La tularemia es una infección zoonótica que afecta principalmente a roedores salvajes y conejos, causada por la bacteria Francisella tularensis. Esta enfermedad es transmitida con mayor frecuencia a los seres humanos a través del contacto directo con los tejidos de animales infectados, como puede ocurrir al atrapar muskrats (ratas almizcleras) o al despellejar conejos. También puede ser adquirida por picaduras de garrapatas o insectos que sirven de vectores para la bacteria. Es importante destacar que animales como los hámsters y los perros de la pradera también pueden ser portadores de la bacteria, lo que amplía el espectro de posibles fuentes de contagio.
En 2000, se produjo un brote significativo de tularemia neumónica en la isla Martha’s Vineyard, en Massachusetts. Este brote estuvo relacionado con actividades como cortar césped y cortar arbustos, lo que destacó un riesgo poco convencional de transmisión: la posibilidad de que la bacteria se diseminara por vía aérea, lo que implica que el contacto con material orgánico suspendido en el aire, como polvo o partículas infectadas, también puede ser una vía de contagio. Este evento subraya la importancia de considerar la transmisión aerosolizada de la Francisella tularensis, un fenómeno que, aunque poco frecuente, constituye un factor de riesgo relevante.
La Francisella tularensis ha sido clasificada como un agente con alto potencial de uso en bioterrorismo, debido a su alta virulencia y a la relativa facilidad con la que se puede dispersar en ambientes naturales. Esta bacteria es capaz de causar infecciones graves en el ser humano, que a menudo se manifiestan inicialmente como una lesión local en el sitio de entrada de la bacteria, pero que pueden progresar rápidamente a una afectación generalizada de diversos órganos. Sin embargo, en algunos casos, la infección puede permanecer asintomática o causar síntomas tan leves que pasan desapercibidos.
El periodo de incubación de la tularemia en los seres humanos es típicamente de entre tres y cinco días, lo que significa que los síntomas pueden aparecer relativamente rápido después de la exposición al agente infeccioso. Entre los síntomas comunes se encuentran fiebre, dolor de cabeza, dolor muscular y, dependiendo del tipo de infección, problemas respiratorios o úlceras en la piel. Es esencial reconocer la tularemia de manera temprana, ya que puede ser tratada eficazmente con antibióticos si se detecta a tiempo.
Manifestaciones clínicas
La tularemia es una infección bacteriana de evolución rápida que, en sus diversas formas clínicas, se presenta con síntomas característicos y a menudo debilitantes. Uno de los signos más notorios de la enfermedad es el inicio súbito de fiebre, dolor de cabeza y náuseas, que suelen manifestarse poco después de la exposición al agente patógeno. Estos síntomas iniciales pueden variar en intensidad, pero en general, contribuyen a la aparición de una sensación generalizada de malestar y fatiga.
En la forma ulceroglandular de la tularemia, uno de los hallazgos más distintivos es la aparición de una pápula en el sitio de inoculación de la bacteria, que posteriormente se ulcera. Este tipo de lesión es comúnmente observada en la piel de una extremidad, aunque en algunos casos puede encontrarse en otras áreas del cuerpo. La pápula, en su proceso evolutivo, se convierte rápidamente en una úlcera dolorosa que puede generar molestias significativas. Además, los ganglios linfáticos regionales cercanos a la zona de inoculación suelen inflamarse, volviéndose sensibles al tacto y, en ocasiones, supurando, lo que indica la presencia de una infección localizada en los tejidos.
En algunos casos, la infección puede progresar a una forma más grave, como la tularemia neumónica, que resulta del diseminado hematógeno de la bacteria. Este tipo de infección puede desarrollarse después de la propagación de la Francisella tularensis a través del torrente sanguíneo, como sucede en la tularemia tifoidea o bacterémica, o bien de forma primaria a partir de la inhalación de aerosoles infectados, lo que genera una neumonía aguda con dificultades respiratorias.
Otro tipo de tularemia, la orofaríngea, puede surgir como resultado de la ingestión de carne o agua contaminadas con la bacteria. En este caso, los pacientes suelen experimentar dolor de garganta, úlceras en la boca, amigdalitis y ganglios linfáticos cervicales inflamados, con la posibilidad de que se presenten síntomas gastrointestinales como náuseas, vómitos o diarrea. Esta forma de la enfermedad puede ir acompañada de un malestar generalizado que incluye fiebre y fatiga extrema.
Además de los síntomas localizados, en cualquiera de las formas clínicas de la tularemia, es común que el bazo se agrande y se vuelva sensible, un signo de que el sistema inmunológico está respondiendo a la infección. Los pacientes pueden presentar también erupciones cutáneas inespecíficas, dolor muscular generalizado (mialgia) y un estado de agotamiento extremo (postración), que reflejan el impacto sistémico de la infección.
En los casos más graves, la enfermedad puede progresar hasta inducir un estado de confusión mental, estupor o delirio, lo que subraya la naturaleza potencialmente grave y multisistémica de la tularemia. La evolución clínica depende de varios factores, incluidos el estado inmunológico del paciente, la forma de la infección y el tratamiento oportuno.
Exámenes diagnósticos
El cultivo de Francisella tularensis a partir de muestras de sangre o tejido infectado es un proceso que requiere medios de cultivo especiales, debido a las exigencias nutricionales específicas de la bacteria, que no puede desarrollarse en los medios estándar utilizados para otros patógenos. Esto hace que el aislamiento de la bacteria en un laboratorio sea más complicado y, además, conlleva un riesgo significativo para el personal de laboratorio, ya que Francisella tularensis es un patógeno altamente infeccioso y puede ser peligroso para la salud humana si no se manejan adecuadamente las muestras. Por estas razones, el diagnóstico microbiológico directo mediante cultivo no siempre es la primera opción debido tanto a los requerimientos técnicos como a los riesgos involucrados.
Debido a estas dificultades, la tularemia se diagnostica comúnmente mediante métodos serológicos. En este tipo de diagnóstico, se analizan muestras de suero del paciente tomadas en dos momentos distintos: uno durante la fase aguda de la enfermedad y otro durante la fase de convalecencia. La diferencia en los niveles de anticuerpos entre estas dos muestras permite establecer la presencia de la infección. Los métodos serológicos más comunes para detectar la presencia de anticuerpos específicos contra Francisella tularensis incluyen la aglutinación en tubo, la microaglutinación y los ensayos de inmunosorbente ligado a enzimas (ELISA, por sus siglas en inglés). Estos ensayos detectan la presencia de anticuerpos IgM e IgG, los cuales aumentan significativamente a partir de la segunda semana posterior a la infección, cuando el sistema inmunológico comienza a generar una respuesta más robusta.
Los anticuerpos detectados mediante estas pruebas pueden permanecer en el cuerpo durante años, lo que permite que la serología sea útil para diagnosticar infecciones pasadas, aunque no necesariamente para la detección temprana en etapas muy iniciales de la enfermedad. Sin embargo, la persistencia de los anticuerpos puede ser un factor limitante, ya que no distingue entre infecciones recientes y pasadas.
Adicionalmente, el diagnóstico molecular mediante la reacción en cadena de la polimerasa (PCR) ha emergido como una herramienta importante para la detección de Francisella tularensis en los casos en los que se dispone de la tecnología adecuada. La PCR permite la amplificación de secuencias específicas del ADN bacteriano en muestras de sangre, tejidos u otros fluidos corporales, lo que permite identificar la presencia del patógeno de manera más rápida y precisa, incluso en las etapas tempranas de la enfermedad. Esta técnica ha mejorado significativamente el diagnóstico de la tularemia, sobre todo en entornos donde las pruebas serológicas no están disponibles o donde el cultivo directo puede no ser viable debido a las dificultades mencionadas.
Diagnóstico diferencial
La tularemia es una infección bacteriana que debe ser considerada en el diagnóstico diferencial de una serie de otras enfermedades infecciosas, debido a que sus manifestaciones clínicas pueden ser similares a las de diversas patologías causadas por otros patógenos. Entre estas, se incluyen las infecciones rickettsiales y meningocócicas, la enfermedad por arañazo de gato, la mononucleosis infecciosa, así como una variedad de infecciones bacterianas y fúngicas.
Enfermedades rickettsiales y meningocócicas: Ambas son causadas por bacterias que, al igual que Francisella tularensis, pueden producir síntomas sistémicos como fiebre, dolor de cabeza y dolor muscular. Sin embargo, las infecciones rickettsiales, como las fiebres manchadas, y las meningocócicas, que pueden llevar a meningitis purulenta, a menudo se distinguen por la presencia de otras características clínicas, como la erupción cutánea típica de las fiebres manchadas o el rápido desarrollo de sepsis en el caso de las infecciones meningocócicas. En cambio, la tularemia tiende a manifestarse inicialmente con una lesión ulcerada en el lugar de inoculación y una inflamación de los ganglios linfáticos cercanos.
Enfermedad por arañazo de gato: Esta enfermedad, causada por la bacteria Bartonella henselae, también se presenta con una lesión local en el sitio de la inoculación, típicamente una pápula o una pústula en el área de la piel afectada, seguida de linfadenopatía regional. A pesar de estas similitudes clínicas con la tularemia, la enfermedad por arañazo de gato suele ser más benigna y no presenta los riesgos de diseminación hematógena y complicaciones graves características de la tularemia. La historia de contacto con gatos infectados es clave para su diagnóstico diferencial.
Mononucleosis infecciosa: Esta enfermedad, causada por el virus de Epstein-Barr, presenta una sintomatología que puede solaparse con la tularemia, como fiebre, dolor de garganta y linfadenopatía. Sin embargo, la mononucleosis se caracteriza generalmente por la presencia de linfocitos atípicos en el hemograma, lo que la distingue de la tularemia, que es causada por una bacteria y tiene un perfil clínico distinto, incluyendo la posibilidad de una lesión local y úlcera en el lugar de entrada del patógeno.
Enfermedades bacterianas y fúngicas: Existen una variedad de infecciones bacterianas y fúngicas que pueden presentar síntomas similares a los de la tularemia, como la fiebre, la linfadenopatía y las lesiones cutáneas. Entre las bacterianas, las infecciones por Yersinia pestis (la peste) o Brucella spp. pueden producir un cuadro clínico que se asemeje a la tularemia. Del mismo modo, ciertos tipos de infecciones fúngicas, como las que afectan a individuos inmunocomprometidos, pueden dar lugar a síntomas sistémicos. La diferencia radica en las características específicas de la historia clínica del paciente y los resultados de las pruebas diagnósticas, que permiten identificar el agente causante en cada caso.
Complicaciones
Si no se trata adecuadamente, la tularemia puede progresar a una serie de complicaciones graves, muchas de las cuales son el resultado de la diseminación hematógena del patógeno. La bacteria puede extenderse a través de la sangre a diferentes órganos y tejidos, provocando una serie de complicaciones sistémicas que afectan a múltiples sistemas del cuerpo humano. Entre estas, se incluyen:
- Meningitis: La diseminación de Francisella tularensis al sistema nervioso central puede ocasionar meningitis, una inflamación de las membranas que recubren el cerebro y la médula espinal. Esto puede manifestarse con dolor de cabeza intenso, rigidez en el cuello, fotofobia y síntomas neurológicos, como alteraciones del estado mental.
- Peritonitis: La inflamación del revestimiento abdominal (peritoneo) puede ocurrir cuando la infección se disemina a los órganos intraabdominales, provocando dolor abdominal, fiebre y, en casos graves, sepsis.
- Hepatitis: La infección bacteriana también puede afectar al hígado, causando hepatitis, lo cual se traduce en fiebre, ictericia y malestar general, con pruebas de función hepática alteradas.
- Hematoma o ruptura esplénica: El bazo, al ser un órgano clave en la respuesta inmunitaria, puede inflamarse y volverse más vulnerable a lesiones. En casos graves, la infección puede provocar un hematoma esplénico o incluso la ruptura del bazo, lo que genera un riesgo significativo de hemorragia interna.
- Pericarditis y aortitis: La infección también puede extenderse a las membranas que rodean el corazón (pericardio) y a la aorta, la arteria principal del cuerpo. Esto puede causar dolor torácico, insuficiencia cardíaca y riesgo de desgarro aórtico, condiciones potencialmente mortales.
- Neumonía: La tularemia neumónica es una forma grave de la enfermedad que puede ocurrir tras la diseminación hematógena o por inhalación de aerosoles infectados. Esta complicación puede provocar insuficiencia respiratoria y requiere tratamiento inmediato.
- Osteomielitis: En casos raros, Francisella tularensis puede diseminarse al hueso, causando osteomielitis, una infección dolorosa que puede afectar tanto a huesos largos como a vértebras.
Tratamiento
El tratamiento de la tularemia, especialmente en casos graves, debe ser cuidadosamente considerado, ya que la infección por Francisella tularensis puede progresar rápidamente a complicaciones sistémicas que amenazan la vida. En los casos más severos de la enfermedad, la terapia antibiótica debe centrarse en medicamentos que sean altamente efectivos contra esta bacteria. Las opciones de tratamiento más recomendadas incluyen el uso de estreptomicina o gentamicina, dos antibióticos que han demostrado ser efectivos en la erradicación de la Francisella tularensis.
La estreptomicina se considera uno de los tratamientos de primera línea para la tularemia grave. La dosis recomendada es de 1 gramo administrado por vía intravenosa o intramuscular cada 12 horas durante un periodo de 7 a 10 días. Este antibiótico es particularmente eficaz en el tratamiento de infecciones sistémicas graves debido a su acción bactericida directa contra la Francisella tularensis. Sin embargo, su administración debe ser controlada, ya que puede presentar efectos secundarios como nefrotoxicidad o toxicidad vestibular si no se utiliza correctamente.
La gentamicina es otra opción terapéutica que se administra a una dosis de 5.1 mg por kilogramo de peso corporal intravenosamente, en dosis divididas cada 8 horas durante un período de 10 días. Aunque la gentamicina también es eficaz contra esta bacteria, algunos estudios y series de casos han señalado que su tasa de éxito terapéutico puede ser más baja en comparación con la estreptomicina. Esto puede estar relacionado con la capacidad limitada de gentamicina para penetrar en ciertos tejidos y con la necesidad de ajustar su dosificación en función de las características individuales del paciente, como la función renal.
Por otro lado, doxiciclina es un antibiótico de amplio espectro que también ha demostrado ser efectivo contra Francisella tularensis, especialmente en infecciones menos graves o en pacientes que no presentan complicaciones significativas. La dosis habitual de doxiciclina es de 100 mg administrados por vía oral o intravenosa cada 12 horas durante 14 a 21 días. Aunque este tratamiento es eficaz, tiene una tasa de recaídas más alta en comparación con los antibióticos anteriores, lo que sugiere que su uso debe estar reservado para los casos de menor gravedad. La doxiciclina es también una opción para el tratamiento de infecciones menos graves, pero su eficacia puede no ser tan robusta como la de los antibióticos de primera línea como la estreptomicina o la gentamicina.
Otra opción en casos de enfermedad menos grave es el uso de ciprofloxacino, un antibiótico de la clase de las fluoroquinolonas. La dosis recomendada es de 400 mg por vía intravenosa o 750 mg por vía oral cada 12 horas durante 14 a 21 días. El ciprofloxacino es eficaz para tratar la tularemia, especialmente en formas menos severas de la enfermedad, pero se utiliza principalmente cuando los tratamientos más agresivos no son necesarios o están contraindicados. A pesar de su eficacia, la opción de ciprofloxacino puede asociarse con una tasa algo mayor de recaídas en comparación con la estreptomicina y la gentamicina.
En cuanto a la profilaxis en casos de exposición a aerosoles infectados, se recomienda el uso de antibióticos para prevenir la infección en personas que han estado expuestas al agente patógeno, especialmente en situaciones de riesgo como brotes o incidentes de bioterrorismo. En estos casos, tanto la doxiciclina (100 mg por vía oral dos veces al día) como el ciprofloxacino (500 mg por vía oral dos veces al día) se administran durante 14 días, para reducir la posibilidad de infección. Esta estrategia es particularmente importante en contextos donde la exposición al Francisella tularensis ha sido confirmada o se sospecha, pero no se han desarrollado síntomas clínicos.

Fuente y lecturas recomendadas:
- Goldman, L., & Schafer, A. I. (Eds.). (2020). Goldman-Cecil Medicine (26th ed.). Elsevier.
- Loscalzo, J., Fauci, A. S., Kasper, D. L., Hauser, S. L., Longo, D. L., & Jameson, J. L. (Eds.). (2022). Harrison. Principios de medicina interna (21.ª ed.). McGraw-Hill Education.
- Papadakis, M. A., McPhee, S. J., Rabow, M. W., & McQuaid, K. R. (Eds.). (2024). Diagnóstico clínico y tratamiento 2025. McGraw Hill.
- Rozman, C., & Cardellach López, F. (Eds.). (2024). Medicina interna (20.ª ed.). Elsevier España.
- Maurin M et al. Tularaemia: clinical aspects in Europe. Lancet Infect Dis. 2016;16:113. [PMID: 26738841]

