La rabia es una encefalitis viral causada por un virus de la familia Rhabdoviridae, género Lyssavirus. Esta enfermedad se transmite principalmente a través de la saliva de animales infectados, la cual ingresa al organismo humano mediante mordeduras o a través de heridas abiertas en contacto con fluidos contaminados. Es una zoonosis de alta letalidad, cuyo ciclo de transmisión involucra habitualmente a mamíferos, siendo los cánidos domésticos los principales reservorios y vectores en muchas regiones del mundo.
A nivel mundial, se reportan anualmente más de 17 millones de casos de mordeduras de animales, y se estima que alrededor de 59,000 muertes cada año son atribuibles a la rabia. Esta cifra refleja tanto la alta incidencia de la enfermedad como las deficiencias en los sistemas de salud pública en relación con su prevención, diagnóstico y tratamiento. La rabia es endémica en más de 150 países y territorios, lo que indica su amplia distribución geográfica y la dificultad de controlarla en contextos con recursos limitados. Se calcula que más del 40% de la población mundial vive en regiones donde no existe vigilancia efectiva de la rabia, lo que impide su detección oportuna y el desarrollo de estrategias de control adecuadas.
La mayor carga de enfermedad se concentra en zonas rurales de África y Asia, donde más del 90% de los casos humanos y el 99% de las muertes por rabia están relacionadas con mordeduras de perros infectados. Esta realidad se asocia con una limitada cobertura de vacunación canina, acceso restringido a la profilaxis posexposición, y falta de conciencia sobre las medidas preventivas en la población general.
En el caso de los viajeros que se desplazan a regiones endémicas, la rabia suele estar vinculada a lesiones provocadas por animales. Entre los incidentes más frecuentes se encuentran los ataques de perros en el norte de África y en la India, de gatos en el Medio Oriente, y de primates no humanos en África subsahariana y Asia. La mayoría de los casos asociados a viajes se presentan dentro de los primeros diez días posteriores a la llegada al destino, lo que refleja la rápida exposición al riesgo tras ingresar en zonas donde el virus está presente en la fauna local.
En contraste, existen regiones del mundo que han sido declaradas libres de rabia, gracias a rigurosos programas de control y vigilancia. Estas áreas incluyen gran parte de Europa Occidental, así como Australia, Nueva Zelanda, Japón y el estado de Hawái en los Estados Unidos. La erradicación de la rabia en estos lugares ha sido posible mediante estrategias integradas que incluyen campañas masivas de vacunación animal, control de fauna silvestre, educación comunitaria y un sistema de respuesta sanitaria eficaz ante posibles casos.
El virus de la rabia presenta un ciclo patogénico estrechamente ligado al sistema nervioso y a las glándulas salivales del hospedador, particularmente en los perros, que son una de las principales especies vectores de la enfermedad en humanos. Un aspecto relevante en la transmisión del virus es que este alcanza las glándulas salivales aproximadamente entre cinco y siete días antes de la muerte del animal infectado. Esta característica temporal restringe la ventana de infectividad del perro, ya que solo durante ese corto período final el animal puede transmitir eficazmente el virus a través de la saliva.
Aunque la vía más común de transmisión es la mordedura, existen rutas menos frecuentes pero clínicamente significativas. Entre estas se incluye la contaminación de las membranas mucosas con saliva o tejido cerebral de animales infectados, la inhalación de aerosoles que contengan el virus —una posibilidad documentada en laboratorios o cuevas con alta densidad de murciélagos infectados— y el trasplante de córnea. Esta última ruta ha sido responsable de infecciones en receptores cuando el donante presentaba una infección por rabia no reconocida al momento del procedimiento.
Asimismo, se han descrito mutaciones en las proteínas del virus de la rabia que permiten al patógeno evadir o subvertir el sistema inmunológico del hospedador. Estas alteraciones genéticas pueden contribuir a una replicación más eficiente del virus o a una menor detección por parte del sistema inmune, aumentando el riesgo de progresión a enfermedad clínica grave.
Una preocupación adicional en el ámbito médico moderno es la transmisión del virus a través de trasplantes de órganos sólidos o segmentos vasculares provenientes de donantes con infecciones no diagnosticadas. En estos escenarios, la administración oportuna de profilaxis posexposición ha demostrado ser potencialmente efectiva para prevenir el desarrollo de la enfermedad en los receptores, subrayando la importancia de una vigilancia clínica estricta en contextos de trasplante.
El periodo de incubación del virus de la rabia es variable y puede oscilar desde diez días hasta varios años, aunque en la mayoría de los casos se sitúa entre tres y siete semanas. Esta variabilidad está influida, entre otros factores, por la proximidad de la herida al sistema nervioso central; cuanto más cerca se encuentra el sitio de entrada del virus del encéfalo, más corto tiende a ser el periodo de incubación.
Una vez que el virus ha ingresado al organismo, se disemina a través del sistema nervioso periférico mediante transporte axonal retrógrado. Al llegar al encéfalo, se replica intensamente, provocando una encefalitis aguda. Posteriormente, el virus migra a través de los nervios eferentes hacia las glándulas salivales, completando así su ciclo infeccioso.
Durante la infección, el virus de la rabia induce la formación de cuerpos de inclusión citoplasmáticos denominados cuerpos de Negri. Estas estructuras son características de la infección rabiosa y se consideran los principales sitios de transcripción y replicación viral dentro de las neuronas. Su detección en tejido cerebral es uno de los hallazgos histopatológicos más representativos de la rabia y puede ser utilizado como criterio diagnóstico en estudios post mortem.
Manifestaciones clínicas
En la mayoría de los casos de rabia en humanos, los pacientes refieren antecedentes claros de una mordedura por un animal infectado, lo que facilita el diagnóstico clínico y la instauración temprana de medidas preventivas. Sin embargo, en ciertos contextos, como en el caso de los murciélagos, las mordeduras pueden pasar desapercibidas debido a su tamaño reducido y escasa capacidad de provocar dolor o lesión evidente en la piel. Esta falta de reconocimiento constituye un importante desafío para la detección precoz de la enfermedad, particularmente en regiones donde los murciélagos son reservorios endémicos del virus.
La presentación clínica de la rabia humana se inicia con una fase prodrómica inespecífica, que incluye síntomas generales como fiebre, malestar general, cefalea, náuseas y vómitos. Uno de los signos más característicos en esta etapa es la aparición de dolor o parestesias en el sitio de la mordedura, incluso si la lesión ha cicatrizado, lo que refleja la replicación viral local y la afectación inicial de las terminaciones nerviosas. Otro signo distintivo es la hipersensibilidad cutánea a los cambios de temperatura, especialmente al contacto con corrientes de aire, fenómeno conocido como aerofobia, que puede representar una manifestación temprana del compromiso del sistema nervioso autónomo.
Durante esta fase, también puede observarse un signo neuromuscular denominado mioedema por percusión, que consiste en la formación transitoria de una prominencia en el músculo al aplicar una leve presión. Este signo, aunque no exclusivo de la rabia, puede persistir a lo largo del curso clínico y reflejar la disfunción neuromuscular progresiva causada por la infección.
De manera llamativa, se han descrito alteraciones del comportamiento sexual como síntoma de inicio en algunos casos de rabia. En los varones, estas manifestaciones pueden incluir priapismo y eyaculaciones frecuentes, mientras que en las mujeres puede presentarse un estado de hipersexualidad. Estos síntomas reflejan la disrupción del control autonómico y cortical inducida por la infección viral, y su aparición puede preceder o coincidir con el inicio de la fase neurológica franca.
La etapa de afectación del sistema nervioso central comienza habitualmente alrededor de diez días después del inicio del pródromo y puede evolucionar en dos formas clínicas distintas: encefalítica o paralítica. La forma encefalítica, también conocida como “rabia furiosa”, representa aproximadamente el ochenta por ciento de los casos y se caracteriza por episodios de agitación psicomotora, delirio, y confusión que alternan con períodos de aparente tranquilidad. Esta forma produce los signos clásicos de la rabia, como los espasmos laríngeos extremadamente dolorosos al intentar tragar líquidos, lo que da origen al término “hidrofobia”. También se observa estimulación exagerada del sistema nervioso autónomo, lo que se traduce en hipersalivación, midriasis, taquicardia y, en casos avanzados, arritmias. Las convulsiones son frecuentes y reflejan el daño cerebral progresivo.
La forma paralítica, menos común, se manifiesta como una parálisis flácida de evolución ascendente, clínicamente semejante al síndrome de Guillain-Barré. A diferencia de la forma encefalítica, esta variante preserva en sus primeras etapas las funciones cognitivas superiores, lo que puede llevar a un retraso en el diagnóstico. Sin embargo, ambas formas de la enfermedad avanzan inexorablemente hacia el coma, disfunción severa del sistema nervioso autónomo y, finalmente, la muerte, generalmente dentro de los días o semanas posteriores al inicio de los síntomas neurológicos.
Exámenes diagnósticos
En el manejo de casos sospechosos de rabia, tanto en humanos como en animales, la evaluación adecuada del animal agresor representa un pilar fundamental para la toma de decisiones clínicas y de salud pública. Cuando un animal que ha mordido a una persona aparenta estar sano en el momento del incidente, se recomienda su cuarentena y observación durante un período de diez días. Este intervalo se basa en el conocimiento de la fisiopatología del virus de la rabia: si el animal estuviera infectado y en fase de excreción viral en la saliva (es decir, capaz de transmitir la enfermedad), inevitablemente desarrollaría síntomas clínicos de rabia y fallecería en ese lapso. La ausencia de signos clínicos al final de la observación permite descartar la transmisión, evitando así intervenciones innecesarias como la profilaxis posexposición en humanos.
Por el contrario, si el animal agresor se encuentra enfermo en el momento del ataque o muere poco tiempo después, se debe proceder a realizar pruebas diagnósticas para confirmar o descartar infección por el virus de la rabia. En animales silvestres capturados, especialmente si pertenecen a especies consideradas de alto riesgo como mapaches, zorrillos, murciélagos y zorros, la conducta más prudente consiste en su sacrificio, seguido del envío de la cabeza refrigerada al laboratorio más cercano que cuente con la capacidad técnica para realizar estudios del sistema nervioso central. Este protocolo permite la evaluación directa del encéfalo, donde se espera encontrar evidencia del virus, particularmente en regiones como el hipocampo y el cerebelo.
Cuando no es posible recuperar al animal o realizar pruebas diagnósticas directas, se debe asumir que las especies silvestres mencionadas son potencialmente rabiosas. Esta presunción tiene carácter preventivo y se fundamenta en la alta prevalencia del virus de la rabia en poblaciones de fauna silvestre, así como en el riesgo letal que implica una exposición no tratada.
Para el diagnóstico del virus en animales, una de las técnicas más utilizadas es la prueba de inmunofluorescencia directa, aplicada a biopsias de piel obtenidas de la región posterior del cuello. Esta zona es seleccionada debido a la alta densidad de terminaciones nerviosas que rodean los folículos pilosos, permitiendo una detección más efectiva del antígeno viral. La sensibilidad y especificidad de esta prueba la hacen altamente confiable para la detección del virus en estadios tempranos.
En humanos, cuando se sospecha infección por rabia, se dispone de un conjunto de pruebas moleculares y virológicas que permiten confirmar el diagnóstico de manera más precisa. Estas incluyen la reacción en cadena de la polimerasa con transcriptasa inversa en tiempo real (RT-PCR cuantitativa), técnicas de amplificación basadas en secuencias de ácidos nucleicos, pruebas inmunohistoquímicas rápidas directas, así como el aislamiento del virus en muestras de líquido cefalorraquídeo o saliva. Estas pruebas permiten detectar el virus antes del fallecimiento y son esenciales para el manejo clínico y epidemiológico del paciente.
La detección de anticuerpos específicos en suero o en líquido cefalorraquídeo puede aportar información complementaria, aunque generalmente estos aparecen tardíamente, cuando el sistema inmunológico ha tenido tiempo de reaccionar ante la infección.
En cuanto a los hallazgos anatomopatológicos, un signo clásico de infección por el virus de la rabia es la presencia de cuerpos de inclusión eosinofílicos, redondeados u ovales, conocidos como cuerpos de Negri, en el citoplasma de las neuronas, especialmente en el hipocampo y en células de Purkinje del cerebelo. Sin embargo, su presencia no es ni sensible ni específica, por lo que no puede considerarse un criterio diagnóstico definitivo.
Los estudios de resonancia magnética en pacientes infectados pueden mostrar alteraciones difusas del encéfalo, aunque estos hallazgos suelen ser inespecíficos y no permiten distinguir la rabia de otras encefalitis virales. Por esta razón, el diagnóstico definitivo debe basarse en pruebas moleculares y virológicas específicas.
Tratamiento
El manejo clínico de la rabia en su fase sintomática representa uno de los mayores desafíos en medicina infecciosa, debido a la altísima letalidad del virus una vez que se ha instaurado el cuadro neurológico. El tratamiento de estos pacientes exige cuidados intensivos altamente especializados, centrados en el soporte vital y la preservación de las funciones neurológicas y respiratorias. La prioridad inicial es asegurar una vía aérea permeable, garantizar una adecuada oxigenación y ventilación, y controlar las crisis convulsivas, que son frecuentes durante el curso de la encefalitis. La disfunción autonómica severa, que incluye arritmias, hipertensión o hipotensión, e hipersecreción bronquial, también requiere vigilancia constante y manejo cuidadoso.
El entorno clínico debe cumplir con precauciones universales estrictas para prevenir la transmisión del virus a los profesionales de la salud. Aunque el riesgo de transmisión por contacto casual con un paciente con rabia es extremadamente bajo, la presencia del virus en la saliva y, potencialmente, en otras secreciones corporales, justifica medidas rigurosas de bioseguridad.
En cuanto a las opciones farmacológicas, se ha demostrado que los corticosteroides no aportan beneficios terapéuticos en la rabia, y su uso está desaconsejado debido a su potencial efecto inmunosupresor, que podría agravar la evolución de la enfermedad. A pesar de diversos intentos terapéuticos, incluyendo el uso de antivirales, inmunomoduladores y protocolos experimentales como el protocolo de Milwaukee, los resultados han sido en su mayoría ineficaces. La aparición de síntomas clínicos marca un punto de no retorno en la historia natural de la enfermedad, ya que la supervivencia a partir de ese momento es excepcional.
Las estadísticas no permiten establecer una estimación precisa de la tasa de éxito de los tratamientos intensivos en fases sintomáticas, debido a la extrema rareza de la recuperación y a la falta de casos controlados suficientes. En cambio, cuando se administra profilaxis posexposición de manera oportuna —esto es, antes del inicio de los síntomas—, la prevención de la enfermedad es prácticamente absoluta, con una eficacia cercana al cien por ciento. Esta estrategia incluye una cuidadosa limpieza de la herida, la administración de inmunoglobulina antirrábica y una serie de dosis de vacuna inactivada, siguiendo protocolos bien establecidos.
La mayoría de las muertes por rabia ocurren en personas que desconocen haber sido expuestas, que no buscan atención médica o que, por diversas razones, no reciben la profilaxis necesaria tras una exposición sospechosa. La progresión clínica, una vez iniciada, culmina casi invariablemente con la muerte en un promedio de siete días después del comienzo de los síntomas, siendo la insuficiencia respiratoria la causa terminal más frecuente. Esta se debe a la combinación de parálisis de los músculos respiratorios, alteración del centro respiratorio en el tallo cerebral y disautonomía grave.
Existen casos extremadamente raros en los que los pacientes logran sobrevivir sin recibir cuidados intensivos. Estas presentaciones excepcionales son conocidas como “rabia abortiva”. En dichos casos, se postula que el sistema inmunológico del paciente logra contener la infección antes de que el virus cause daño irreversible en el sistema nervioso central. Sin embargo, estas situaciones son anecdóticas y no deben considerarse una vía terapéutica viable ni replicable en contextos clínicos generales.
Prevención
La prevención de la rabia constituye la estrategia más eficaz y racional para combatir una enfermedad que, una vez instaurada clínicamente, es casi invariablemente letal. La prevención se apoya en dos pilares fundamentales: la vacunación de animales domésticos y la inmunización activa de personas con riesgo elevado de exposición. La vacunación sistemática de perros y gatos que cohabitan en entornos domésticos es crucial, ya que estos animales constituyen los principales vínculos entre los reservorios silvestres del virus y el ser humano. Esta medida reduce significativamente la probabilidad de transmisión zoonótica y contribuye a establecer una barrera inmunológica a nivel comunitario.
Por otro lado, la inmunización activa está indicada en personas cuya actividad laboral o condiciones de vida implican un riesgo constante de exposición al virus. Entre estos grupos destacan los veterinarios, técnicos en laboratorios de virología, trabajadores de control animal y personas que residen o viajan frecuentemente a zonas endémicas. En estos casos, la administración de la vacuna antirrábica como profilaxis previa a la exposición ofrece una protección sólida y prolongada, facilitando además una respuesta inmunitaria más rápida y eficaz en caso de exposición posterior.
No obstante, las decisiones más trascendentales desde el punto de vista clínico y de salud pública se relacionan con la conducta a seguir ante mordeduras de animales. La evaluación del riesgo, la observación del animal implicado y, cuando sea necesario, la instauración de la profilaxis posexposición son elementos clave para prevenir la evolución hacia la enfermedad. En el contexto de los viajeros internacionales, los animales que representan fuentes frecuentes de infección son principalmente perros, gatos y primates no humanos, especialmente en regiones donde la vigilancia epidemiológica y la vacunación animal son insuficientes.
En países en desarrollo, las estrategias preventivas más eficaces no se basan en la eliminación masiva de perros callejeros, ya que esta medida, además de ser ineficiente y éticamente cuestionable, suele generar un efecto contraproducente. La destrucción masiva de animales domésticos crea un vacío ecológico que es rápidamente ocupado por animales ferales no inmunizados, lo que perpetúa e incluso intensifica la circulación del virus en áreas urbanas.
En contraste, las intervenciones sostenibles y basadas en evidencia incluyen la educación comunitaria, la vigilancia epidemiológica activa y los programas de vacunación periódica, especialmente dirigidos a los perros, que son el principal reservorio urbano. Estas campañas, implementadas de manera sistemática y con apoyo intersectorial, han demostrado ser altamente efectivas para reducir la incidencia de rabia en humanos y animales.
Un ejemplo exitoso de intervención preventiva se encuentra en algunos países de Europa Occidental, donde se ha logrado la eliminación de la rabia silvestre mediante campañas de vacunación oral dirigidas a animales salvajes, como zorros y mapaches. Estas campañas utilizan cebos impregnados con vacunas orales distribuidos estratégicamente en zonas boscosas y rurales, logrando inmunizar de manera efectiva a las poblaciones animales sin necesidad de captura directa.

Fuente y lecturas recomendadas:
- Moulenat T et al. Purified Vero cell rabies vaccine (PVRV, Verorab®): a systematic review of intradermal use between 1985 and 2019. Trop Med Infect Dis. 2020;5:40. [PMID: 32156005]
- Rao AK et al. Use of a modified preexposure prophylaxis vaccination schedule to prevent human rabies: recommendations of the Advisory Committee on Immunization Practices – United States, 2022. MMWR Morb Mortal Wkly Rep. 2022; 71:619. [PMID: 35511716]
- Wang SY et al. Immunogenicity and safety of human diploid cell vaccine (HDCV) vs. purified Vero cell vaccine (PVRV) vs. purified chick embryo cell vaccine (PCECV) used in post-exposure prophylaxis: a systematic review and meta-analysis. Hum Vaccin Immunother. 2022;18:2027714. [PMID: 35192787]
- Zhang J et al. Population pharmacodynamic analyses of human anti-rabies virus monoclonal antibody (ormutivimab) in healthy adult subjects. Vaccines (Basel). 2022;10:1218. [PMID: 36016106]