Leucemia Mieloide Crónica
La leucemia mieloide crónica (LMC) es un trastorno mieloproliferativo que se caracteriza por una sobreproducción descontrolada de células mieloides, un tipo de célula sanguínea que normalmente incluye a los granulocitos, monocitos, eritrocitos y plaquetas. En el contexto de la LMC, estas células mieloides se siguen diferenciando y circulando en cantidades incrementadas en la sangre periférica. Aunque al principio la enfermedad puede no parecer especialmente maligna, su curso clínico es, sin embargo, progresivamente más grave si no es tratada, debido a su inestabilidad inherente.
Una de las características más distintivas de la LMC es una anomalía cromosómica específica, conocida como el cromosoma de Filadelfia. Este cromosoma se origina a partir de una translocación recíproca entre los brazos largos de los cromosomas 9 y 22, en la cual una parte del cromosoma 9 se une al cromosoma 22, resultando en una alteración estructural y funcional de ambos cromosomas. La consecuencia más importante de esta translocación es la creación de un gen de fusión denominado BCR-ABL, que produce una proteína anómala con actividad de tirosina quinasa. Esta actividad de tirosina quinasa es una característica crucial, ya que esta enzima promueve señales de crecimiento celular y supervivencia que son esenciales para la proliferación descontrolada de las células malignas en la LMC.
El gen BCR-ABL representa un mecanismo molecular clave en el desarrollo de la LMC y constituye el primer ejemplo reconocido de «adicción» de las células cancerosas a una actividad de tirosina quinasa. Este fenómeno implica que las células leucémicas dependen de forma crucial de la actividad de esta proteína para su crecimiento y supervivencia, lo que proporciona una diana terapéutica específica. Esto ha llevado al desarrollo de medicamentos dirigidos específicamente contra la tirosina quinasa, como el imatinib, que inhibe la función del BCR-ABL y ha transformado el tratamiento de la LMC en una enfermedad más controlable.
Desde una perspectiva clínica, la LMC se presenta en varias fases, siendo la fase inicial o fase crónica la etapa en la que la enfermedad tiene un comportamiento menos agresivo. En esta fase, la médula ósea sigue funcionando relativamente bien, y aunque hay algunas alteraciones cualitativas en los leucocitos, estos continúan diferenciándose y combatendo infecciones de manera bastante efectiva. Sin embargo, a pesar de este mantenimiento relativo de la función de la médula ósea, la LMC es inherentemente inestable a largo plazo, lo que significa que, si no se trata, la enfermedad puede progresar hacia una fase aguda denominada «fase de blastos agudos». Esta fase es morfológicamente indistinguible de la leucemia aguda, lo que marca un punto crítico en el curso de la enfermedad. En esta fase, las células leucémicas se vuelven más inmaduras, pierden su capacidad para diferenciarse adecuadamente y se acumulan en la médula ósea y la sangre periférica, lo que resulta en un colapso de la función hematopoyética normal.
Manifestaciones clínicas
La leucemia mieloide crónica es un trastorno hematológico que se presenta comúnmente en adultos de mediana edad, con una edad media de diagnóstico alrededor de los 55 años. Esta enfermedad se caracteriza por una proliferación descontrolada de células mieloides, lo que da lugar a una serie de síntomas y signos clínicos relacionados con el aumento de la producción y circulación de células sanguíneas, principalmente leucocitos. El perfil clínico de los pacientes con leucemia mieloide crónica refleja la naturaleza progresiva de la enfermedad, especialmente durante las fases más avanzadas del trastorno.
Los pacientes suelen quejarse de fatiga, sudores nocturnos y fiebre de bajo grado, que son manifestaciones de un estado hipermetabólico causado por la sobreproducción de leucocitos. Esta hiperactividad metabólica está vinculada a la necesidad de la médula ósea de generar cantidades excesivas de células sanguíneas, lo que genera un aumento del gasto energético del organismo. Además, la fiebre y los sudores nocturnos son síntomas comunes en trastornos hematológicos malignos y se deben a la liberación de citoquinas proinflamatorias, que son inducidas por la proliferación descontrolada de las células leucémicas.
Otro síntoma frecuente es la sensación de plenitud abdominal, que generalmente está relacionada con la esplenomegalia, o agrandamiento del bazo. El bazo es un órgano clave en la eliminación de células sanguíneas y la filtración de la sangre, por lo que cuando hay una producción excesiva de leucocitos, este órgano puede verse sobrecargado y aumentar de tamaño. En algunos casos, este agrandamiento puede ser tan pronunciado que genera una sensación palpable de plenitud en el abdomen del paciente. Aunque la esplenomegalia es un hallazgo común, no siempre está presente en las fases iniciales de la enfermedad.
En ocasiones, la leucemia mieloide crónica se descubre de forma incidental durante exámenes de laboratorio rutinarios, cuando se detecta una leucocitosis, o aumento anómalo de los leucocitos en sangre. Esta elevación del recuento leucocitario puede ser moderada o incluso severa, sin que el paciente tenga síntomas evidentes. Sin embargo, en algunos casos más graves, los pacientes pueden presentar un síndrome clínico relacionado con la leucostasis, que ocurre cuando la concentración de leucocitos en sangre es extremadamente alta, lo que dificulta el flujo sanguíneo y afecta la perfusión en los tejidos.
Cuando el recuento de leucocitos es superior a 100,000 células por microlitro de sangre (100 × 10^9/L), pero inferior a 500,000 células por microlitro (500 × 10^9/L), los pacientes pueden experimentar síntomas graves como visión borrosa, dificultad respiratoria o priapismo, que es una erección dolorosa y prolongada que puede ocurrir en hombres. Estos síntomas son una consecuencia de la leucostasis, un estado en el que los leucocitos en exceso forman conglomerados que pueden obstruir los vasos sanguíneos, impidiendo una circulación adecuada y afectando la función de diversos órganos y sistemas.
Durante la exploración física, uno de los hallazgos más comunes es el agrandamiento del bazo, que puede ser significativo. Además, se puede encontrar dolor en el esternón, lo cual indica la expansión de la médula ósea debido a la sobreproducción de células sanguíneas. Esta expansión puede causar incomodidad o dolor en la zona, especialmente en pacientes que están en fases más avanzadas de la enfermedad. Sin embargo, en aquellos casos en los que la leucemia mieloide crónica es detectada de manera incidental a través de análisis rutinarios de sangre, es posible que estos signos clínicos no estén presentes, dado que la enfermedad puede no manifestarse de manera evidente en sus primeras etapas.
La aceleración de la enfermedad, es decir, la transición de la fase crónica a una fase más agresiva, suele ir acompañada de fiebre persistente sin evidencia de infección, dolor óseo debido a la expansión de la médula ósea y un incremento notable de la esplenomegalia. Estos síntomas son indicativos de un empeoramiento del curso de la enfermedad, que puede evolucionar hacia una fase más crítica, como la fase de blastos, donde las células leucémicas son menos maduras y más inmaduras, lo que agrava aún más el cuadro clínico.
Exámenes complementarios
La leucemia mieloide crónica se caracteriza por un aumento notable en el recuento de glóbulos blancos (leucocitos), que es uno de los principales indicadores de la enfermedad en su fase inicial. El recuento de glóbulos blancos al momento del diagnóstico suele ser elevado, con una mediana de 150,000 células por microlitro de sangre (150 × 10^9/L). Sin embargo, en algunos casos, este aumento no es tan pronunciado y puede encontrarse solo un leve incremento en el recuento leucocitario, lo que hace que la detección de la enfermedad dependa en gran medida de otros hallazgos clínicos y de laboratorio. Este aumento en el número de glóbulos blancos es el reflejo de la proliferación descontrolada de células mieloides en la médula ósea, que se diseminan a la circulación periférica.
En la sangre periférica, el patrón de los leucocitos presenta características típicas de la leucemia mieloide crónica. La serie mieloide, que incluye a los granulocitos (neutrófilos, basófilos y eosinófilos) y otros precursores de células sanguíneas, muestra un desplazamiento hacia la izquierda. Esto significa que se observan formas más maduras predominantes en comparación con las formas inmaduras, pero también se detectan células en varias etapas de maduración. En general, las células están presentes en proporción a su grado de madurez, con una cantidad muy pequeña de blastos, generalmente inferior al 5% de las células sanguíneas observadas en el frotis de sangre periférica. La basofilia y eosinofilia, es decir, el aumento de basófilos y eosinófilos, son características adicionales que pueden encontrarse en la mayoría de los pacientes, siendo uno de los rasgos distintivos de la enfermedad.
A diferencia de otros tipos de leucemia, en la fase crónica de la leucemia mieloide crónica, los pacientes usualmente no presentan anemia. La morfología de los glóbulos rojos es generalmente normal, y rara vez se observan glóbulos rojos nucleados, que son un indicio de un trastorno hematológico grave y agudo. Este hallazgo sugiere que, en la fase crónica de la enfermedad, la hematopoyesis (producción de células sanguíneas) se mantiene relativamente normal en cuanto a la producción de glóbulos rojos, aunque la producción de leucocitos sea anormal. Por otro lado, el recuento de plaquetas puede ser normal o estar elevado, y en algunos casos puede alcanzar niveles sorprendentemente altos, lo que refleja una mayor actividad de la médula ósea.
Para confirmar el diagnóstico de leucemia mieloide crónica y evaluar la fase de la enfermedad, es esencial realizar una biopsia de médula ósea. Este procedimiento proporciona una muestra de tejido suficiente para realizar un cariotipo completo y una evaluación morfológica, lo que permite determinar el grado de afectación y la fase en que se encuentra la enfermedad. En la médula ósea, se observa una hiperplasia celular, lo que significa que hay una producción excesiva de células, particularmente de las células de la serie mieloide. Aunque la médula ósea está hipercelular, la proporción de mieloblastos, que son las células más inmaduras de la serie mieloide, es generalmente baja, representando menos del 5% de las células de la médula ósea.
El hallazgo clave para el diagnóstico definitivo de leucemia mieloide crónica es la detección del gen de fusión bcr/abl, que resulta de la translocación cromosómica entre los cromosomas 9 y 22. Este gen se puede identificar mediante pruebas de reacción en cadena de la polimerasa (PCR), tanto en la sangre periférica como en la médula ósea. La presencia del gen bcr/abl es fundamental para el diagnóstico, ya que constituye la base molecular de la enfermedad y permite confirmar que la leucemia mieloide crónica es el diagnóstico correcto.
A medida que la enfermedad progresa hacia la fase de blastos, la situación clínica del paciente se agrava. En esta fase, se observa una anemia progresiva y trombocitopenia (disminución en el número de plaquetas), ya que la médula ósea se ve comprometida por la proliferación descontrolada de células malignas. La cantidad de blastos, tanto en la sangre periférica como en la médula ósea, aumenta considerablemente, y se puede observar un mayor número de células inmaduras. En la fase de blastos, se establece el diagnóstico de leucemia mieloide crónica en fase acelerada cuando los blastos constituyen más del 20% de las células de la médula ósea. Este cambio en la proporción de blastos indica una transformación hacia una forma más agresiva de la enfermedad, similar a la leucemia aguda, lo que plantea un desafío en términos de tratamiento y pronóstico.
Diagnóstico diferencial
La leucemia mieloide crónica en sus primeras etapas debe ser diferenciada cuidadosamente de otras condiciones que pueden presentar características clínicas similares, especialmente la leucocitosis reactiva asociada con infecciones. La leucocitosis reactiva es un aumento en el número de leucocitos en sangre debido a una respuesta del sistema inmunológico frente a una infección, y puede presentar algunas similitudes superficiales con la leucemia mieloide crónica, como el aumento del recuento de glóbulos blancos. Sin embargo, existen diferencias clave que permiten hacer una distinción diagnóstica entre ambos trastornos.
En la leucocitosis reactiva asociada con infecciones, el recuento de glóbulos blancos generalmente no supera los 50,000 células por microlitro de sangre (50 × 10^9/L), lo que contrasta con los niveles mucho más altos que se observan en la leucemia mieloide crónica, donde el recuento leucocitario puede ser considerablemente superior, con una mediana de 150,000 células por microlitro al momento del diagnóstico. Además, en la leucocitosis reactiva, no se presenta esplenomegalia, es decir, el agrandamiento del bazo, que es un hallazgo característico de la leucemia mieloide crónica. El bazo en la leucemia mieloide crónica se ve incrementado debido a la sobrecarga de células mieloides, pero en el contexto de una infección, esta condición no suele manifestarse.
Otro aspecto fundamental para la diferenciación es la presencia del gen bcr/abl, que es un marcador molecular exclusivo de la leucemia mieloide crónica. En la leucocitosis reactiva, no se encuentra este gen de fusión, que es el resultado de una translocación cromosómica específica entre los cromosomas 9 y 22 y que juega un papel crucial en el desarrollo de la leucemia mieloide crónica. La detección del bcr/abl mediante técnicas de biología molecular, como la reacción en cadena de la polimerasa, es esencial para el diagnóstico definitivo de esta enfermedad.
Además de la leucocitosis reactiva, la leucemia mieloide crónica debe ser diferenciada de otras enfermedades mieloproliferativas, que son trastornos en los cuales también se observa una producción excesiva de células sanguíneas en la médula ósea. En estos casos, la evaluación de la morfología sanguínea y los niveles de hematocrito pueden proporcionar pistas importantes. En la leucemia mieloide crónica, el hematocrito no suele estar elevado, lo que ayuda a diferenciarla de otras enfermedades como la policitemia vera, donde se observa un aumento significativo de los glóbulos rojos y del hematocrito. En la leucemia mieloide crónica, la morfología de los glóbulos rojos permanece dentro de los límites normales, y rara vez se observan glóbulos rojos nucleados, lo que también ayuda a excluir otras enfermedades hematológicas que pueden estar asociadas con la presencia de glóbulos rojos inmaduros en la sangre periférica.
La confirmación definitiva de la leucemia mieloide crónica se logra mediante la identificación del gen bcr/abl. Este gen es el resultado de una translocación cromosómica entre los cromosomas 9 y 22, que da lugar a la formación de una proteína de tirosina quinasa que promueve la proliferación anormal de las células mieloides. La detección de este gen, tanto en la sangre periférica como en la médula ósea, es fundamental para hacer el diagnóstico de leucemia mieloide crónica, ya que su presencia es patognomónica de la enfermedad.
Tratamiento
El tratamiento de la leucemia mieloide crónica no suele ser considerado una emergencia, incluso en aquellos casos en los que el recuento de glóbulos blancos supera los 200,000 células por microlitro de sangre (200 × 10^9/L). Aunque estos niveles elevados de leucocitos pueden parecer alarmantes, la mayoría de las células circulantes son células mieloides maduras, que son de tamaño más pequeño y más deformables que los blastos leucémicos primitivos. Estas características físicas permiten que las células maduras, a pesar de ser numerosas, no generen los mismos problemas de flujo sanguíneo que los blastos, que son más grandes y menos flexibles. Por lo tanto, el riesgo inmediato de obstrucción de los vasos sanguíneos, conocido como leucostasis, es menos probable que ocurra en los casos de leucemia mieloide crónica con leucocitosis extrema, ya que las células mieloides maduras pueden circular con mayor facilidad.
Sin embargo, en casos raros en los que la leucocitosis extrema da lugar a síntomas graves como priapismo (una erección dolorosa y prolongada), dificultad respiratoria, visión borrosa o alteraciones del estado mental, se requiere una intervención de emergencia. En tales situaciones, el tratamiento urgente consiste en la realización de una leucaféresis, que es un procedimiento en el cual se extraen las células sanguíneas de la circulación para reducir rápidamente el número de leucocitos. Este tratamiento se realiza de forma conjunta con terapia mielosupresora, que suprime la producción de células sanguíneas en la médula ósea, para controlar la proliferación anormal de células leucémicas.
En la fase crónica de la leucemia mieloide crónica, el objetivo principal del tratamiento es la normalización de las alteraciones hematológicas y la supresión del clon maligno que expresa el gen bcr/abl. El tratamiento de elección en esta fase consiste en el uso de inhibidores de la tirosina quinasa, como el imatinib, nilotinib, dasatinib y bosutinib. Estos medicamentos se dirigen específicamente a la tirosina quinasa abl aberrante, que es la proteína activa resultante de la translocación entre los cromosomas 9 y 22, responsable de la proliferación descontrolada de las células leucémicas.
El tratamiento con inhibidores de la tirosina quinasa tiene como objetivo obtener una remisión hematológica completa en un plazo de tres meses desde el inicio del tratamiento. Esto implica la normalización de los recuentos sanguíneos, así como la reducción o desaparición de la esplenomegalia (agrandamiento del bazo). Este resultado indica que la médula ósea está comenzando a funcionar de manera más normal y que la proliferación de células leucémicas ha sido eficazmente controlada.
Además, un segundo objetivo clave es la reducción de los transcritos del gen bcr/abl a menos del 10% en la escala internacional, lo que debe lograrse idealmente dentro de los tres primeros meses de tratamiento, aunque el plazo máximo para lograrlo es de seis meses. La reducción de los transcritos de bcr/abl es un marcador importante de la respuesta molecular al tratamiento y refleja una supresión eficaz de la proliferación de células malignas.
El tercer objetivo del tratamiento es lograr una respuesta molecular mayor, definida como la reducción de los transcritos de bcr/abl a menos del 0.1% de los niveles iniciales, lo que se espera alcanzar dentro de los primeros 12 meses de tratamiento. Los pacientes que logran este nivel de respuesta molecular tienen un pronóstico excelente, con una supervivencia general cercana al 100%, ya que la progresión de la enfermedad es extremadamente rara en estos casos. Este resultado indica que el tratamiento ha sido altamente efectivo y que la enfermedad está bien controlada, lo que mejora significativamente la calidad de vida y las perspectivas a largo plazo del paciente.
Por otro lado, aquellos pacientes que no alcanzan estos objetivos de respuesta molecular, o que pierden la respuesta molecular con el tiempo, o desarrollan nuevas variantes patogénicas o anormalidades citogenéticas, tienen un pronóstico menos favorable. La progresión de la enfermedad en estos casos puede ser más común, lo que puede requerir ajustes en el tratamiento o incluso considerar terapias alternativas. La presencia de mutaciones adicionales o anomalías en los cromosomas, que pueden surgir durante el tratamiento, es una señal de que la enfermedad se está volviendo más resistente a los inhibidores de la tirosina quinasa, lo que puede complicar el manejo y el pronóstico.
El mesilato de imatinib fue el primer inhibidor de tirosina quinasa aprobado para el tratamiento de la leucemia mieloide crónica, marcando un avance significativo en el manejo de esta enfermedad. Su introducción supuso una revolución terapéutica, ya que actúa específicamente sobre la proteína de fusión bcr/abl, responsable de la proliferación descontrolada de las células leucémicas. El imatinib, administrado a una dosis estándar de 400 miligramos diarios, ha demostrado ser extremadamente eficaz en el control hematológico de la enfermedad en fase crónica, logrando un control hematológico casi universal en aproximadamente el 98% de los pacientes. Esto significa que la mayoría de los pacientes experimentan una normalización de los recuentos sanguíneos, con la desaparición de la leucocitosis y la resolución de la esplenomegalia, lo que mejora sustancialmente la calidad de vida y los resultados clínicos a corto plazo.
En cuanto a la respuesta molecular, el imatinib logra una reducción significativa de los transcritos del gen bcr/abl, pero la tasa de respuesta molecular mayor (es decir, una reducción de estos transcritos a niveles inferiores al 0.1%) es de aproximadamente el 30% en pacientes tratados durante el primer año. Aunque este porcentaje es inferior al que se observa con los inhibidores de tirosina quinasa de segunda generación, el imatinib sigue siendo el tratamiento de primera línea debido a su eficacia, tolerabilidad y perfil de seguridad en la mayoría de los pacientes.
Sin embargo, el uso de inhibidores de tirosina quinasa de segunda generación, como nilotinib, dasatinib y bosutinib, ha demostrado ser eficaz en mejorar las tasas de respuesta molecular mayor en comparación con el imatinib. Estos fármacos tienen un efecto más potente sobre el gen bcr/abl y pueden inducir una supresión más profunda de la proliferación de células leucémicas, lo que se traduce en un aumento de la tasa de respuesta molecular en los primeros 12 meses de tratamiento. Estos agentes también presentan una menor tasa de progresión a fases avanzadas de la enfermedad, como la fase acelerada o la fase de blastos, lo que puede contribuir a un mejor control de la enfermedad a largo plazo y a una mayor estabilidad clínica.
A pesar de estas ventajas, los inhibidores de tirosina quinasa de segunda generación están asociados con un mayor perfil de toxicidad en comparación con el imatinib. Estos efectos secundarios incluyen complicaciones cardiovasculares, como problemas en la función del corazón, y alteraciones en otros órganos, lo que puede limitar su uso en algunos pacientes. Además, aunque los inhibidores de segunda generación pueden inducir mejores respuestas moleculares, no han demostrado un beneficio claro en términos de supervivencia global cuando se comparan con el imatinib, lo que significa que no han mostrado una ventaja definitiva en cuanto a la longevidad de los pacientes a largo plazo.
Por lo tanto, los inhibidores de tirosina quinasa de segunda generación suelen reservarse para aquellos pacientes que no responden adecuadamente al imatinib. En estos casos, donde el tratamiento inicial con imatinib no logra un control satisfactorio de la enfermedad o se observa resistencia al fármaco, los inhibidores de segunda generación pueden ser una opción terapéutica valiosa. Se ha demostrado que estos fármacos pueden rescatar alrededor del 90% de los pacientes que no responden al imatinib, ofreciendo una alternativa efectiva cuando otros tratamientos han fallado.
El tratamiento de la leucemia mieloide crónica con inhibidores de tirosina quinasa requiere una monitorización constante para evaluar la eficacia terapéutica y detectar cualquier cambio en la respuesta molecular. Esto se realiza mediante un análisis cuantitativo de la reacción en cadena de la polimerasa (PCR), que mide los niveles de transcritos del gen bcr/ablen la sangre del paciente. El seguimiento de estos niveles es crucial porque una constante elevación en los transcritos de bcr/abl o una respuesta molecular subóptima, es decir, una disminución insuficiente de los transcritos, pueden indicar que el tratamiento no está controlando adecuadamente la enfermedad. En estos casos, se recomienda realizar pruebas adicionales para identificar mutaciones patogénicas del gen abl, ya que ciertas variantes de este gen pueden conferir resistencia a los inhibidores de tirosina quinasa utilizados comúnmente en el tratamiento de la leucemia mieloide crónica.
Una de las mutaciones más relevantes en este contexto es la variante T315I del gen abl. Esta variante se caracteriza por una resistencia específica a varios de los inhibidores de tirosina quinasa más utilizados, como el imatinib, dasatinib, nilotinib y bosutinib. Sin embargo, la variante T315I muestra sensibilidad al ponatinib, un inhibidor de tirosina quinasa de tercera generación. El ponatinib ha demostrado ser eficaz en pacientes con esta mutación, pero tiene el inconveniente de estar asociado con una alta tasa de complicaciones trombóticas vasculares, lo que limita su uso en ciertos pacientes, especialmente en aquellos con antecedentes o factores de riesgo cardiovascular.
Para los pacientes con la mutación T315I que no responden a ponatinib o a varios inhibidores de tirosina quinasa, una opción terapéutica adicional es el asciminib, un inhibidor alostérico de la tirosina quinasa. Asciminib ha mostrado un 54% de tasa de respuesta hematológica completa y un 48% de respuesta molecular mayor sostenida en pacientes que han sido tratados previamente con otros fármacos. Sin embargo, este fármaco también presenta efectos secundarios limitantes, como elevaciones asintomáticas en los niveles de lipasa y pancreatitis clínica, lo que requiere una supervisión cuidadosa de los pacientes que lo reciban.
Otro inhibidor de tirosina quinasa de tercera generación con actividad contra la mutación T315I es el olverembatinib. Este fármaco es oral y tiene como objetivo las células con la mutación resistente, proporcionando una opción terapéutica en pacientes que no responden a otros tratamientos. A pesar de su potencial, su disponibilidad y efectividad aún están bajo evaluación, por lo que se considera una alternativa en situaciones específicas.
En aquellos pacientes que no logran una respuesta molecular adecuada a ninguno de estos fármacos, o cuando la enfermedad progresa a pesar del tratamiento, se debe considerar el trasplante alogénico de células madre hematopoyéticas. El trasplante de células madre de un donante compatible puede ofrecer una cura potencial para la leucemia mieloide crónica, especialmente en casos avanzados o resistentes a terapias convencionales. Este tratamiento es particularmente relevante para los pacientes que experimentan una fase acelerada o crisis blástica de la enfermedad, donde el control mediante inhibidores de tirosina quinasa es limitado. En estas fases, el tratamiento con inhibidores de tirosina quinasa debe ajustarse, y las dosis suelen ser mayores que en la fase crónica de la enfermedad.
El tratamiento de la leucemia mieloide crónica en fase acelerada o de crisis blástica requiere una combinación de inhibidores de tirosina quinasa con quimioterapia mielosupresora. Las dosis de los inhibidores de tirosina quinasa en estos contextos son usualmente más altas que en la fase crónica de la enfermedad, ya que la enfermedad se encuentra en una etapa más agresiva y con una proliferación celular descontrolada. Sin embargo, la duración de la respuesta a los inhibidores de tirosina quinasa en estas fases es limitada, por lo que, a largo plazo, estos pacientes deberían ser considerados para un trasplante alogénico de células madre hematopoyéticas, lo que puede ofrecer una oportunidad de cura a través de la reconstitución hematológica completa con células madre de un donante compatible.
Pronóstico
Los pacientes con una buena respuesta molecular al tratamiento con inhibidores de tirosina quinasa presentan un pronóstico excepcionalmente favorable, con una tasa de supervivencia cercana al 100% en los últimos seguimientos clínicos. Esto se debe a que una respuesta molecular mayor, que implica una reducción sustancial de los transcritos del gen bcr/abl a niveles extremadamente bajos, refleja un control efectivo de la enfermedad a nivel celular, reduciendo significativamente el riesgo de progresión a fases más avanzadas o de desarrollo de resistencias. En términos prácticos, estos pacientes logran una normalización completa de sus recuentos sanguíneos, con la supresión de la proliferación leucémica y una restauración de la función hematopoyética normal.
La investigación ha sugerido que, en pacientes que logran una respuesta molecular mayor sostenida, es posible suspender de manera segura el tratamiento con inhibidores de tirosina quinasa después de dos años de terapia continua. Esta suspensión es factible debido a que un porcentaje significativo de estos pacientes, alrededor del 50%, permanece en remisión molecular al menos un año después de interrumpir el tratamiento. Es importante señalar que la mayor parte de las recaídas ocurre dentro de los primeros seis a ocho meses tras la discontinuación de la terapia, lo que indica que la vigilancia en este período es crucial para detectar una posible pérdida de respuesta molecular. Sin embargo, una vez transcurrido el primer año de seguimiento tras la interrupción del tratamiento, la probabilidad de perder la respuesta molecular mayor disminuye considerablemente, lo que sugiere que la remisión sostenida en muchos pacientes puede mantenerse a largo plazo sin la necesidad de terapia continua.
En los casos en los que ocurre una recaída molecular, es decir, cuando se detecta un aumento en los niveles de transcritos bcr/abl después de haber alcanzado una respuesta molecular mayor, aproximadamente el 90% a 95% de los pacientes recuperan su nivel inicial de remisión molecular tras reiniciar el tratamiento con inhibidores de tirosina quinasa. Este hecho es alentador, ya que demuestra que la recurrencia de la enfermedad puede ser controlada de manera eficaz al reintroducir la terapia, lo que proporciona a los pacientes una opción de tratamiento viable incluso si experimentan una recaída molecular. Además, la capacidad de restaurar la respuesta molecular original sugiere que los inhibidores de tirosina quinasa continúan siendo efectivos en la mayoría de los pacientes, incluso después de una interrupción temporal del tratamiento.
Fuente y lecturas recomendadas:
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- García-Gutiérrez V et al. A clinician perspective on the treatment of chronic myeloid leukemia in the chronic phase. J Hematol Oncol. 2022;15:90. [PMID: 35818053] Hochhaus A et al. European LeukemiaNet 2020 recommendations for treating chronic myeloid leukemia. Leukemia. 2020;34:966. [PMID: 32127639]
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