El trastorno por uso de opioides representa una de las problemáticas más alarmantes de salud pública a nivel mundial, y su impacto ha sido especialmente devastador en países como Estados Unidos, donde se ha convertido en la principal causa de muerte por sobredosis accidental entre personas menores de cincuenta años. Esta condición, que consiste en un patrón problemático de consumo de opioides con consecuencias clínicas significativas, ha escalado en prevalencia y gravedad debido a múltiples factores interrelacionados, tanto sociales como biológicos.
Uno de los principales elementos que ha intensificado esta crisis es la proliferación de opioides sintéticos de altísima potencia, como el fentanilo y sus análogos. Estas sustancias, al ser varias veces más potentes que la morfina, incrementan significativamente el riesgo de sobredosis, incluso con dosis mínimas. Su incorporación en el suministro ilícito de drogas ha sido un punto de inflexión en la epidemia, pues a menudo se mezclan de manera inadvertida con otras drogas, exponiendo a las personas usuarias a un riesgo letal sin que sean plenamente conscientes de ello.
La pandemia de COVID-19 agravó aún más esta situación. El aislamiento social, el incremento en los niveles de ansiedad y depresión, la pérdida de redes de apoyo y la disminución del acceso a servicios de salud mental y adicciones contribuyeron a un aumento en el consumo problemático de sustancias, incluyendo opioides. La combinación de desesperanza, desinformación y barreras estructurales en el acceso al tratamiento constituyó un caldo de cultivo para el incremento de las muertes por sobredosis durante y después del periodo más crítico de la pandemia.
Desde el punto de vista epidemiológico, el trastorno por uso de opioides no afecta a la población de manera uniforme. Diversos estudios han identificado que ciertos grupos presentan una mayor vulnerabilidad al desarrollo de esta condición. En primer lugar, se ha observado una mayor prevalencia en hombres, lo cual puede deberse a una combinación de factores biológicos, conductuales y socioculturales. Asimismo, las personas jóvenes, particularmente aquellas entre los 35 y 44 años, muestran una susceptibilidad destacada, posiblemente relacionada con etapas vitales marcadas por una mayor exposición al estrés laboral, precariedad económica o conflictos interpersonales.
Las experiencias adversas en la infancia, como el abuso físico, emocional o sexual, así como la negligencia y la inestabilidad familiar, constituyen también un factor de riesgo contundente. Estas vivencias pueden generar alteraciones en el desarrollo neurológico y en los sistemas de regulación emocional, aumentando la probabilidad de que, en la adultez, las personas busquen aliviar su sufrimiento psíquico mediante el consumo de sustancias. Además, la presencia de otros trastornos por uso de sustancias, enfermedades psiquiátricas comórbidas como la depresión, la ansiedad o el trastorno por estrés postraumático, y condiciones de dolor crónico sin un manejo adecuado, elevan significativamente el riesgo de dependencia a los opioides.
Aunque la prevalencia del trastorno por uso de opioides varía entre distintas regiones geográficas y grupos poblacionales, es evidente que ciertas comunidades se ven afectadas de manera desproporcionada. Las inequidades estructurales, como la pobreza, el acceso limitado a servicios de salud y la estigmatización del consumo de drogas, perpetúan ciclos de exclusión que dificultan la prevención, el diagnóstico oportuno y el tratamiento eficaz de este trastorno. Por tanto, el abordaje del trastorno por uso de opioides debe ser integral, basado en la evidencia científica y centrado en la persona, incluyendo intervenciones sociales, políticas y sanitarias que respondan a las complejidades de este fenómeno.
La detección temprana del consumo problemático de sustancias, en particular de opioides, constituye un pilar esencial dentro de las estrategias de salud pública orientadas a mitigar el impacto del trastorno por uso de opioides. Este proceso, más allá de un mero procedimiento diagnóstico, representa una oportunidad clínica clave para interrumpir el curso del consumo riesgoso antes de que evolucione hacia una dependencia severa o consecuencias irreversibles para la salud del individuo.
El modelo conocido como Detección, Intervención Breve y Referencia a Tratamiento —basado en un enfoque integral y preventivo— busca identificar patrones de consumo en etapas tempranas mediante herramientas estandarizadas y validadas. Este enfoque ha demostrado ser efectivo no solo en ambientes especializados en salud mental o adicciones, sino también en la atención primaria, donde los profesionales de la salud están en una posición única para identificar señales de alerta de manera rutinaria y sin estigmatización.
La primera etapa de este modelo, la detección, implica una evaluación sistemática, breve y estructurada del patrón de uso de sustancias. Lejos de ser una exploración invasiva, esta práctica se fundamenta en el principio de universalidad: toda persona, independientemente de su perfil clínico o sociodemográfico, puede beneficiarse de una evaluación que permita anticipar riesgos. Esta aproximación reduce el sesgo y contribuye a que el consumo de sustancias sea abordado como un aspecto más de la salud integral.
Entre las herramientas más utilizadas en este contexto se encuentra la NIDA Quick Screen, diseñada para adaptarse con facilidad a los flujos de trabajo clínico en atención primaria. Su carácter conciso —una sola pregunta orientada a detectar cualquier uso no médico de drogas ilícitas o fármacos opioides recetados— permite una rápida identificación de riesgo. Ante cualquier respuesta afirmativa, se inicia una exploración más profunda sobre las sustancias específicas utilizadas, la frecuencia, la vía de administración y el impacto funcional asociado.
Otra herramienta útil es el cuestionario TAPS, que ofrece una visión más completa del consumo de diversas sustancias en los últimos doce meses. Su diseño permite una autoevaluación por parte del paciente o una aplicación guiada por personal clínico, lo cual aumenta su versatilidad en distintos entornos de atención. Su capacidad para detectar tanto consumo riesgoso como patrones que podrían sugerir un trastorno establecido le confiere un valor clínico notable.
En poblaciones pediátricas, adolescentes y mujeres embarazadas, el cuestionario CRAFFT ha mostrado una sensibilidad particular para identificar el inicio precoz del uso de sustancias y sus consecuencias conductuales y sociales. Las preguntas están formuladas de manera comprensible y orientadas a situaciones comunes, lo que facilita una conversación abierta con jóvenes que, en muchas ocasiones, no han tenido otras oportunidades de explorar sus conductas con un profesional de salud de manera confidencial y libre de juicio.
Es fundamental comprender que la detección no equivale a un diagnóstico formal. Su propósito es iniciar un proceso de acompañamiento y toma de decisiones clínicas fundamentadas. Cuando se identifica un patrón de consumo riesgoso, puede ser suficiente realizar una intervención breve: una conversación estructurada de corta duración, con base en principios de entrevista motivacional, cuyo objetivo es aumentar la conciencia del paciente sobre los riesgos asociados a su consumo y promover el cambio de conducta. En los casos donde se detectan patrones compatibles con un trastorno por uso de opioides de moderada o alta gravedad, se recomienda una derivación inmediata hacia servicios especializados de tratamiento.
Para que la detección sea efectiva, debe llevarse a cabo en un entorno que garantice confidencialidad, respeto y ausencia de estigma. El lenguaje utilizado, tanto verbal como no verbal, tiene un impacto profundo en la disposición del paciente para compartir información veraz y para comprometerse con un posible tratamiento. Al normalizar estas evaluaciones dentro de los procedimientos clínicos de rutina, se logra no solo identificar a más personas en riesgo, sino también contribuir a desestigmatizar el consumo de sustancias como problema médico tratable y no como una falla moral o individual.
Criterios diagnósticos
El diagnóstico de trastorno por uso de opioides se fundamenta en criterios clínicos estandarizados establecidos por el Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales, quinta edición, el cual proporciona un marco riguroso para identificar no solo la presencia de la condición, sino también su gravedad. A través de un conjunto de once criterios específicos, el enfoque del DSM-5 permite comprender la complejidad del fenómeno adictivo desde una perspectiva biopsicosocial, reconociendo tanto los aspectos conductuales como los fisiológicos del consumo problemático de opioides.
Este diagnóstico no se basa en la mera presencia del consumo de opioides, sino en la forma en que dicho consumo interfiere de manera progresiva en la vida de la persona. Para establecer un diagnóstico de trastorno por uso de opioides, deben cumplirse al menos dos de los once criterios en el transcurso de un período continuo de doce meses. Estos criterios exploran múltiples dimensiones del comportamiento humano en relación con la sustancia, y se agrupan funcionalmente en torno a cuatro dominios clínicos conocidos como las “cuatro C” de la adicción: control deteriorado, compulsión, craving (deseo intenso o ansia) y consecuencias negativas continuadas.
El deterioro en el control sobre el consumo se manifiesta en la incapacidad para limitar el uso de opioides, tanto en cantidad como en duración. Es común que las personas con este trastorno consuman dosis mayores de las que pretendían o continúen usándolos durante más tiempo del planificado. A menudo, este patrón se acompaña de intentos infructuosos por reducir o controlar el uso, lo cual evidencia la pérdida progresiva de autonomía. Además, una señal de alerta significativa es el tiempo desproporcionado que la persona dedica a obtener, consumir o recuperarse del uso de opioides, lo que reduce su participación en otras esferas importantes de la vida cotidiana.
La compulsión por el uso, entendida como una necesidad persistente y desadaptativa de consumir, se refleja en la repetición del uso en situaciones en las que es claramente peligroso, como conducir un vehículo o realizar actividades que requieren plena atención. Asimismo, muchas personas continúan utilizando opioides pese a tener conciencia de que dicho consumo está contribuyendo al deterioro de su salud física o mental. Este patrón ilustra cómo el consumo puede llegar a superar la capacidad de toma de decisiones racionales, convirtiéndose en un comportamiento automático impulsado por circuitos cerebrales alterados por la exposición crónica a la sustancia.
El craving o deseo intenso, por su parte, representa un fenómeno subjetivo pero clínicamente relevante, caracterizado por una necesidad urgente de consumir opioides. Este impulso suele ser desencadenado por estímulos ambientales, emocionales o interpersonales asociados previamente al uso, y se considera una de las principales causas de recaída en personas en tratamiento. La intensidad del craving puede llegar a ser tan elevada que eclipsa otras motivaciones, incluso frente a consecuencias adversas claras.
Las consecuencias negativas sostenidas abarcan el deterioro funcional en múltiples dominios de la vida del individuo. Esto incluye el incumplimiento de responsabilidades laborales, académicas o familiares, el abandono de actividades recreativas o sociales, y la persistencia del uso a pesar de conflictos interpersonales o del daño físico y psicológico evidente. Esta dimensión resalta el carácter progresivo y destructivo del trastorno, así como la dificultad del individuo para romper el ciclo adictivo, incluso cuando existe una conciencia parcial de sus efectos nocivos.
Dentro de los once criterios también se incluyen dos aspectos fisiológicos: la tolerancia y el síndrome de abstinencia. No obstante, es importante hacer una distinción crítica. Tanto la tolerancia —la necesidad de aumentar la dosis para lograr el mismo efecto— como la aparición de síntomas de abstinencia al suspender el consumo son respuestas neuroadaptativas naturales del organismo ante una exposición sostenida a opioides. Por esta razón, el DSM-5 establece que estos dos criterios, por sí solos, no deben ser considerados indicativos de un trastorno si se presentan en personas que siguen un tratamiento con opioides bajo supervisión médica y en cumplimiento estricto de las indicaciones terapéuticas.
La utilidad clínica de estos criterios radica no solo en permitir el diagnóstico de la condición, sino también en graduar su severidad. El cumplimiento de dos a tres criterios se asocia con un trastorno leve; de cuatro a cinco, con un trastorno moderado; y seis o más criterios indican un trastorno grave. Esta clasificación tiene implicaciones directas en la planificación del tratamiento, ya que permite adaptar la intensidad de la intervención a las necesidades clínicas particulares de cada paciente.
Exámenes diagnósticos
Las pruebas toxicológicas y de laboratorio desempeñan un papel fundamental en el abordaje clínico del trastorno por uso de opioides, no como herramientas diagnósticas en sí mismas, sino como instrumentos auxiliares que enriquecen la evaluación integral del paciente, guían las decisiones terapéuticas iniciales y permiten un monitoreo clínico seguro y ético a lo largo del tratamiento.
En primer lugar, la realización de pruebas toxicológicas al inicio del proceso terapéutico permite establecer una línea base objetiva del consumo de sustancias. Este punto de partida no solo ayuda a confirmar o matizar la información proporcionada por el paciente, sino que también facilita un seguimiento longitudinal de la evolución clínica. Por ejemplo, permite observar si el paciente logra mantener la abstinencia de sustancias no prescritas o si persisten patrones de consumo que requieran ajustes en el plan terapéutico. En un contexto donde la confianza clínica y la toma de decisiones informadas son prioritarias, contar con esta información resulta especialmente útil.
Además, estas pruebas pueden desencadenar conversaciones clínicas relevantes que de otro modo podrían no surgir. La realidad del mercado ilícito de opioides incluye adulteración frecuente con sustancias sintéticas altamente potentes como el fentanilo, que puede estar presente sin que el paciente tenga conocimiento de ello. La detección inadvertida de esta sustancia en una prueba puede permitir una discusión franca sobre los riesgos asociados, ofrecer educación en reducción de daños y ajustar el enfoque clínico de manera más precisa.
Desde una perspectiva terapéutica, los resultados toxicológicos influyen directamente en la elección del tratamiento farmacológico más seguro y eficaz. Por ejemplo, la detección activa de opioides en el organismo es una contraindicación para iniciar tratamiento con antagonistas como la naltrexona, ya que su administración en presencia de opioides puede precipitar un síndrome de abstinencia agudo. En contraste, si se detecta la presencia de opioides y se confirma el diagnóstico clínico de un trastorno por uso de opioides, puede considerarse más apropiado iniciar tratamiento con agonistas parciales como la buprenorfina o con agonistas completos como la metadona, según el perfil clínico del paciente y la disponibilidad local.
A lo largo del tratamiento, el monitoreo regular mediante pruebas toxicológicas contribuye a mantener la seguridad y la adherencia terapéutica, confirmando tanto la presencia del medicamento prescrito (por ejemplo, buprenorfina o metadona, lo cual indica cumplimiento del tratamiento) como la ausencia de otras sustancias que podrían poner en riesgo la estabilidad clínica del paciente. Este tipo de monitoreo, lejos de representar una medida punitiva, debe ser entendido como una práctica colaborativa que fortalece el vínculo terapéutico y permite respuestas clínicas tempranas ante señales de recaída.
Más allá del consumo de sustancias, una evaluación clínica inicial completa debe incluir pruebas para enfermedades infecciosas de transmisión sanguínea, especialmente en pacientes que han utilizado opioides por vía inyectada. Las infecciones por el virus de inmunodeficiencia humana (VIH), hepatitis B y hepatitis C son prevalentes en esta población debido a prácticas como el uso compartido de jeringas. Detectar estas infecciones en etapas tempranas permite intervenir de forma oportuna: iniciar tratamiento antirretroviral en caso de VIH, ofrecer tratamiento antiviral para hepatitis C o facilitar la vacunación contra hepatitis A y B si el paciente aún no ha sido inmunizado. Incluso un resultado negativo puede servir como base para intervenciones preventivas, como la indicación de profilaxis previa a la exposición (PrEP) en personas con riesgo elevado de infección por VIH.
De igual forma, las pruebas de función hepática tienen un valor clínico considerable. Muchos medicamentos utilizados en el tratamiento del trastorno por uso de opioides —incluyendo la buprenorfina y la naltrexona— se metabolizan en el hígado, por lo que establecer una función hepática basal permite detectar posibles contraindicaciones o ajustar las dosis en presencia de disfunción hepática. En casos de hepatopatía avanzada, algunas opciones farmacológicas pueden estar restringidas o requerir un seguimiento más estrecho.
En las pacientes en edad fértil, una prueba de embarazo también debe formar parte del abordaje inicial, ya que tiene implicaciones directas sobre la elección terapéutica. Por ejemplo, no se recomienda el inicio de tratamiento con naltrexona durante el embarazo debido a la limitada evidencia sobre su seguridad en este contexto. En cambio, los tratamientos con agonistas opioides como la metadona o la buprenorfina han demostrado eficacia y seguridad relativa durante la gestación y pueden contribuir a mejorar los desenlaces materno-fetales.
Complicaciones
El uso de opioides, especialmente por vía inyectada y en contextos de riesgo, está asociado con un amplio espectro de complicaciones médicas, infecciosas y sistémicas que afectan múltiples órganos y funciones fisiológicas. Estas consecuencias van más allá del fenómeno de la adicción en sí, configurando un cuadro clínico complejo que requiere atención integral, tanto desde la perspectiva del tratamiento del trastorno por uso de opioides como del abordaje de sus numerosas comorbilidades.
Uno de los riesgos más inmediatos y frecuentes del uso de opioides por vía parenteral es la infección localizada en los sitios de inyección. La utilización de agujas contaminadas, la reutilización de jeringas y la inyección en condiciones no estériles predisponen al desarrollo de celulitis, una inflamación bacteriana difusa de la piel y tejido subcutáneo, y de abscesos, acumulaciones purulentas que pueden requerir drenaje quirúrgico. Estas infecciones superficiales no solo son dolorosas, sino que también pueden progresar a complicaciones más graves si no se tratan oportunamente.
En casos más severos, la introducción de bacterias al torrente sanguíneo puede conducir a endocarditis infecciosa, una infección de las válvulas cardíacas potencialmente letal, cuya incidencia es marcadamente más alta en personas que utilizan drogas por vía intravenosa. De manera similar, las bacteriemias recurrentes pueden favorecer la colonización de otros tejidos, generando cuadros como la osteomielitis, una infección del hueso que puede volverse crónica y difícil de erradicar.
Además de las infecciones bacterianas, las infecciones virales de transmisión sanguíneaconstituyen un riesgo crítico en esta población. El uso compartido de jeringas u otros instrumentos para inyección facilita la transmisión de virus de inmunodeficiencia humana (VIH), hepatitis B y hepatitis C, enfermedades que pueden permanecer asintomáticas durante largos períodos, pero que eventualmente generan complicaciones severas como cirrosis, insuficiencia hepática y cáncer hepático. Cabe señalar que incluso prácticas menos invasivas, como el uso compartido de equipos para inhalación intranasal, han sido implicadas en la transmisión de hepatitis C, posiblemente debido al contacto con mucosas lesionadas o restos microscópicos de sangre.
El sistema respiratorio también puede verse afectado, dado que las personas con trastorno por uso de opioides presentan un mayor riesgo de neumonía y tuberculosis. Este incremento se debe a una combinación de factores: inmunosupresión inducida por el consumo crónico de sustancias, condiciones de vida precarias, desnutrición y menor acceso a servicios preventivos. En este contexto, las recomendaciones de los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC) incluyen la vacunación contra neumococo y la profilaxis previa a la exposición al VIH (PrEP) como intervenciones clave para reducir la carga de enfermedad infecciosa en esta población.
Además de las complicaciones infecciosas, el uso prolongado de opioides puede generar efectos fisiológicos significativos. Uno de ellos es el síndrome intestinal inducido por opioides, que se manifiesta con distensión abdominal, saciedad precoz, dolor abdominal y constipación persistente, producto del enlentecimiento de la motilidad gastrointestinal mediado por los receptores opioides del tracto digestivo. Este cuadro no solo compromete la calidad de vida, sino que también puede interferir con la absorción de nutrientes y medicamentos.
Otra consecuencia notable es la hiperalgesia inducida por opioides, un fenómeno paradójico en el cual la exposición prolongada a estas sustancias conduce a una mayor sensibilidad al dolor. Esta condición se ha documentado tanto en personas con uso problemático de opioides como en aquellas que reciben tratamiento con medicamentos para el trastorno por uso de opioides, incluyendo la metadona y la buprenorfina. A su vez, se ha observado que las personas con este trastorno tienden a tener un umbral de dolor más bajo y una tolerancia más alta a los opioides, lo que complica el manejo del dolor agudo y crónico en esta población, ya que requieren estrategias terapéuticas individualizadas y cautelosas.
El riesgo de sobredosis y muerte representa una de las consecuencias más devastadoras del trastorno por uso de opioides. Las tasas de sobredosis accidental, muchas veces vinculadas al uso de opioides sintéticos como el fentanilo, son alarmantemente elevadas. En 2021, aproximadamente el 75 por ciento de todas las muertes por sobredosis en Estados Unidos involucraron algún tipo de opioide. Estudios han documentado que las personas con trastorno por uso de opioides tienen hasta 63 veces más riesgo de morir por cualquier causa en comparación con la población general. Esta sobrerrepresentación en la mortalidad se explica no solo por las sobredosis, sino también por el mayor riesgo de enfermedades infecciosas, accidentes, suicidios y complicaciones médicas no tratadas.
De hecho, el riesgo de accidentes de tráfico y traumatismos también se encuentra aumentado en personas con trastorno por uso de opioides, especialmente cuando se encuentran bajo los efectos agudos de la sustancia o experimentan síntomas de abstinencia. La alteración de la percepción, la disminución del tiempo de reacción y el deterioro del juicio aumentan la probabilidad de lesiones, tanto en contextos laborales como en la vida cotidiana.
El uso crónico de opioides se ha vinculado con alteraciones hormonales y endocrinas. Entre estas se incluyen hipogonadismo (con disminución de testosterona), disfunción eréctil, pérdida de densidad ósea, fracturas osteoporóticas y retardo del vaciamiento gástrico. También se ha observado una asociación con trastornos del estado de ánimo, particularmente depresión, que puede verse agravada tanto por los efectos neuroquímicos de los opioides como por las condiciones psicosociales asociadas al consumo problemático.

Fuente y lecturas recomendadas:
- Goldman, L., & Schafer, A. I. (Eds.). (2020). Goldman-Cecil Medicine (26th ed.). Elsevier.
- Loscalzo, J., Fauci, A. S., Kasper, D. L., Hauser, S. L., Longo, D. L., & Jameson, J. L. (Eds.). (2022). Harrison. Principios de medicina interna (21.ª ed.). McGraw-Hill Education.
- Papadakis, M. A., McPhee, S. J., Rabow, M. W., & McQuaid, K. R. (Eds.). (2024). Diagnóstico clínico y tratamiento 2025. McGraw Hill.
- Rozman, C., & Cardellach López, F. (Eds.). (2024). Medicina interna (20.ª ed.). Elsevier España.