas asociadas a la vacuna.
La administración de la vacuna contra la fiebre amarilla debe realizarse con un intervalo mínimo de veinticuatro horas respecto a la vacuna contra el sarampión para evitar interferencias inmunológicas. En el caso de mujeres embarazadas, la vacunación sólo está indicada si no es posible posponer el viaje a zonas endémicas, valorando cuidadosamente los riesgos y beneficios.
Es fundamental que los profesionales de la salud estén conscientes de que, aunque la vacuna es segura para la mayoría, pueden presentarse reacciones adversas raras pero potencialmente fatales, tales como anafilaxia, enfermedad viscerotrópica asociada a la vacuna y enfermedad neurológica asociada a la vacuna. Por ello, la vigilancia postvacunal y la educación sobre signos de alarma son esenciales para un manejo oportuno.
Más allá de la vacunación, las medidas personales de protección contra la picadura de mosquitos constituyen la mejor estrategia para prevenir la infección. En personas que no se encuentran en áreas endémicas pero están en la fase aguda de la enfermedad, es crucial evitar la exposición a los mosquitos vectores para impedir la transmisión del virus, dado que la sangre durante esta etapa es altamente infecciosa. Este enfoque integral, que combina la vacunación, las medidas preventivas y la vigilancia clínica, es fundamental para el control eficaz de la fiebre amarilla.

Fuente y lecturas recomendadas:
- Juan-Giner A et al. Immunogenicity and safety of fractional doses of yellow fever vaccines: a randomized double-blind, non-inferiority trial. Lancet. 2021;397:119. [PMID: 33422245]
- Kling K et al. Duration of protection after vaccination against yellow fever: a systematic review and meta-analysis. Clin Infect Dis. 2022;75:2266. [PMID: 35856638]
- Waters TW et al. Updated yellow fever entry requirements and recommendations from WHO as of August 2020. J Travel Med. 2020;27:taaa152. [PMID: 32889538]