El diagnóstico de intoxicación constituye un desafío clínico complejo que requiere una integración meticulosa de datos clínicos, hallazgos físicos y resultados de laboratorio. En muchos casos, la identificación de la sustancia tóxica responsable es posible gracias a una historia clínica proporcionada por el propio paciente o por testigos del evento, así como por la presencia de envases identificables, medicamentos, productos químicos o residuos biológicos. Sin embargo, existen situaciones en las que la etiología de la intoxicación no es evidente de forma inmediata. Por ejemplo, algunos pacientes pueden encontrarse en un estado de inconsciencia profunda o alteración del sensorio, sin capacidad para comunicarse adecuadamente. En otros casos, el sujeto intoxicado puede negarse deliberadamente a revelar la naturaleza de la sustancia ingerida o proporcionar información imprecisa, ya sea por temor a repercusiones legales, por trastornos psiquiátricos subyacentes o por un compromiso cognitivo secundario a la misma intoxicación.
Ante estos escenarios de incertidumbre diagnóstica, el médico debe recurrir a un enfoque clínico sistemático y dirigido. El examen físico adquiere un valor fundamental, ya que ciertos signos clínicos característicos —conocidos como «síndromes toxidérmicos»— pueden sugerir la categoría farmacológica o química de la sustancia involucrada. Manifestaciones como midriasis, miosis, diaforesis, piel seca, arritmias, alteraciones del estado mental, patrones respiratorios específicos o hallazgos neurológicos focales pueden orientar hacia intoxicaciones simpaticomiméticas, anticolinérgicas, colinérgicas, opioides, sedantes o de otro tipo.
Paralelamente, las pruebas de laboratorio clínico generales constituyen herramientas auxiliares esenciales. Un hemograma completo, un perfil metabólico básico, gasometría arterial, pruebas de función hepática y renal, niveles de glucosa en sangre y análisis de electrolitos, entre otros, pueden revelar alteraciones inespecíficas pero sugerentes, como acidosis metabólica con anión gap elevado, hipoglucemia, hipokalemia, o insuficiencia orgánica múltiple. Estas alteraciones, interpretadas en conjunto con los hallazgos clínicos, permiten al médico formular hipótesis diagnósticas plausibles.
En algunos casos, estos datos preliminares son suficientes para iniciar medidas terapéuticas empíricas, especialmente si existe riesgo vital inminente. Por ejemplo, la administración de naloxona en casos sospechosos de intoxicación por opioides o de flumazenilo en ciertos escenarios de intoxicación por benzodiacepinas. Además, las evidencias recabadas pueden justificar la solicitud de pruebas toxicológicas específicas, ya sea cualitativas o cuantitativas, en sangre u orina, que permitan confirmar la sospecha diagnóstica, guiar el tratamiento de manera más precisa y predecir el pronóstico clínico.
Examen físico
En el contexto del abordaje clínico de una posible intoxicación, el examen físico constituye una herramienta diagnóstica fundamental, ya que permite detectar alteraciones fisiológicas que orientan hacia la identificación del agente tóxico involucrado. Las variables que deben evaluarse de manera sistemática incluyen los signos vitales —como la presión arterial, la frecuencia cardíaca y la temperatura corporal—, además de aspectos neurológicos y autonómicos como el tamaño y la reactividad pupilar, el estado de la piel, la sudoración, el tono muscular, el nivel de conciencia y la actividad gastrointestinal. Cada una de estas manifestaciones ofrece pistas que, en conjunto, permiten establecer patrones clínicos característicos, conocidos como síndromes toxidérmicos. Estos síndromes agrupan constelaciones de signos y síntomas asociados con clases específicas de sustancias tóxicas y constituyen un recurso clínico esencial cuando la sustancia ingerida es desconocida.
Por ejemplo, el síndrome simpaticomimético es el resultado de una activación excesiva del sistema nervioso simpático, que se traduce clínicamente en hipertensión arterial, taquicardia, midriasis (dilatación pupilar), hipertermia y una piel sudorosa, aunque las mucosas pueden mantenerse secas. Estos pacientes suelen presentar un estado de excitación psicomotriz que puede ir desde la agitación leve hasta la psicosis franca. Las sustancias responsables incluyen estimulantes potentes como la cocaína, las anfetaminas, la efedrina y derivados sintéticos como las catinonas o ciertos cannabinoides de diseño, todos los cuales inducen una descarga masiva de catecolaminas o inhiben su recaptación sináptica.
En contraste, el síndrome simpaticolítico representa un estado de depresión generalizada del sistema nervioso central y autónomo, caracterizado por hipotensión, bradicardia, hipotermia, miosis (pupilas contraídas) y un nivel de conciencia disminuido que puede progresar hasta el coma profundo. Las sustancias asociadas a este síndrome incluyen depresores del sistema nervioso central como los barbitúricos, las benzodiacepinas, el etanol, los opioides y medicamentos antihipertensivos con efecto central como la clonidina. Este perfil clínico refleja una disminución generalizada del tono autonómico, así como una supresión de la actividad cortical y subcortical.
Por otro lado, el síndrome colinérgico se produce por una sobreestimulación de los receptores colinérgicos, tanto muscarínicos como nicotínicos, lo que genera una combinación de manifestaciones autonómicas y neuromusculares. A nivel muscarínico, se observa bradicardia, miosis marcada, salivación profusa, lagrimeo, sudoración abundante, hiperperistalsis, vómitos, diarrea, broncorrea e incontinencia. En cambio, la activación nicotínica puede inducir hipertensión y taquicardia transitorias, acompañadas de fasciculaciones, calambres y debilidad muscular progresiva. Este cuadro clínico, con un riesgo significativo de insuficiencia respiratoria, suele deberse a la exposición a insecticidas organofosforados, carbamatos o a toxinas naturales como la fisostigmina y sustancias nicotínicas.
El síndrome anticolinérgico representa un antagonismo farmacológico de los receptores muscarínicos, generando un perfil opuesto al colinérgico. Se manifiesta con taquicardia, hipertensión leve, hipertermia, midriasis, sequedad de mucosas, ausencia de sudoración, piel caliente y enrojecida, disminución o ausencia de la actividad intestinal y retención urinaria. Neurológicamente, es común observar delirio, alucinaciones, movimientos anormales y, en casos graves, convulsiones o coma. Este síndrome suele ser inducido por fármacos como la atropina, la escopolamina, ciertos antihistamínicos, antidepresivos tricíclicos y diversos antipsicóticos con propiedades anticolinérgicas.
Cada uno de estos síndromes toxidérmicos representa un marco clínico reconocible que, cuando es interpretado en conjunto con los antecedentes disponibles y los hallazgos de laboratorio, puede guiar al clínico hacia una aproximación diagnóstica y terapéutica adecuada, incluso en ausencia de una identificación precisa del agente tóxico. La correcta interpretación de estos signos permite intervenir de manera oportuna, minimizar el daño sistémico y mejorar el pronóstico del paciente.
Pruebas de laboratorio
La evaluación inicial del paciente con sospecha de sobredosis requiere un abordaje clínico y bioquímico sistemático, dado que las manifestaciones clínicas pueden ser inespecíficas y el agente tóxico responsable puede no estar claramente identificado al momento del ingreso. En este contexto, las pruebas de laboratorio clínico representan una herramienta esencial para detectar complicaciones metabólicas, evaluar la severidad de la intoxicación, identificar patrones compatibles con ciertas sustancias y orientar decisiones terapéuticas urgentes.
Una de las primeras determinaciones recomendadas es la osmolalidad sérica medida, junto con el cálculo de la brecha osmolar. Esta prueba es especialmente útil cuando se sospecha la ingestión de alcoholes tóxicos como metanol, etilenglicol o isopropanol. Estos compuestos, al circular en la sangre, aumentan la osmolalidad sin contribuir significativamente al sodio ni a la glucosa, por lo que una brecha osmolar elevada puede ser el primer indicio de su presencia, incluso antes de que se desarrollen manifestaciones clínicas o hallazgos específicos en otras pruebas.
El análisis de los electrolitos séricos, acompañado del cálculo de la brecha aniónica, también es de gran relevancia. Una brecha aniónica elevada suele indicar la acumulación de ácidos no medidos, como el ácido láctico o los metabolitos tóxicos del metanol y del etilenglicol, responsables de acidosis metabólica severa. Este hallazgo puede ser una señal temprana de intoxicaciones potencialmente letales que requieren intervención inmediata, como la administración de antídotos específicos o el inicio de hemodiálisis.
La determinación de glucosa es fundamental en todo paciente con alteración del estado de conciencia, dado que tanto la hipoglucemia como la hiperglucemia pueden simular o agravar el cuadro clínico de intoxicación. Asimismo, los niveles de creatinina y nitrógeno ureico en sangre permiten evaluar la función renal, órgano que se ve frecuentemente comprometido en intoxicaciones por agentes nefrotóxicos o como consecuencia secundaria de complicaciones sistémicas como la rabdomiólisis o el choque.
Precisamente por este motivo, la medición de creatina quinasa en suero adquiere relevancia diagnóstica en pacientes que han estado inmóviles durante períodos prolongados, en quienes presentan convulsiones o en casos de toxicidad muscular directa. La elevación significativa de esta enzima es indicativa de daño muscular esquelético, lo cual puede llevar a la liberación de mioglobina, una proteína nefrotóxica que, al acumularse en los túbulos renales, contribuye al desarrollo de insuficiencia renal aguda.
El análisis general de orina puede ofrecer información diagnóstica específica, como la presencia de cristales de oxalato de calcio monohidratado, típicos en la intoxicación por etilenglicol, o mioglobinuria secundaria a rabdomiólisis. Estos hallazgos microscópicos, aunque indirectos, pueden reforzar la sospecha clínica y guiar intervenciones específicas.
El electrocardiograma debe incluirse sistemáticamente en la evaluación inicial, ya que diversas sustancias pueden inducir alteraciones en la conducción eléctrica del corazón, desencadenar arritmias o provocar cambios característicos en el intervalo QT, el complejo QRS o el segmento ST. El hallazgo de estas alteraciones puede ser vital para reconocer toxicidades cardiotrópicas, como las inducidas por antidepresivos tricíclicos, cocaína, bloqueadores de canales de sodio o potasio, entre otros.
En todos los casos de sobredosis se recomienda medir de forma cuantitativa los niveles séricos de paracetamol (también conocido como acetaminofén) y etanol, incluso en ausencia de una historia clínica clara de ingestión. El paracetamol, en particular, puede causar hepatotoxicidad grave con síntomas iniciales mínimos, y su antídoto (la N-acetilcisteína) es más eficaz si se administra de forma temprana. Asimismo, los niveles de etanol pueden interferir con la interpretación de otras pruebas y enmascarar los efectos de coingestiones.
Por último, en mujeres en edad fértil, resulta esencial realizar una prueba de embarazo en orina o suero, dado que la presencia de un embarazo modifica sustancialmente la aproximación diagnóstica y terapéutica, incluyendo la elección de antídotos y el umbral para iniciar ciertos procedimientos invasivos. Además, ciertas toxinas pueden representar un riesgo teratogénico o desencadenar complicaciones obstétricas graves.
A. Brecha osmolar
La brecha osmolar representa un parámetro bioquímico fundamental en la evaluación del paciente intoxicado, especialmente cuando se sospecha la ingestión de sustancias exógenas de bajo peso molecular. Esta herramienta diagnóstica se basa en la comparación entre dos valores: la osmolalidad sérica medida directamente por métodos de laboratorio, y la osmolalidad sérica calculada, la cual se estima a partir de la concentración de solutos osmóticamente activos normalmente presentes en el plasma, como el sodio, la glucosa y el nitrógeno ureico. Al restar la osmolalidad calculada de la osmolalidad medida, se obtiene un valor conocido como brecha osmolar o delta osmolar. En condiciones fisiológicas, esta diferencia oscila dentro de un rango estrecho, generalmente entre 0 y 10 miliosmoles por kilogramo, lo que refleja un equilibrio entre los solutos conocidos y los medidos.
Sin embargo, en el contexto de una intoxicación aguda, la presencia en el plasma de compuestos no considerados en la fórmula de osmolalidad calculada —particularmente aquellos de bajo peso molecular y alta solubilidad— puede generar un aumento significativo de la osmolalidad medida sin un cambio correspondiente en la osmolalidad calculada. Este desacoplamiento provoca una brecha osmolar positiva, es decir, un valor que excede el rango normal y que actúa como un marcador indirecto de sustancias osmóticamente activas no habituales en el medio interno.
Entre los compuestos más frecuentemente asociados con una brecha osmolar elevada se encuentran los alcoholes tóxicos, como el etanol, el metanol, el etilenglicol, el isopropanol y el propilenglicol. Estas moléculas son pequeñas, altamente solubles en agua y, por lo tanto, contribuyen significativamente a la osmolalidad plasmática sin ser capturadas en el cálculo convencional. El etanol, por su prevalencia como sustancia intoxicante tanto de forma intencional como accidental, es el agente más común asociado con este hallazgo. No obstante, el reconocimiento de otras sustancias menos frecuentes pero altamente peligrosas —como el metanol, que puede causar ceguera, o el etilenglicol, que induce nefropatía por depósito de cristales— es esencial para una intervención precoz y dirigida.
Es importante señalar que el valor de la brecha osmolar no solo refleja la presencia del compuesto tóxico en sí, sino también su etapa metabólica. Por ejemplo, en las fases tempranas de la intoxicación por metanol o etilenglicol, la brecha osmolar puede estar muy elevada debido a la alta concentración del alcohol padre. Sin embargo, a medida que estos compuestos se metabolizan a sus derivados ácidos —como el ácido fórmico o el ácido oxálico, respectivamente— la brecha osmolar puede disminuir, mientras que la brecha aniónica aumenta, reflejando un cambio en la naturaleza de los solutos predominantes.
Además de los alcoholes, ciertos estados metabólicos severos, como la cetoacidosis diabética o la cetoacidosis alcohólica, pueden generar una brecha osmolar aumentada. En estos cuadros, la acumulación de cuerpos cetónicos como el acetoacetato, el beta-hidroxibutirato y la acetona, todos ellos solutos de bajo peso molecular, eleva la osmolalidad plasmática sin alterar de forma proporcional los componentes utilizados en la fórmula de osmolalidad calculada. Si bien en estos casos la brecha osmolar no es tan pronunciada como en las intoxicaciones alcohólicas agudas, su presencia puede reforzar la sospecha diagnóstica en contextos clínicos compatibles.
B. Brecha aniónica
La acidosis metabólica con brecha aniónica elevada representa una alteración ácido-base que refleja la acumulación de ácidos no volátiles en el compartimiento extracelular. Esta condición se caracteriza por una disminución del pH plasmático acompañada de una reducción en la concentración de bicarbonato, que no se compensa completamente por mecanismos respiratorios. El cálculo de la brecha aniónica permite estimar la presencia de aniones no medidos en el plasma, y su elevación constituye un hallazgo cardinal en la identificación de acidosis metabólicas secundarias a procesos tóxicos, isquémicos o metabólicos.
La brecha aniónica se calcula a partir de la fórmula clásica: concentración de sodio menos la suma de las concentraciones de cloruro y bicarbonato. En condiciones normales, esta diferencia oscila entre 8 y 12 miliequivalentes por litro. Cuando se eleva por encima de este rango, se asume que aniones no contemplados en el cálculo, como el lactato, los cuerpos cetónicos o los metabolitos ácidos de ciertas sustancias tóxicas, están contribuyendo a la acidemia.
En el contexto de una intoxicación, una brecha aniónica elevada suele indicar la acumulación de ácidos orgánicos o inorgánicos derivados del metabolismo de compuestos exógenos. Entre los tóxicos más frecuentemente implicados se encuentran el metanol y el etilenglicol. El metanol se metaboliza en el hígado a ácido fórmico, un inhibidor directo de la cadena respiratoria mitocondrial, mientras que el etilenglicol se convierte en ácido oxálico y glicólico, cuyas propiedades nefrotóxicas y acidogénicas están bien documentadas. Ambos metabolitos generan una acidosis metabólica grave y pueden conducir rápidamente a insuficiencia orgánica si no se tratan de manera adecuada.
En estos casos, la acidosis metabólica puede coexistir con una brecha osmolar elevada, especialmente en fases iniciales del cuadro, cuando aún hay una alta concentración del alcohol no metabolizado en plasma. La presencia simultánea de ambas brechas —aniónica y osmolar— constituye un indicador clínico particularmente sugerente de intoxicación por metanol o etilenglicol, aunque también puede observarse en estados de cetoacidosis diabética o alcohólica, debido a la presencia de cuerpos cetónicos y otras moléculas osmóticamente activas.
Otras sustancias tóxicas también pueden inducir acidosis metabólica con brecha aniónica elevada por distintos mecanismos fisiopatológicos. El monóxido de carbono y el cianuro, por ejemplo, comprometen el metabolismo oxidativo al interferir con la respiración celular, lo que conduce a una rápida acumulación de ácido láctico (lactacidemia) como resultado del metabolismo anaeróbico. El hierro, en dosis tóxicas, provoca daño mitocondrial directo y también genera acidosis láctica secundaria. La isoniazida, un fármaco antituberculoso, puede inducir convulsiones prolongadas y, a través de una alteración del metabolismo del ácido pirúvico, también causa una acumulación significativa de lactato.
Otros compuestos como el propilenglicol, utilizado como excipiente en varias formulaciones intravenosas, pueden generar metabolitos ácidos que elevan tanto la brecha aniónica como la osmolar. La metformina, en casos de sobredosis o insuficiencia renal, puede inducir acidosis láctica severa. Los salicilatos, por su parte, además de estimular el centro respiratorio e inducir alcalosis respiratoria, interfieren con el metabolismo celular y favorecen la generación de ácido láctico y cuerpos cetónicos.
Incluso el paracetamol, generalmente asociado a hepatotoxicidad diferida, puede causar una acidosis metabólica de inicio temprano cuando se consume en dosis masivas, probablemente por mecanismos aún no completamente dilucidados que involucran disfunción mitocondrial y acumulación de ácidos orgánicos intermedios.
C. Pruebas de laboratorio toxicológicas
En el manejo inicial del paciente intoxicado, el tiempo es un recurso crítico. Las decisiones terapéuticas deben tomarse de manera rápida y muchas veces basadas en la presentación clínica, la historia disponible y los hallazgos físicos y de laboratorio más inmediatos. En este contexto, el cribado toxicológico completo, es decir, la detección amplia de múltiples sustancias mediante técnicas especializadas como cromatografía o espectrometría de masas, tiene una utilidad limitada, ya que sus resultados suelen demorarse horas o incluso días. Esta falta de inmediatez impide que dichos estudios influyan en las decisiones clínicas urgentes que deben tomarse en las primeras etapas de la atención, cuando la vida del paciente puede depender de una intervención rápida y dirigida.
Por el contrario, la medición cuantitativa específica de ciertos fármacos o tóxicos tiene un valor diagnóstico y terapéutico mucho más relevante en el entorno agudo. Estas determinaciones permiten establecer, con precisión, la concentración del agente en sangre, lo cual puede confirmar la sospecha clínica, estratificar la gravedad del cuadro y, en muchos casos, guiar la indicación de antídotos específicos, terapias de soporte avanzadas o procedimientos como la hemodiálisis.
Por ejemplo, en el caso del paracetamol (también conocido como acetaminofén), una medición temprana y exacta de su nivel sérico permite aplicar de manera inmediata el nomograma de Rumack-Matthew, que determina la necesidad de administrar N-acetilcisteína, un antídoto eficaz que puede prevenir el desarrollo de hepatotoxicidad si se inicia en una ventana terapéutica estrecha.
Otros casos ilustrativos incluyen fármacos como la carbamazepina, el ácido valproico, el litio y la teofilina, cuyas sobredosis pueden requerir hemodiálisis o hemoperfusión en función de la concentración plasmática. Estas terapias de eliminación extracorpórea permiten reducir rápidamente la carga tóxica y mitigar las complicaciones neurológicas, cardiacas o metabólicas asociadas con niveles elevados de estos compuestos.
Del mismo modo, niveles elevados de metanol o etilenglicol no solo confirman la etiología de la acidosis metabólica con brecha aniónica y osmolar elevadas, sino que también son un criterio clave para iniciar hemodiálisis y tratamiento antidótico con etanol o fomepizol, inhibidores de la alcohol deshidrogenasa. La medición del nivel de carboxihemoglobina, en el caso de intoxicación por monóxido de carbono, permite confirmar la exposición y justificar el uso de oxigenoterapia al 100% o incluso oxígeno hiperbárico si los niveles son altos o existen síntomas neurológicos severos.
Asimismo, la detección de metahemoglobina en sangre es esencial para identificar una intoxicación por agentes oxidantes (como nitratos, anilinas o ciertos anestésicos locales), y su corrección rápida con azul de metileno intravenoso puede revertir una hipoxia tisular potencialmente mortal.
Otras determinaciones útiles incluyen los niveles de hierro en casos de sobredosis, que pueden indicar la necesidad de quelación con deferoxamina, y los niveles de digoxina, en los que una concentración tóxica, junto con hallazgos clínicos compatibles, puede requerir el uso de fragmentos de anticuerpos específicos (Fab antidigoxina) para neutralizar su efecto.
En contraste, muchos centros hospitalarios disponen de cribados rápidos de orina para la detección de drogas de abuso, que aunque útiles en ciertos contextos, tienen importantes limitaciones. Estos inmunoensayos suelen incluir únicamente un número reducido de sustancias, como opiáceos, cocaína, anfetaminas, benzodiacepinas, barbitúricos y tetrahidrocannabinol. Además, presentan una sensibilidad y especificidad variables, con frecuencia generando resultados falsos positivos (por ejemplo, por medicamentos que comparten estructuras químicas similares) o falsos negativos, especialmente cuando se trata de sustancias sintéticas que no son reconocidas por los anticuerpos utilizados en el ensayo. Así, opioides sintéticos como el fentanilo, la metadona o la oxicodona a menudo pasan desapercibidos, lo que puede inducir a errores en la interpretación del cuadro clínico.
Imágenes abdominales
En el contexto de una intoxicación aguda, la obtención de estudios por imágenes puede desempeñar un papel complementario en el diagnóstico, especialmente cuando se sospecha la ingestión de materiales o comprimidos que poseen propiedades radiopacas. Una radiografía simple del abdomen, o en ciertos casos una tomografía computarizada, puede permitir la visualización directa de sustancias o cuerpos extraños en el tracto gastrointestinal, lo cual puede tener implicaciones diagnósticas y terapéuticas relevantes.
Algunos compuestos farmacológicos, debido a su composición química, son capaces de absorber los rayos X y por lo tanto se proyectan como opacidades en las imágenes abdominales. Este es el caso de fármacos que contienen metales densos o sales minerales, como el sulfato ferroso, el carbonato de calcio, el cloruro de sodio y el cloruro de potasio. De entre estos, el hierro es uno de los más importantes desde el punto de vista clínico, ya que su sobredosis puede inducir una toxicidad multisistémica grave, y su identificación radiológica precoz permite confirmar la ingestión y estimar la carga gastrointestinal, lo que puede facilitar decisiones como la realización de un lavado gástrico, la administración de un agente quelante o la necesidad de vigilancia intensiva.
Además de los fármacos propiamente dichos, la radiografía abdominal puede ser útil para identificar cuerpos extraños no farmacológicos pero potencialmente tóxicos, como envoltorios utilizados en el tráfico o consumo clandestino de drogas. En estos casos, denominados coloquialmente como «body packers» o «body stuffers», los individuos ingieren condones u otros empaques sellados que contienen sustancias ilegales como cocaína o heroína. La detección de estos elementos mediante técnicas de imagen permite establecer la magnitud del riesgo, ya que la ruptura de uno de estos paquetes puede liberar una dosis masiva de droga que resulta rápidamente letal. En tales escenarios, la intervención médica debe ser inmediata y puede incluir medidas quirúrgicas.
Sin embargo, es importante subrayar que la utilidad de la radiografía abdominal es limitada por su baja sensibilidad para la mayoría de los medicamentos. Muchos comprimidos no poseen suficiente densidad radiológica como para ser detectados de forma consistente. En efecto, estudios han demostrado que solo un pequeño número de fármacos produce imágenes radiopacas de manera confiable, y aun estos pueden pasar desapercibidos dependiendo de factores como el tamaño del comprimido, su forma de disolución, el tiempo transcurrido desde la ingestión y el contenido intestinal del paciente en el momento del estudio.
Por esta razón, la interpretación clínica de una radiografía abdominal en el contexto de una intoxicación debe realizarse con precaución. Un estudio negativo no descarta la presencia de comprimidos ni de material tóxico en el tubo digestivo. Su valor radica principalmente en la identificación positiva de hallazgos sugestivos, ya que una imagen anormal —como múltiples opacidades compatibles con tabletas o empaques extraños— puede confirmar la sospecha clínica, orientar la necesidad de intervención urgente y guiar el seguimiento radiológico si se opta por un manejo conservador.

Fuente y lecturas recomendadas:
- Goldman, L., & Schafer, A. I. (Eds.). (2020). Goldman-Cecil Medicine (26th ed.). Elsevier.
- Loscalzo, J., Fauci, A. S., Kasper, D. L., Hauser, S. L., Longo, D. L., & Jameson, J. L. (Eds.). (2022). Harrison. Principios de medicina interna (21.ª ed.). McGraw-Hill Education.
- Papadakis, M. A., McPhee, S. J., Rabow, M. W., & McQuaid, K. R. (Eds.). (2024). Diagnóstico clínico y tratamiento 2025. McGraw Hill.
- Rozman, C., & Cardellach López, F. (Eds.). (2024). Medicina interna (20.ª ed.). Elsevier España.
- Olson KR, Smollin C (editors). Poisoning & Drug Overdose, 8th ed. McGraw-Hill, 2022.