Los coronavirus constituyen una extensa familia de virus que se encuentran comúnmente tanto en humanos como en diversas especies animales. Entre estos animales se incluyen murciélagos, camellos, ganado bovino, gatos, ciervos de cola blanca y hámsteres, lo que evidencia la capacidad de estos virus para infectar a una amplia variedad de hospedadores. Los coronavirus se clasifican en cuatro géneros principales: alfa, beta, gamma y delta. Sin embargo, solo dos de estos géneros, los alphacoronavirus y los betacoronavirus, están asociados con infecciones en humanos. Dentro del género alphacoronavirus, se encuentran los virus coronavirus NL63 y 229E, mientras que en el género betacoronavirus se incluyen virus de gran relevancia clínica como el SARS-CoV-1, el virus causante del síndrome respiratorio agudo severo, el MERS-CoV, responsable del síndrome respiratorio de Oriente Medio, y los coronavirus humanos que provocan resfriados comunes, como los HC43 y HKU1. El virus SARS-CoV-2, causante de la enfermedad COVID-19, pertenece también al género betacoronavirus, lo que lo relaciona estrechamente con otros virus de importancia epidemiológica y patológica. Se considera que todos los coronavirus tienen un origen común en los murciélagos, los cuales actúan como reservorios naturales, facilitando la evolución y eventual transmisión de estos virus a otras especies, incluidos los humanos. Esta relación filogenética resalta la importancia de comprender los mecanismos de salto interspecies y la dinámica viral para prevenir futuras pandemias.
Transmisión
El número reproductivo básico, conocido como R0, es un parámetro epidemiológico fundamental que representa la cantidad promedio de individuos que una persona infectada puede contagiar en una población completamente susceptible. En el caso del virus SARS-CoV-2, las estimaciones del R0 han variado según estudios y contextos, pero se considera que su valor verdadero se sitúa entre dos y tres en promedio. Sin embargo, esta tasa de transmisión puede variar considerablemente dependiendo de la variante viral específica; por ejemplo, las variantes del linaje Ómicron han demostrado un R0 cercano a cinco, reflejando una mayor capacidad de propagación. Aunque la tasa de letalidad de SARS-CoV-2 es menor en comparación con los virus causantes del síndrome respiratorio agudo severo del año 2003 y el virus del síndrome respiratorio de Oriente Medio, la velocidad y el alcance de la transmisión persona a persona, así como el número total de casos infectados, son mucho mayores con SARS-CoV-2.
La transmisión del virus es especialmente eficiente en entornos con alta densidad poblacional, como residencias colectivas y lugares de trabajo donde existe contacto estrecho y prolongado entre individuos. Además, las variantes más recientes del virus, como Ómicron, han incrementado esta eficiencia transmisible. Un aspecto crucial en la dinámica epidemiológica del SARS-CoV-2 es la propagación presintomática, la cual ha contribuido significativamente a la expansión del virus. Antes de que la población adquiriera inmunidad, ya sea a través de la vacunación o por infecciones naturales, la carga viral más alta se detectaba justo el día previo a la aparición de los síntomas, lo que facilitaba la diseminación inadvertida. Tras la implementación masiva de campañas de vacunación y la acumulación de inmunidad natural, se observó que la carga viral máxima ocurría alrededor del cuarto día desde el inicio de los síntomas, concentrándose la mayoría de las transmisiones durante la fase sintomática activa.
El período de incubación del SARS-CoV-2, es decir, el intervalo entre la exposición al virus y la aparición de los primeros síntomas, varía desde dos hasta veinticuatro días, con un promedio aproximado de cinco días. La principal vía de transmisión es a través de las gotas respiratorias, que se generan, por ejemplo, al hablar, toser o estornudar, y contienen partículas virales suspendidas en saliva u otras secreciones. Aunque la transmisión aérea mediante aerosoles finos es menos frecuente, puede ocurrir en circunstancias específicas que favorecen la generación y suspensión prolongada de partículas virales en el aire, tales como el ejercicio intenso, el canto o ciertas intervenciones médicas. Las gotas respiratorias pueden ser expulsadas a distancias considerables, llegando a alcanzar más de ocho metros en casos de estornudos o tos violenta, lo que facilita la dispersión del virus en ambientes cerrados.
En entornos hospitalarios, tanto la Organización Mundial de la Salud como los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades recomiendan que el personal sanitario adopte medidas de precaución contra la transmisión por gotas y por contacto al atender a pacientes con sospecha o diagnóstico confirmado de COVID-19. Adicionalmente, durante procedimientos médicos que generan aerosoles, como la obtención de esputo inducido o la intubación traqueal, es imprescindible que el personal utilice precauciones respiratorias avanzadas para evitar la inhalación de partículas virales suspendidas en el aire y minimizar el riesgo de contagio.
La transmisión del virus SARS-CoV-2 durante la gestación, es decir, la transmisión in útero de la madre al feto, ha sido documentada en algunos casos, pero se considera un fenómeno poco frecuente. La evidencia disponible sugiere que el virus raramente atraviesa la barrera placentaria para infectar al feto en desarrollo. Por otro lado, en relación con la lactancia materna, múltiples estudios han mostrado que el SARS-CoV-2 no se transmite a través de la leche materna, lo que implica que la lactancia no representa una vía significativa de contagio para el recién nacido.
Un aspecto crucial en la propagación del SARS-CoV-2 es la ocurrencia de eventos conocidos como “supercontagios” o “superspreading”. Estos eventos se caracterizan por un individuo infectado que se encuentra en el periodo de mayor infectividad, usualmente alrededor del cuarto día desde la adquisición de la infección, y que transmite el virus a un número desproporcionadamente elevado de personas susceptibles. Estos episodios pueden desempeñar un papel fundamental en la dinámica de la pandemia, acelerando la difusión del virus en la comunidad y facilitando la aparición de grandes brotes.
La relevancia de los espacios públicos y lugares fuera del ámbito doméstico para la diseminación del virus ha sido destacada en diversas investigaciones. Por ejemplo, una revisión realizada en Japón identificó que el 61% de los casos nacionales pudieron ser vinculados a agrupaciones o clusters ocurridos en entornos externos al hogar, tales como restaurantes, bares, locales de eventos y centros de trabajo. Esto subraya la importancia de las medidas preventivas en espacios comunitarios para controlar la propagación viral.
Asimismo, un estudio llevado a cabo por la Universidad de Colorado en Boulder identificó la presencia de lo que denominaron “superportadores” o “supercarriers”. Este grupo reducido, que representa apenas el 2% de las personas infectadas, fue responsable de portar aproximadamente el 90% de las partículas virales que circularon en la comunidad. Estos individuos poseen una alta carga viral y tienen el potencial de ser supercontagiadores, desempeñando un papel desproporcionado en la transmisión del SARS-CoV-2 a gran escala.
Factores de riesgo
Los datos epidemiológicos provenientes de los Estados Unidos destacan que la tasa de infección por el virus SARS-CoV-2 es más elevada entre los adultos jóvenes y de mediana edad. Aproximadamente el 25% de los casos confirmados corresponden a personas en el rango etario de veinte a veintinueve años, mientras que cerca del 20% de los casos se presentan en individuos de cincuenta a sesenta y cuatro años. En particular, estudios realizados en la región sur de los Estados Unidos han evidenciado que los incrementos en la incidencia de casos entre personas de veinte a treinta y nueve años preceden, por un margen de cuatro a quince días, los aumentos observados en la población mayor de sesenta años. Este patrón temporal sugiere que los adultos más jóvenes pueden actuar como un reservorio inicial del virus, que posteriormente se disemina hacia grupos etarios más vulnerables.
Las tasas de mortalidad asociadas a la COVID-19 se incrementan significativamente a partir de los cincuenta años de edad. Esto se explica, en parte, porque los individuos de mayor edad suelen presentar niveles más bajos de anticuerpos concomitantes dirigidos contra otros coronavirus benignos causantes de resfriados comunes. La presencia de estos anticuerpos en personas más jóvenes podría conferirles una cierta protección frente a la infección sintomática por SARS-CoV-2, actuando como una defensa inmunitaria cruzada. Además, los adultos mayores que han tenido contacto previo con niños parecen experimentar una protección relativa frente a los desenlaces severos de la enfermedad, posiblemente debido a una mayor exposición a diversos patógenos y al estímulo inmunológico constante.
Entre las poblaciones consideradas de alto riesgo se encuentran los profesionales de la salud y otros trabajadores esenciales que mantienen una exposición frecuente y prolongada al público, como es el caso documentado de los trabajadores del transporte en California, incluyendo especialmente a cajeros y conductores de autobuses. La mortalidad por COVID-19 tiende a aumentar durante los picos de la epidemia, habiéndose observado un máximo durante el repunte registrado en el verano de 2020. Un estudio retrospectivo de cohorte realizado en pacientes hospitalizados en los Estados Unidos determinó una mortalidad global del 17,6%. Se estima que aproximadamente el 23,6% de las muertes hospitalarias por COVID-19 son consecuencia directa de la saturación en la atención médica durante los momentos de aumento masivo de casos, lo que evidencia el impacto de la carga asistencial en la capacidad de respuesta sanitaria.
En cuanto a la población pediátrica, los niños son igualmente susceptibles a la adquisición del SARS-CoV-2 en comparación con los adultos, aunque presentan una probabilidad significativamente menor de manifestar síntomas clínicos. Esta menor expresión sintomática puede explicarse por varias razones inmunológicas y moleculares. En primer lugar, los niños tienen mayor probabilidad de haber estado expuestos previamente a coronavirus benignos que causan resfriados, lo que podría proporcionarles una protección relativa frente a infecciones severas por SARS-CoV-2. En segundo lugar, presentan concentraciones más bajas del receptor ACE-2 —la proteína utilizada por el virus para ingresar a las células huésped— en el tejido pulmonar, lo que reduce la eficiencia del virus para establecer infecciones graves en los pulmones. Finalmente, los niños manifiestan una respuesta innata al SARS-CoV-2 más robusta que la de los adultos, caracterizada por niveles elevados de interleucina 17 y interferón gamma, dos mediadores inmunitarios clave en la defensa antiviral. Esta respuesta inmunitaria más vigorosa contribuye a que los niños sean mucho menos propensos a desarrollar formas graves de la enfermedad.
Además de los adultos mayores, la infección por el virus SARS-CoV-2 representa un riesgo particularmente grave para las personas que padecen enfermedades crónicas, tales como diabetes mellitus, obesidad, hipertensión arterial, enfermedades crónicas del corazón, del pulmón o del riñón, así como antecedentes de accidente cerebrovascular. Estas condiciones comórbidas predisponen a un peor pronóstico clínico y a un aumento significativo en la morbilidad y mortalidad asociadas a la COVID-19. En un amplio estudio de cohorte multiétnico realizado en adultos hospitalizados por COVID-19, se observó que la obesidad se asoció con un aumento del ciento trece por ciento en el riesgo de hospitalización y un incremento del cuarenta y tres por ciento en el riesgo de muerte, lo que destaca la relevancia de esta condición como factor de riesgo independiente.
Aunque el virus muestra una clara afinidad por los tejidos de las vías respiratorias, las personas que fuman cigarrillos y aquellos que padecen enfermedad pulmonar obstructiva crónica presentan un mayor riesgo de desarrollar enfermedad sintomática y grave. Sin embargo, los datos respecto a la susceptibilidad y gravedad de la COVID-19 en personas con asma son aún poco concluyentes, con resultados heterogéneos en la literatura científica. En términos de diferencias basadas en el sexo, la enfermedad sintomática parece manifestarse con mayor frecuencia en hombres que en mujeres. Esto podría explicarse, en parte, por la codificación del receptor ACE-2, que es la proteína utilizada por el SARS-CoV-2 para ingresar a las células huésped, la cual está codificada en el cromosoma X. La presencia de variantes genéticas en esta proteína puede contribuir a la variabilidad clínica observada entre sexos, afectando la susceptibilidad y severidad de la infección.
La presencia de altos títulos de anticuerpos dirigidos contra el dominio de unión al receptor (receptor-binding domain) se correlaciona con una menor gravedad de la enfermedad y una mayor probabilidad de supervivencia. Estos anticuerpos actúan bloqueando la interacción entre el virus y el receptor ACE-2, dificultando la entrada viral y facilitando la respuesta inmunitaria protectora del organismo. En conjunto, estos factores inmunológicos, genéticos y comórbidos influyen significativamente en el curso clínico y los desenlaces de la infección por SARS-CoV-2.
La infección por SARS-CoV-2 en pacientes inmunosuprimidos representa un desafío clínico complejo, y la evidencia preliminar respecto al riesgo y la severidad de la COVID-19 en este grupo es heterogénea. Se estima que aproximadamente el tres por ciento de la población de los Estados Unidos se encuentra en algún estado de inmunosupresión, ya sea por enfermedades subyacentes o tratamientos inmunomoduladores. Dentro de los pacientes inmunosuprimidos, aquellos con enfermedades oncológicas constituyen un subgrupo especialmente vulnerable. En revisiones recientes, se ha observado que los pacientes con cáncer de pulmón presentan una tasa de letalidad por COVID-19 que varía entre el dieciocho y el cincuenta y cinco por ciento, mientras que aquellos con malignidades hematológicas muestran tasas aún más elevadas, entre el treinta y tres y el cuarenta y uno por ciento. La mayor susceptibilidad a desenlaces adversos en esta población está particularmente asociada a tumores metastásicos, linfomas o tratamientos recientes con quimioterapia.
Además, la administración activa de terapias oncológicas específicas, tales como inhibidores de tirosina quinasa, inhibidores de la quinasa Janus (como ruxolitinib), miméticos de Bcl-2 (como venetoclax) o anticuerpos dirigidos contra el antígeno CD20, se asocia con un peor pronóstico clínico en pacientes infectados por SARS-CoV-2. Clínicamente, se ha reportado de manera anecdótica que algunos pacientes con cáncer o estados inmunosupresores pueden experimentar una recrudescencia de la infección por COVID-19, incluso después de una respuesta inicial favorable, sugiriendo una posible dificultad para eliminar completamente el virus.
En contraste, pacientes con enfermedades inflamatorias intestinales no parecen presentar un mayor riesgo de enfermedad severa o mortalidad asociada a la COVID-19. Un análisis realizado en Alemania sobre pacientes con enfermedades inflamatorias mediadas por el sistema inmunitario mostró que ciertos fármacos, en particular los inhibidores de citoquinas, podrían reducir el riesgo de desarrollar formas graves de COVID-19. Por otro lado, el uso de glucocorticoides y tratamientos que agotan las células B se relaciona con peores desenlaces clínicos.
En cuanto a la respuesta inmunitaria frente a la vacunación contra COVID-19 en pacientes inmunosuprimidos, en general es adecuada, salvo en aquellos que reciben metotrexato o terapias dirigidas contra CD20, quienes muestran respuestas disminuidas.
Respecto a las personas que viven con el virus de inmunodeficiencia humana, los estudios sugieren que su riesgo de contraer COVID-19 es comparable o incluso superior al de la población general. Aquellos con recuentos bajos de células CD4, infecciones no tratadas o ambas condiciones presentan una mayor probabilidad de experimentar un curso clínico más severo de la COVID-19. La vacunación en pacientes con infección por VIH se asocia con respuestas neutralizantes más bajas, especialmente en aquellos con recuentos disminuidos de linfocitos CD4+ y en quienes han recibido la vacuna desarrollada por Pfizer.
Aunque el embarazo no se asocia claramente con un aumento en el riesgo de adquirir la infección por SARS-CoV-2, las complicaciones relacionadas con la COVID-19 se desarrollan con mayor frecuencia y severidad en mujeres embarazadas en comparación con las no embarazadas. La mayoría de las pacientes embarazadas hospitalizadas por COVID-19 se encuentran en el tercer trimestre de gestación y, en términos demográficos, son predominantemente mujeres de ascendencia latina o afroamericana. Un estudio de cohorte multinacional amplio ha demostrado consistentemente que la infección por SARS-CoV-2 durante el embarazo se relaciona con un aumento significativo en la morbimortalidad materna. Entre las complicaciones maternas más frecuentes se incluyen tasas elevadas de preeclampsia y eclampsia, infecciones maternas severas y una mayor necesidad de ingreso en unidades de cuidados intensivos.
Además, la infección por SARS-CoV-2 durante la gestación se asocia con pérdidas fetales en aproximadamente el 2% de las pacientes infectadas, de las cuales un 69% presentaban infección asintomática, lo que sugiere que incluso la infección subclínica puede tener consecuencias adversas. Asimismo, se ha observado un incremento en los nacimientos prematuros vinculados a la infección durante el embarazo. A nivel placentario, se han identificado anormalidades tales como arteriopatía decidual, malperfusión vascular fetal y una inflamación crónica conocida como intervillositis histiocítica, que pueden contribuir a la disfunción placentaria y afectar el desarrollo fetal.
Estos hallazgos subrayan la importancia crítica de la vacunación contra la COVID-19 en mujeres embarazadas para prevenir complicaciones maternas y perinatales. Las vacunas con mayor evidencia de seguridad y eficacia en este grupo incluyen las vacunas de ARN mensajero de Pfizer y Moderna, así como las vacunas de AstraZeneca y Johnson & Johnson, que han sido estudiadas extensivamente y recomendadas por organismos internacionales de salud.
La susceptibilidad genética a la infección por SARS-CoV-2 y al desarrollo de la enfermedad COVID-19 ha sido objeto de numerosos estudios que han identificado al menos veintitrés genes humanos asociados con un aumento en la vulnerabilidad frente al virus. Entre estos, las mutaciones en el gen que codifica para la proteína ACE-2, receptor celular clave utilizado por el virus para ingresar a las células del huésped, parecen modificar la sensibilidad del organismo a la infección. Estas variaciones genéticas no se distribuyen de manera homogénea en la población mundial, mostrando diferencias significativas entre grupos raciales y étnicos, lo que puede contribuir a la disparidad en la incidencia y gravedad observada en diferentes comunidades.
Además, se ha documentado que los casos de COVID-19 severa están desproporcionadamente representados en individuos con deficiencias congénitas o adquiridas en la vía de interferones (IFN), que son moléculas fundamentales para la respuesta antiviral innata. La ausencia o mal funcionamiento de estos interferones puede comprometer la capacidad del organismo para controlar eficazmente la replicación viral en etapas tempranas de la infección, aumentando así la probabilidad de una enfermedad grave.
No obstante, a pesar de estos hallazgos genéticos, la evidencia acumulada hasta la fecha indica que los principales determinantes de la severidad de la COVID-19 son factores epidemiológicos, demográficos y clínicos del paciente, tales como la edad, la presencia de comorbilidades, el estado inmunológico y las condiciones socioeconómicas, más que los factores genéticos per se. Esto significa que, aunque la genética puede influir en la respuesta individual al virus, no es el elemento predominante que explica la variabilidad en los desenlaces clínicos.
Por otro lado, es interesante destacar que la vacunación con la vacuna Bacilo Calmette-Guérin (BCG), utilizada tradicionalmente contra la tuberculosis, ha mostrado una asociación epidemiológica con una menor incidencia de COVID-19 en algunas poblaciones. Aunque el mecanismo exacto no está completamente elucidado, se postula que la vacuna BCG podría inducir una respuesta inmune entrenada que mejora la capacidad del sistema inmunitario para responder a infecciones virales heterólogas, incluyendo la causada por SARS-CoV-2. Este hallazgo ha generado interés en la investigación de estrategias inmunológicas no específicas que puedan ofrecer protección adicional frente a la COVID-19.
Variantes del SARS-CoV-2
Desde el inicio de la pandemia de COVID-19, se han identificado múltiples variantes genéticas del virus SARS-CoV-2, las cuales se clasifican en variantes de preocupación, variantes de interés y variantes bajo monitoreo, según su potencial impacto epidemiológico y clínico. La mayoría de las mutaciones reportadas se concentran en la proteína Spike, conocida como proteína “S”, que es la estructura viral responsable de mediar la entrada del virus en las células huésped al interactuar con el receptor ACE-2. Además, la proteína Nucleocápside o proteína “N” también presenta una tasa de mutación superior en comparación con otras proteínas estructurales del virus, lo que puede influir en aspectos relacionados con la replicación viral y la respuesta inmune.
A pesar de estas variaciones genéticas, la mayoría de las variantes identificadas no parecen afectar significativamente el reconocimiento de los epítopos presentes en la proteína Spike que son esenciales para la neutralización por anticuerpos, especialmente aquellos generados tras la vacunación o la infección previa. Sin embargo, un notable excepción es la variante Omicron, que ha demostrado una capacidad considerable para evadir los anticuerpos neutralizantes generados por infecciones previas o vacunación. No obstante, los receptores de vacunas basadas en ARN mensajero, como las de Pfizer y Moderna, aún pueden generar una respuesta parcial de anticuerpos específicos contra la proteína Spike, lo que contribuye a una protección relativa frente a esta variante.
En cuanto al tratamiento, durante las fases iniciales de la pandemia, los anticuerpos monoclonales específicos dirigidos contra la proteína Spike mostraron eficacia clínica en el manejo de casos de COVID-19 causados por variantes que contenían ciertas sustituciones en dicha proteína. Sin embargo, la continua evolución y acumulación de mutaciones en la proteína Spike en las variantes emergentes de la era actual ha provocado que la mayoría de los tratamientos con anticuerpos monoclonales previamente autorizados hayan perdido eficacia, lo que representa un desafío significativo para la terapéutica específica y destaca la necesidad de desarrollar nuevos fármacos y estrategias que puedan adaptarse a la dinámica evolutiva del virus.
Manifestaciones clínicas
La mayoría de los individuos infectados con el virus SARS-CoV-2 permanecen asintomáticos; en una serie reportada en Sudáfrica, se observó que aproximadamente el 85% de los casos no desarrollaron síntomas clínicos. Sin embargo, la proporción exacta entre infecciones asintomáticas y sintomáticas permanece incierta, ya que esta varía conforme se amplía el número de personas sometidas a pruebas diagnósticas y también ha evolucionado a lo largo de la pandemia debido al incremento de la inmunidad adquirida tanto por infección previa como por vacunación.
En los adultos que manifiestan síntomas, el rango clínico es amplio, abarcando desde cuadros leves hasta enfermedades graves que típicamente se inician entre dos y catorce días después de la exposición al virus. Los pacientes sintomáticos pueden presentar tos, fiebre, escalofríos o temblores, mialgias y faringitis. La disnea, o dificultad respiratoria, presenta una variabilidad considerable, pero suele ser frecuente en las formas graves de la enfermedad. Es importante destacar que ningún síntoma en particular es suficiente para discriminar con certeza la presencia de la enfermedad, por lo que el diagnóstico debe basarse en una evaluación integral.
Además, existen síntomas menos comunes durante las fases iniciales de la infección, como rinorrea, dolor de garganta, síntomas gastrointestinales incluyendo náuseas y diarrea, cefaleas, y alteraciones sensoriales como anosmia (pérdida del sentido del olfato), parasomnia (comportamientos anormales durante el sueño, como el sonambulismo), cacosmia (percepción de olores desagradables inexistentes), ageusia (pérdida del sentido del gusto) y cacogeusia (sensación de sabor desagradable).
Al inicio de la pandemia, entre un 15% y un 20% de los adultos infectados con SARS-CoV-2 requirieron hospitalización, y entre un 3% y un 5% necesitaron cuidados críticos. Estas cifras han cambiado sustancialmente con el desarrollo de tratamientos hospitalarios efectivos, tales como el uso de remdesivir y dexametasona, y más adelante, con la implementación masiva de vacunas contra la COVID-19. La variante Omicron, en particular, tiende a afectar con menor severidad el tracto respiratorio inferior y produce predominantemente síntomas del tracto respiratorio superior, que asemejan un resfriado común, como congestión nasal, cefalea, fatiga, dolor de garganta y tos.
Los estudios post mortem realizados en Alemania han identificado que la causa más frecuente de muerte en pacientes con COVID-19 es el daño alveolar pulmonar, seguido de insuficiencia multiorgánica. En un estudio realizado en el Reino Unido que incluyó a 73,197 pacientes adultos hospitalizados, casi la mitad desarrolló complicaciones; las más comunes afectaron a los riñones (24%), el sistema respiratorio (18%), el sistema sistémico (16.3%), el cardiovascular (12%), el gastrointestinal (11%), el neurológico (4%) y el urológico. Estas complicaciones ocurrieron con mayor frecuencia en personas de ascendencia africana, en hombres, en pacientes con obesidad y en aquellos con comorbilidades previas.
Para anticipar el riesgo de evolución hacia una enfermedad crítica al momento del ingreso hospitalario, se han desarrollado numerosas escalas validadas que integran datos clínicos y de laboratorio. Entre los biomarcadores, los niveles séricos elevados de triglicéridos han mostrado correlación con enfermedad grave, según un estudio de asociación del genoma completo (GWAS) realizado en Australia, lo que sugiere que factores metabólicos también pueden influir en el curso clínico.
Exámenes diagnósticos
Las alteraciones hematológicas asociadas a la infección por SARS-CoV-2 son características y reflejan la respuesta inmunológica e inflamatoria del organismo frente a la enfermedad. Entre los hallazgos más comunes se encuentra la neutrofilia, que es un aumento en el número absoluto de neutrófilos, junto con una linfopenia absoluta, es decir, una disminución significativa en el recuento de linfocitos. Esta combinación genera un aumento en la relación neutrófilos-linfocitos, la cual se ha asociado con la gravedad clínica y el pronóstico adverso en pacientes con COVID-19.
A medida que la enfermedad progresa, las pruebas bioquímicas en sangre revelan frecuentemente elevaciones en los marcadores hepáticos, tales como las transaminasas y la bilirrubina total, lo que indica un compromiso multisistémico y posible daño hepático inducido por la inflamación o el virus. Asimismo, en la mayoría de los pacientes con formas graves de COVID-19, se observan niveles elevados de marcadores séricos de inflamación sistémica, incluyendo lactato deshidrogenasa (LDH), ferritina, proteína C reactiva (PCR), procalcitonina e interleucina 6 (IL-6). Estos biomarcadores reflejan la intensa respuesta inflamatoria y la tormenta de citocinas que contribuyen a la patogénesis y la progresión de la enfermedad.
Una complicación hematológica significativa en los pacientes con COVID-19 grave es la coagulopatía, identificada por la elevación del antígeno del factor von Willebrand (VWF), del dímero D y de los productos de degradación de fibrina y fibrinógeno. Curiosamente, en las fases iniciales de la coagulopatía asociada a COVID-19, los tiempos de protrombina y tromboplastina parcial activada, así como el recuento plaquetario, suelen mantenerse dentro de límites normales, lo que diferencia este trastorno de la coagulación de la coagulación intravascular diseminada (CID) tradicional. A este fenómeno se le denomina coagulopatía asociada a COVID-19 (CAC, por sus siglas en inglés), y presenta características distintivas: a diferencia de la CID, en la CAC los niveles de fibrinógeno tienden a estar elevados y el recuento de plaquetas suele ser normal o solo ligeramente disminuido.
Los niveles elevados de antígeno de factor von Willebrand y de trombomodulina soluble se correlacionan con la mortalidad en pacientes hospitalizados con infección por SARS-CoV-2, lo que sugiere que la disfunción endotelial, o endotelopatía, juega un papel crucial en el deterioro clínico y en el desenlace fatal de los pacientes críticamente enfermos. La activación y daño del endotelio vascular contribuyen al estado protrombótico observado y a la disfunción multiorgánica.
Por otro lado, es importante señalar que, más allá del efecto modulador que ejerce la creciente inmunidad poblacional adquirida por vacunación o infección previa, la variante Omicron del virus se ha demostrado inherentemente menos virulenta en comparación con otras variantes anteriores. Esta menor virulencia ha sido corroborada en múltiples modelos animales, lo que explica en parte la reducción de la gravedad clínica observada en los casos asociados a esta variante.
En el diagnóstico de la infección por SARS-CoV-2 se emplean comúnmente tres tipos principales de pruebas: las pruebas moleculares, las pruebas rápidas de detección de antígenos y las pruebas serológicas para detección de anticuerpos. Cada una de estas pruebas tiene características específicas que las hacen más o menos adecuadas según el contexto clínico y epidemiológico.
Las pruebas moleculares, principalmente las basadas en la reacción en cadena de la polimerasa con transcriptasa inversa (RT-PCR), son las más sensibles y específicas para la detección del virus. Estas pruebas se consideran el estándar de oro diagnóstico, especialmente en las etapas tempranas de la infección. Generalmente, las muestras para RT-PCR se obtienen del tracto respiratorio superior o inferior. Entre las muestras del tracto respiratorio superior, los hisopos nasofaríngeos presentan una sensibilidad del 63%, mientras que los hisopos orales o bucales tienen una sensibilidad considerablemente menor, alrededor del 35%, lo que limita su utilidad para el diagnóstico confiable. En cuanto a las muestras del tracto respiratorio inferior, el lavado broncoalveolar es el método más sensible, alcanzando una sensibilidad cercana al 91%, aunque su carácter invasivo limita su uso rutinario.
Se ha observado que la muestra de esputo, cuando es posible obtenerla, es preferible a las muestras orofaríngeas, ya que la detección del virus en el esputo suele ser más prolongada, reflejando una mayor persistencia viral en las vías respiratorias inferiores. Sin embargo, la presencia de material genético viral detectado por RT-PCR más allá de los diez días posteriores al inicio de los síntomas, o más allá de los quince días tras la exposición en promedio, no suele corresponder con la presencia de partículas virales viables e infecciosas. Esto implica que la detección molecular tardía puede reflejar fragmentos virales no replicativos, lo que tiene implicaciones para el manejo clínico y las medidas de aislamiento.
Por otro lado, las pruebas rápidas de detección de antígenos son más económicas y ofrecen resultados en minutos, lo que facilita su uso en entornos con recursos limitados o para cribados masivos. Sin embargo, su sensibilidad es inferior a la de las pruebas moleculares, por lo que un resultado negativo no descarta completamente la infección, especialmente en personas asintomáticas o con carga viral baja.
Las pruebas serológicas que detectan anticuerpos contra SARS-CoV-2 son útiles para confirmar la exposición previa al virus y estudiar la respuesta inmunitaria en poblaciones. No obstante, estas pruebas no siempre pueden diferenciar entre anticuerpos generados por infección natural y aquellos inducidos por la vacunación, lo que limita su utilidad en ciertos contextos diagnósticos y epidemiológicos.
Las pruebas rápidas de detección de antígenos se han convertido en herramientas accesibles tanto en entornos clínicos como para el uso domiciliario, debido a su facilidad de aplicación y rapidez en la obtención de resultados. Estas pruebas se realizan generalmente con muestras tomadas del tracto respiratorio superior, usualmente mediante hisopos nasales o nasofaríngeos. La sensibilidad y especificidad de estos tests varían considerablemente según la marca y la calidad del test empleado. Por ejemplo, un estudio mostró que solo alrededor del 54% de los pacientes con infección confirmada por SARS-CoV-2 presentaron un resultado positivo en la prueba de antígenos en el periodo que va de cinco a nueve días posteriores al inicio de los síntomas, lo cual refleja una sensibilidad moderada. Por lo tanto, aunque estas pruebas son útiles para identificar rápidamente casos contagiosos, especialmente en etapas con alta carga viral, un resultado negativo no excluye la infección, sobre todo en fases tempranas o en personas asintomáticas.
En cuanto a las pruebas serológicas o de detección de anticuerpos, existen múltiples ensayos disponibles que permiten detectar la presencia de anticuerpos específicos contra SARS-CoV-2. Estas pruebas se realizan habitualmente en muestras de sangre, específicamente en suero. Sin embargo, no son útiles para el diagnóstico de infección activa, dado que los anticuerpos tardan en desarrollarse y su presencia indica una exposición previa al virus, pero no la infección actual. Por esta razón, se recomiendan para evaluar el estado inmunitario de un individuo, tanto tras infección natural como después de la vacunación, aunque no deben emplearse para decisiones clínicas inmediatas ni para determinar la capacidad infecciosa de una persona.
La confirmación diagnóstica de COVID-19 se basa en una combinación no estandarizada de hallazgos clínicos y resultados de pruebas moleculares. Esto se debe a que el cuadro clínico puede ser muy variable y las pruebas diagnósticas, aunque muy útiles, no son totalmente sensibles ni específicas, por lo que una evaluación integral es necesaria. Además, una revisión sistemática reciente, como la realizada por Cochrane, concluye que las pruebas serológicas no deben ser utilizadas en el punto de atención para la toma de decisiones clínicas inmediatas ni para definir el regreso al trabajo de los pacientes. Tampoco se recomienda su uso para evaluar la inmunidad postvacunal, dado que la presencia de anticuerpos no siempre se correlaciona con protección efectiva.
Al inicio de la evolución clínica de la enfermedad por SARS-CoV-2, las radiografías de tórax y las tomografías computarizadas pulmonares carecen de utilidad diagnóstica significativa, dado que ambas modalidades de imagen pueden presentar hallazgos normales en esta fase temprana. Además, las alteraciones que eventualmente se detectan no son específicas y se solapan con las manifestaciones radiológicas comunes a múltiples infecciones virales respiratorias, dificultando la diferenciación exclusiva de COVID-19.
A medida que la enfermedad progresa, se observa con mayor frecuencia la aparición de opacidades en vidrio deslustrado difusas y no específicas, así como infiltrados multilobares que en muchos casos evolucionan hacia consolidaciones pulmonares. Estos hallazgos reflejan el desarrollo de un proceso inflamatorio y exudativo progresivo que compromete múltiples segmentos pulmonares y representa la fase avanzada de neumonía viral.
Otras modalidades de imagen, como la ecografía torácica, la resonancia magnética y la tomografía por emisión de positrones combinada con tomografía computarizada (PET/CT), tienden a corroborar los hallazgos observados en la tomografía computarizada, evidenciando un patrón compatible con una neumonía organizativa en evolución, caracterizada por la proliferación de tejido inflamatorio y fibrosis incipiente.
Por otro lado, los estudios neuroimagenológicos han identificado alteraciones estructurales en pacientes con infección por SARS-CoV-2, particularmente una reducción del grosor de la sustancia gris en regiones específicas del cerebro, como la corteza orbitofrontal y el giro parahipocampal. Estas áreas están estrechamente vinculadas con el complejo olfatorio primario, lo que podría explicar síntomas neurológicos característicos de la infección, como la anosmia. Además, se ha observado una reducción global en el volumen cerebral, lo que podría estar asociado con las manifestaciones neurológicas y cognitivas que presentan algunos pacientes en la fase postinfecciosa.
Diagnóstico diferencial
La infección por influenza estacional puede descartarse con relativa seguridad mediante la realización de un análisis rápido de antígenos a partir de un hisopo nasal, debido a la alta especificidad y velocidad de esta prueba para detectar el virus de la influenza en las vías respiratorias superiores. Este método diagnóstico es de gran utilidad clínica para diferenciar la influenza de otras infecciones respiratorias virales, incluyendo la causada por SARS-CoV-2, dado que ambas pueden presentar síntomas similares. Sin embargo, se han reportado casos de coinfección, en los cuales un paciente puede estar simultáneamente infectado por influenza y otros patógenos respiratorios, incluido el propio SARS-CoV-2, complicando el diagnóstico y manejo clínico.
Desde el punto de vista clínico, el inicio de los síntomas en la influenza tiende a ser más abrupto en comparación con la infección por SARS-CoV-2. Por ejemplo, la taquicardia y otros signos sistémicos se manifiestan de manera más súbita en la influenza. Además, la duración de la enfermedad suele ser más corta en la influenza, con una media de 7 a 9 días, mientras que en el caso de COVID-19, los síntomas suelen prolongarse aproximadamente 12 días en pacientes sintomáticos. Esta diferencia en la temporalidad y la presentación clínica es relevante para el diagnóstico diferencial y para anticipar el curso probable de la enfermedad.
Cabe destacar que una complicación severa que puede ser desencadenada o estar asociada con la infección por SARS-CoV-2 es la linfohistiocitosis hemofagocítica secundaria, un síndrome inflamatorio grave que puede simular el cuadro clínico de una COVID-19 severa. Este trastorno se caracteriza por una activación exagerada del sistema inmunológico, con producción masiva de citoquinas y daño multiorgánico, lo que lo convierte en un diagnóstico crítico a considerar ante pacientes con deterioro clínico progresivo y características inflamatorias intensas.

Fuente y lecturas recomendadas:
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