Toxicidad de agentes quimioterapéuticos
Toxicidad de agentes quimioterapéuticos

Toxicidad de agentes quimioterapéuticos

La toxicidad y la necesidad de modificar las dosis de los agentes quimioterapéuticos son aspectos fundamentales en el manejo clínico del cáncer. La administración de quimioterapia se basa, en gran medida, en los resultados obtenidos a partir de ensayos clínicos realizados para tipos específicos de tumores. Sin embargo, a pesar de que las pautas terapéuticas están bien establecidas, es esencial tener en cuenta que los fármacos citotóxicos afectan tanto a las células malignas como a tejidos normales de rápida proliferación, lo que puede generar efectos adversos significativos. Por ello, es imperativo anticipar y vigilar de manera estrecha cualquier signo de toxicidad relacionada con el tratamiento.

En contextos donde el propósito principal del tratamiento es paliativo —es decir, cuando no se busca la curación, sino mejorar los síntomas y optimizar la calidad de vida del paciente—, la reducción de las dosis o el espaciamiento de los ciclos puede ser una estrategia clínica adecuada. Esto permite mitigar los efectos secundarios y evitar un deterioro adicional del estado general del paciente, sin comprometer de forma sustancial los beneficios clínicos esperados.

Por el contrario, cuando la intención terapéutica es curativa, ya sea en el tratamiento de enfermedad localmente avanzada o en el contexto adyuvante tras una resección quirúrgica, se debe procurar mantener la intensidad de dosis y la frecuencia establecida en los protocolos. Las reducciones innecesarias de dosis o retrasos en la administración pueden comprometer el objetivo de erradicar la enfermedad residual y disminuir las tasas de recaída.

Antes de iniciar cualquier esquema de quimioterapia, es fundamental realizar una evaluación hematológica completa, que incluya un hemograma con recuento diferencial, concentración absoluta de neutrófilos y plaquetas, así como pruebas de función hepática y renal. Estas evaluaciones deben repetirse periódicamente durante el tratamiento, para detectar a tiempo posibles toxicidades que obliguen a ajustar el plan terapéutico.

Toxicidades medular

La toxicidad medular es una complicación frecuente e importante del tratamiento quimioterapéutico, ya que los agentes citotóxicos no solo afectan a las células tumorales, sino también a las células hematopoyéticas de la médula ósea. Esto puede dar lugar a neutropenia, anemia y trombocitopenia, cada una con implicaciones clínicas significativas que requieren un manejo diferenciado y cuidadoso.

A. Neutropenia

La neutropenia, caracterizada por una disminución marcada de los neutrófilos, es una de las formas más comunes de mielosupresión inducida por quimioterapia. Esta condición no solo incrementa el riesgo de infecciones graves, sino que también puede provocar retrasos en el tratamiento o reducciones de dosis que comprometan la eficacia oncológica. Para mitigar esta complicación, se emplean factores estimulantes de colonias de granulocitos, que favorecen la recuperación de la línea mieloide. Estas moléculas, como el filgrastim (administrado mediante inyecciones subcutáneas diarias) o su forma de acción prolongada, el pegfilgrastim (una única dosis postquimioterapia), han demostrado acortar la duración y reducir la gravedad de la neutropenia.

Las principales sociedades científicas, como la Sociedad Americana de Oncología Clínica y el Centro Nacional de Redes de Cáncer, recomiendan el uso profiláctico primario de estos agentes cuando el riesgo estimado de neutropenia febril supera el veinte por ciento. También se justifica su utilización en pacientes con factores de riesgo adicionales, como edad avanzada, comorbilidades relevantes o características tumorales que predisponen a complicaciones infecciosas.

B. Anemia

La anemia inducida por quimioterapia es otro efecto adverso habitual, con consecuencias sobre la calidad de vida y la capacidad funcional del paciente. Puede manifestarse como fatiga, disnea o intolerancia al esfuerzo. Para su tratamiento se han desarrollado agentes estimulantes de la eritropoyesis, que promueven la producción de glóbulos rojos. No obstante, el uso de estos fármacos ha sido objeto de escrutinio, ya que estudios clínicos han revelado riesgos asociados, como un incremento en la incidencia de eventos tromboembólicos, posible reducción de la supervivencia y aceleración del crecimiento tumoral en ciertos contextos.

Por estas razones, la Administración de Alimentos y Medicamentos establece que estos agentes no deben utilizarse cuando el objetivo del tratamiento quimioterapéutico es la curación. En estos casos, las transfusiones de concentrados eritrocitarios representan una alternativa más segura y eficaz a corto plazo para aliviar la sintomatología asociada a la anemia. En pacientes en tratamiento paliativo, donde la prioridad es el bienestar del paciente, puede considerarse el uso de estimulantes de la eritropoyesis, siempre con un enfoque individualizado y teniendo en cuenta las preferencias del paciente. La terapia no debe iniciarse hasta que la hemoglobina sea inferior a 10 gramos por decilitro, y debe suspenderse cuando supere los 12 gramos por decilitro. Además, para que el tratamiento sea eficaz, es imprescindible corregir previamente cualquier deficiencia de hierro.

C. Trombocitopenia

El manejo farmacológico de la trombocitopenia inducida por quimioterapia es más limitado en comparación con las otras citopenias. Aunque existen agentes que estimulan la producción de plaquetas mediante la activación del receptor de trombopoyetina, como el romiplostim y el eltrombopag, su uso está actualmente aprobado solo para patologías específicas como la trombocitopenia inmune primaria, la inducida por interferón en pacientes con hepatitis C, y la trombocitopenia en el contexto de anemia aplásica. En el caso de la trombocitopenia secundaria a quimioterapia, estas terapias aún se encuentran en fase de investigación y no cuentan con aprobación oficial para tal indicación.

Náuseas y vómitos inducidos por la quimioterapia

Las náuseas y los vómitos inducidos por quimioterapia representan algunos de los efectos adversos más temidos y angustiantes para los pacientes oncológicos. Estas manifestaciones pueden afectar gravemente la calidad de vida, reducir la adherencia al tratamiento y generar una experiencia anticipada negativa incluso antes de recibir el fármaco. Se trata de fenómenos complejos mediados por vías neuroquímicas específicas en el sistema nervioso central, donde destacan la activación de los receptores de serotonina tipo 3 (5-hidroxitriptamina subtipo 3) y los receptores de neuroquinina tipo 1. La estimulación de estas estructuras desencadena respuestas eméticas que pueden adoptar diferentes patrones clínicos.

Desde el punto de vista temporal, las náuseas y vómitos relacionados con la quimioterapia se clasifican en tres tipos: anticipatorios, que surgen antes de la administración del tratamiento y están condicionados por experiencias previas negativas; agudos, que se presentan en las primeras horas tras la infusión de quimioterapia; y diferidos, que pueden persistir o manifestarse hasta siete días después del tratamiento.

La capacidad de cada agente quimioterapéutico para inducir emesis varía significativamente y se clasifica en función de su potencial emetógeno en cuatro niveles: alto, moderado, bajo y mínimo. Entre los agentes con alto riesgo de provocar vómitos se encuentran el cisplatino, las antraciclinas y el ciclofosfamida en dosis elevadas. En el grupo de riesgo moderado se incluyen medicamentos como la carboplatino, el oxaliplatino, la azacitidina y el irinotecán. Los fármacos con bajo riesgo incluyen la capecitabina, el paclitaxel y el metotrexato, mientras que agentes como el bevacizumab, el rituximab y la vincristina presentan un riesgo mínimo de inducir emesis.

Los avances terapéuticos en el manejo de las náuseas y vómitos han sido notables en las últimas décadas, gracias al desarrollo de fármacos antieméticos que actúan sobre los receptores responsables de la emesis. Entre los antagonistas del receptor de serotonina tipo 3, se destacan el ondansetrón, el granisetrón, el alosetrón y el palonosetrón. Este último es particularmente eficaz debido a su alta afinidad por el receptor y su prolongada vida media, lo que le confiere eficacia tanto en la emesis aguda como en la diferida. No obstante, todos los fármacos de esta clase pueden inducir alteraciones electrocardiográficas, como la prolongación del intervalo QT, por lo que se requiere precaución en pacientes con riesgo cardiovascular.

Por otro lado, los antagonistas del receptor de neuroquinina tipo 1, como el aprepitanto, el fosaprepitanto y el netupitanto, han demostrado eficacia significativa en la prevención de la emesis inducida por quimioterapia altamente emetógena. El aprepitanto se administra por vía oral durante tres días, en combinación con antagonistas del receptor de serotonina y corticoesteroides como la dexametasona, para potenciar su efecto protector tanto inmediato como tardío. El fosaprepitanto, su profármaco intravenoso, ofrece una alternativa útil cuando no es posible la vía oral. Asimismo, la formulación combinada de netupitanto con palonosetrón en una cápsula única (NEPA) proporciona una opción conveniente de dosis única con eficacia prolongada.

En pacientes que reciben quimioterapia altamente emetógena, como es el caso del cisplatino, se recomienda una combinación de cuatro fármacos: un antagonista del receptor 5HT3, un antagonista del receptor NK1, dexametasona y olanzapina. Esta última, un antipsicótico atípico con propiedades antieméticas, ha demostrado eficacia tanto en la prevención como en el tratamiento de las náuseas anticipatorias y refractarias. En tratamientos con riesgo moderado de emesis, se utilizan esquemas de dos o tres fármacos, mientras que en quimioterapias de bajo riesgo basta con un único agente, como dexametasona o un antagonista del receptor de serotonina.

Es fundamental iniciar el manejo antiemético desde el primer ciclo de quimioterapia, con un enfoque proactivo y preventivo, ya que una primera experiencia negativa puede condicionar respuestas eméticas anticipatorias en los ciclos siguientes. Además, es indispensable que los pacientes reciban medicamentos antieméticos para su uso en el domicilio, acompañados de instrucciones claras por escrito y números de contacto para recibir orientación en caso de síntomas persistentes. La intervención oportuna y eficaz no solo mejora la calidad de vida, sino que permite mantener la integridad del tratamiento oncológico sin interrupciones evitables.

 

Toxicidad gastrointestinal

La toxicidad gastrointestinal inducida por quimioterapia es una consecuencia frecuente y clínicamente relevante del tratamiento oncológico, derivada principalmente del daño que estos fármacos provocan en tejidos con alta tasa de recambio celular, como es el caso del epitelio de la mucosa que recubre desde la cavidad oral hasta el intestino. Esta afectación del tracto digestivo puede comprometer seriamente la nutrición, el estado funcional, la adherencia al tratamiento e incluso la seguridad del paciente.

Toxicidad oral

A nivel de la cavidad bucal, la mucositis es una complicación común, cuyo espectro clínico puede variar desde una leve sensación de ardor o molestias al tragar, hasta ulceraciones profundas, dolorosas y con riesgo de sobreinfección. Esta inflamación del epitelio oral no solo es dolorosa, sino que también puede limitar la ingesta oral, predisponer a infecciones sistémicas y prolongar hospitalizaciones.

Uno de los factores que agrava significativamente el riesgo de mucositis es la mala salud bucodental preexistente. La presencia de caries no tratadas, enfermedad periodontal o una higiene oral deficiente favorece el desarrollo de esta toxicidad. Por ello, se recomienda una evaluación odontológica completa previa al inicio del tratamiento, especialmente en pacientes con cáncer de cabeza y cuello, quienes además suelen recibir radioterapia concomitante, lo que incrementa de forma significativa el riesgo de mucositis grave.

Una vez instaurada, la mucositis puede complicarse con infecciones oportunistas, siendo las más frecuentes las producidas por Candida albicans y el virus del herpes simple. En estos casos, el tratamiento debe dirigirse no solo al alivio de los síntomas inflamatorios y del dolor, sino también a la erradicación de estos patógenos mediante antifúngicos tópicos o sistémicos, y antivirales como aciclovir o valaciclovir. Asimismo, el uso de enjuagues orales no irritantes y una adecuada analgesia son pilares del manejo sintomático.

Toxicidad intestinal

En el tracto gastrointestinal inferior, la toxicidad más representativa es la diarrea. Este síntoma puede deberse a daño directo del epitelio intestinal, alteración en la absorción de agua y electrolitos, y cambios en la microbiota intestinal. La severidad es variable y va desde deposiciones blandas de curso autolimitado, hasta cuadros severos con deshidratación, desequilibrio hidroelectrolítico e insuficiencia renal aguda.

Los agentes quimioterapéuticos que con mayor frecuencia inducen diarrea son el 5-fluorouracilo, la capecitabina y el irinotecán. También se han identificado fármacos dirigidos, como los inhibidores de tirosina cinasa (por ejemplo, dasatinib, imatinib, regorafenib) y los inhibidores del receptor del factor de crecimiento epidérmico (como cetuximab y erlotinib), como responsables de toxicidad gastrointestinal significativa.

El tratamiento de la diarrea inducida por quimioterapia se debe ajustar según la gravedad. En casos leves a moderados, no relacionados con inmunoterapia, suele bastar con agentes antidiarreicos orales como la loperamida. Sin embargo, cuando la diarrea es persistente o severa, con signos de deshidratación o alteraciones bioquímicas, es necesario el manejo hospitalario con hidratación intravenosa agresiva y reposición electrolítica.

Un caso especial lo constituye la diarrea secundaria al uso de inmunoterapia, particularmente inhibidores de puntos de control inmunitario. En este contexto, la diarrea puede ser manifestación de colitis inmunomediada, una entidad inflamatoria que requiere un enfoque distinto. Ante la sospecha de este diagnóstico, se debe descartar etiología infecciosa mediante estudios microbiológicos y de imagen, y considerar una evaluación endoscópica. El tratamiento puede incluir corticosteroides sistémicos y, en casos graves, la suspensión definitiva del agente inmunoterapéutico, especialmente si se trata de inhibidores de CTLA-4.

Cistitis hemorrágica inducida por ciclofosfamida o ifosfamida

La cistitis hemorrágica inducida por ciclofosfamida o ifosfamida es una complicación urológica potencialmente grave asociada al uso de estos agentes alquilantes, ampliamente utilizados en diversos esquemas quimioterapéuticos. Esta toxicidad se produce por la acción directa de un metabolito activo, la acroleína, sobre el epitelio vesical. La acroleína se excreta por vía urinaria y, al permanecer en contacto con la mucosa de la vejiga, provoca daño epitelial que puede progresar a inflamación, ulceración y sangrado.

Desde el punto de vista clínico, esta entidad puede manifestarse inicialmente con síntomas leves, como disuria, tenesmo vesical y aumento en la frecuencia urinaria. Estos síntomas constituyen señales de alarma y deben ser investigados de forma inmediata, ya que su progresión puede derivar en hematuria macroscópica persistente, formación de coágulos, y en casos severos, descamación extensa del epitelio vesical y obstrucción del tracto urinario inferior.

Una estrategia fundamental para la prevención de esta toxicidad es asegurar una adecuada hidratación del paciente antes, durante y después de la administración del fármaco. El aumento del volumen urinario diluye la concentración de acroleína en la vejiga y favorece su eliminación rápida, reduciendo el tiempo de contacto con el urotelio. Además, se debe instruir al paciente para que orine con frecuencia, evitando así la acumulación prolongada de orina cargada de metabolitos tóxicos.

En pacientes que desarrollan hematuria microscópica o síntomas iniciales de irritación vesical, es prudente suspender temporalmente el agente causante o considerar la sustitución por otro citotóxico con menor riesgo urotóxico. Simultáneamente, debe intensificarse la hidratación y considerarse el uso de fármacos que alivien el dolor urinario, como la fenazopiridina.

El uso profiláctico de mesna (ácido 2-mercaptoetano sulfónico) es una medida eficaz en aquellos pacientes con alto riesgo de cistitis hemorrágica, especialmente cuando se utilizan dosis altas de ciclofosfamida o ifosfamida. Mesna actúa como agente neutralizante al unirse a la acroleína en la vejiga, formando un compuesto no tóxico que es eliminado sin causar daño urotelial. Su administración concomitante con el agente alquilante ha demostrado reducir significativamente la incidencia y la gravedad de esta complicación.

En situaciones de cistitis severa, donde se observa hematuria macroscópica persistente y desprendimiento del epitelio vesical, el abordaje clínico debe intensificarse. Es crucial monitorear signos de obstrucción urinaria secundaria a la formación de coágulos. En casos de retención urinaria o dolor vesical importante, puede ser necesaria una cistoscopia para evacuar los coágulos y evaluar el grado de daño mucoso. El tratamiento puede requerir irrigación vesical continua, analgésicos potentes e incluso soporte transfusional si la pérdida sanguínea es significativa.

Neuropatía debido a los alcaloides de Vinca y otros medicamentos de quimioterapia

La neuropatía inducida por quimioterapia es una toxicidad neurológica frecuente, multifactorial y potencialmente limitante del tratamiento, cuya fisiopatología se relaciona con el daño directo a las neuronas periféricas y sus axones por parte de diversos agentes citotóxicos. Entre los medicamentos más comúnmente implicados se encuentran los alcaloides de la vinca, en particular la vincristina, así como los taxanos y algunos agentes inmunomoduladores utilizados en el tratamiento del mieloma múltiple.

La vincristina, un compuesto que interfiere con la polimerización de los microtúbulos, altera de manera significativa la función axonal, dado que los microtúbulos son estructuras esenciales para el transporte axoplásmico. Esta interrupción del flujo intracelular afecta particularmente a las fibras de mayor longitud, como las que se extienden hacia las extremidades distales, lo que explica que los primeros síntomas de neuropatía se manifiesten como parestesias —hormigueo, ardor o adormecimiento— en los dedos de manos y pies.

Con la administración repetida o acumulativa de vincristina, la neuropatía puede progresar hacia zonas más proximales e involucrar no solo fibras sensoriales, sino también fibras motoras. Esto se traduce clínicamente en debilidad muscular, pérdida de reflejos profundos (hiporreflexia) y, en casos más graves, alteraciones en la marcha o dificultad para realizar actividades cotidianas que requieren precisión o fuerza muscular. Aunque esta neurotoxicidad es en muchos casos reversible tras la suspensión del fármaco, su recuperación puede ser lenta y, en algunas circunstancias, incompleta.

Los taxanos, como el paclitaxel y el docetaxel, que también interfieren con la dinámica de los microtúbulos, inducen una neuropatía periférica de características similares, aunque a menudo con un predominio sensorial. Por otro lado, fármacos como la talidomida y el bortezomib, usados comúnmente en el tratamiento del mieloma múltiple, también pueden provocar neuropatía sensitiva dolorosa, cuya patogenia incluye no solo mecanismos axonales, sino también efectos sobre los ganglios de la raíz dorsal.

Además de la afectación sensitiva y motora, los alcaloides de la vinca pueden causar neuropatía autonómica, siendo el síntoma más común el estreñimiento severo. Esto se debe a la denervación del sistema nervioso entérico, que provoca una disminución marcada del peristaltismo intestinal. En ausencia de medidas preventivas, la dismotilidad intestinal puede evolucionar hacia un íleo paralítico o impactación fecal, condiciones que pueden requerir manejo hospitalario.

Por esta razón, los pacientes que reciben vincristina deben iniciar profilácticamente tratamientos para estimular el tránsito intestinal, como laxantes suaves (por ejemplo, senósidos o polietilenglicol), e incorporar recomendaciones dietéticas que incluyan una adecuada hidratación y consumo de fibra. La prevención es esencial, ya que una vez establecido el cuadro de atonía intestinal, el tratamiento es más complejo y puede requerir intervenciones más agresivas.

Toxicidad del metotrexato

El metotrexato es un agente antimetabolito ampliamente utilizado en oncología, particularmente en el tratamiento de enfermedades como la leucemia linfoblástica aguda, los sarcomas y la carcinomatosis leptomeníngea. Su mecanismo de acción se basa en la inhibición de la enzima dihidrofolato reductasa, lo cual impide la regeneración de tetrahidrofolato, un cofactor esencial para la síntesis de purinas y timidilato. Esta interferencia bloquea la replicación del ADN y, en consecuencia, afecta de forma preferencial a las células con una alta tasa de proliferación.

La eliminación del metotrexato depende casi exclusivamente de la función renal, lo que convierte al riñón en un órgano crítico tanto para su depuración como para la prevención de toxicidad acumulativa. Dado que el fármaco se filtra por los glomérulos y se secreta activamente en los túbulos renales, cualquier alteración en la función renal puede traducirse en una prolongación de su vida media y en un aumento de su toxicidad sistémica.

Las células más susceptibles a los efectos tóxicos del metotrexato son aquellas con alta renovación celular, como las del epitelio mucoso y la médula ósea. Por ello, las principales manifestaciones clínicas adversas incluyen mucositis —que puede comprometer desde la cavidad oral hasta el tracto gastrointestinal— y mielosupresión, lo que se traduce en leucopenia, anemia y trombocitopenia, con el consiguiente riesgo de infecciones, hemorragias y fatiga.

Cuando se utiliza en dosis elevadas, definidas generalmente como ≥500 mg/m² administradas en infusión continua durante un período de 4 a 36 horas, el metotrexato se comporta como un agente extremadamente tóxico. En ausencia de intervención farmacológica, estas dosis serían letales, incluso en pacientes sin comorbilidades. Para contrarrestar este riesgo, se emplea la rescate con leucovorina (ácido folínico), una forma reducida del ácido fólico que puede entrar en las células por vías alternas sin necesidad de la enzima inhibida por el metotrexato. Esta molécula protege selectivamente a los tejidos normales sin interferir con el efecto citotóxico del fármaco sobre las células malignas.

El rescate con leucovorina debe administrarse de forma estrictamente programada y su duración está determinada por las concentraciones plasmáticas de metotrexato, que deben monitorizarse seriadamente. El umbral de seguridad generalmente aceptado es inferior a 0.05 micromoles por litro. Una administración tardía o inadecuada de leucovorina puede conllevar consecuencias fatales debido a la persistencia de la toxicidad sobre tejidos normales.

Otro aspecto crítico del manejo del metotrexato en dosis altas es la prevención de la nefrotoxicidad, una complicación grave derivada de la precipitación del fármaco o sus metabolitos en los túbulos renales, especialmente en un medio urinario ácido. Para mitigar este riesgo, se recomienda una hidratación vigorosa con soluciones intravenosas y la alcalinización de la orina mediante bicarbonato de sodio. Esta estrategia facilita la solubilidad del metotrexato en la orina, disminuyendo el riesgo de cristalización tubular.

Además, es obligatorio realizar monitoreo diario de la creatinina sérica durante la administración del metotrexato, a fin de detectar de forma temprana cualquier deterioro en la función renal que pueda comprometer la eliminación del fármaco. Cualquier incremento en los niveles de creatinina puede ser un indicio de toxicidad renal inminente, lo que justifica la intensificación de medidas de soporte y, en casos extremos, considerar intervenciones como la diálisis de alto flujo.

 

Cardiotoxicidad por antraciclinas y otros fármacos quimioterapéuticos

La cardiotoxicidad inducida por agentes quimioterapéuticos es una complicación cada vez más reconocida en el ámbito de la oncología, debido al uso creciente y prolongado de terapias sistémicas que, aunque eficaces contra diversos tipos de cáncer, pueden comprometer la función cardiovascular de manera significativa. Esta toxicidad puede manifestarse en múltiples formas clínicas, que incluyen disfunción ventricular izquierda, insuficiencia cardíaca congestiva, arritmias, hipertensión, isquemia miocárdica y, en algunos casos, muerte súbita. Su aparición depende del tipo de fármaco, la dosis acumulada, el tiempo de exposición y la predisposición individual del paciente.

Entre los agentes más conocidos por su potencial cardiotóxico se encuentran las antraciclinas, como la doxorrubicina, uno de los fármacos citotóxicos más utilizados. Estas moléculas interfieren con la replicación del ADN mediante la inhibición de la topoisomerasa II, pero también generan radicales libres y estrés oxidativo en las células miocárdicas, lo que conduce a daño mitocondrial, apoptosis y remodelado estructural del miocardio. La cardiotoxicidad inducida por antraciclinas puede clasificarse en tres tipos temporales:

  1. Aguda, que ocurre durante o inmediatamente después de la administración y suele ser reversible.
  2. Subaguda o precoz, que se presenta días o semanas después del tratamiento y puede progresar con el tiempo.
  3. Tardía, que puede aparecer incluso años después de la exposición, con el desarrollo de insuficiencia cardíaca sintomática, a menudo irreversible.

La complicación más temida de esta toxicidad tardía es la insuficiencia cardíaca congestiva secundaria a disfunción sistólica del ventrículo izquierdo, la cual puede presentarse de forma insidiosa o abrupta. Dado este riesgo, es imprescindible realizar una evaluación de la fracción de eyección del ventrículo izquierdo (FEVI) antes de iniciar el tratamiento con antraciclinas. Un valor de FEVI mayor al 50% se considera seguro para la administración del fármaco. En cambio, si la FEVI es inferior al 30%, el uso de antraciclinas está contraindicado debido al alto riesgo de descompensación cardíaca. En pacientes con valores intermedios, el tratamiento puede considerarse con precaución, utilizando dosis reducidas, vigilancia cardiológica estrecha y reevaluaciones periódicas de la función ventricular.

Para limitar el riesgo de toxicidad acumulativa, se recomienda no superar una dosis total de antraciclinas mayor a 450 mg/m² de superficie corporal. También se han desarrollado estrategias farmacológicas como el uso de dexrazoxano, un agente quelante que atenúa la generación de radicales libres en el miocardio, especialmente en pacientes que requieren dosis altas o tratamientos prolongados.

No obstante, las antraciclinas no son los únicos agentes con efectos adversos sobre el sistema cardiovascular. Otros grupos de fármacos con riesgo documentado incluyen:

  • Inhibidores del receptor HER2 (como trastuzumab y pertuzumab), utilizados en cáncer de mama HER2 positivo, que pueden provocar disfunción miocárdica reversible, especialmente cuando se combinan con antraciclinas.
  • Inhibidores de la vía del factor de crecimiento endotelial vascular (VEGF) como bevacizumab, sunitinib y lenvatinib, que aumentan el riesgo de hipertensión arterial, trombosis y eventos isquémicos.
  • Inhibidores multiquinasa como dasatinib y nilotinib, que pueden inducir hipertensión pulmonar, prolongación del intervalo QT y disfunción ventricular.
  • Inhibidores del proteasoma (bortezomib y carfilzomib), que se asocian con riesgo de insuficiencia cardíaca, especialmente en pacientes con mieloma múltiple.
  • Inhibidores de puntos de control inmunitario como nivolumab, pembrolizumab, atezolizumab e ipilimumab, que pueden provocar miocarditis autoinmune, una complicación grave aunque poco frecuente.

Dado este amplio espectro de toxicidades cardíacas potenciales, se ha vuelto indispensable incorporar un enfoque cardio-oncológico en la atención integral del paciente con cáncer. Este enfoque permite identificar a individuos en riesgo, implementar medidas preventivas y realizar una vigilancia activa que equilibre la eficacia antineoplásica con la protección de la función cardiovascular a largo plazo.

 

Nefrotoxicidad y neurotoxicidad de cisplatino

La nefrotoxicidad y neurotoxicidad inducidas por el cisplatino representan dos de las complicaciones más relevantes y limitantes en el uso clínico de este agente quimioterapéutico, cuyo empleo es fundamental en el tratamiento de diversos tumores sólidos, incluyendo los cánceres de testículo, vejiga, cabeza y cuello, pulmón y ovario. El cisplatino actúa formando enlaces cruzados con el ADN, lo que interfiere con la replicación celular y conduce a la muerte de células malignas. Sin embargo, esta acción no es selectiva y afecta también tejidos normales, principalmente los de rápida proliferación o con particular susceptibilidad, como el epitelio renal y las neuronas periféricas.

La nefrotoxicidad es una de las toxicidades más frecuentes y preocupantes asociadas al cisplatino, ya que puede provocar daño tubular agudo, que se manifiesta con una disminución progresiva de la función renal, alteraciones en el equilibrio hidroelectrolítico y en casos severos, insuficiencia renal aguda. Este daño es dosis dependiente y puede comprometer significativamente la capacidad de continuar con el tratamiento, además de afectar la calidad de vida del paciente. Para minimizar este riesgo, es fundamental implementar medidas preventivas que incluyen una hidratación intravenosa agresiva y continua antes, durante y después de la administración del cisplatino. Esto permite mantener un flujo urinario adecuado y reducir la concentración del fármaco en los túbulos renales, disminuyendo así la posibilidad de cristalización y toxicidad directa. La función renal debe ser evaluada regularmente mediante pruebas de creatinina sérica y aclaramiento de creatinina, además del monitoreo estricto de electrolitos, como magnesio, potasio y calcio, que suelen alterarse durante el tratamiento.

Por otro lado, la neurotoxicidad asociada al cisplatino se presenta principalmente como una neuropatía periférica de carácter mixto sensitivo y motor. Los pacientes frecuentemente experimentan parestesias dolorosas, sensación de ardor, pérdida de sensibilidad y debilidad muscular distal. Además, la ototoxicidad es una manifestación particularmente grave de la neurotoxicidad, que puede desencadenar tinnitus y progresar hasta la pérdida auditiva irreversible, afectando gravemente la calidad de vida. Esta neurotoxicidad es acumulativa y su aparición puede condicionar la suspensión o reducción de la dosis del tratamiento.

En ciertos casos, especialmente en pacientes con enfermedad renal preexistente o neuropatías previas, se considera el uso de análogos del platino de segunda generación, como el carboplatino. Aunque el carboplatino carece de la misma nefrotoxicidad que el cisplatino, posee una mayor incidencia de supresión medular, lo que se traduce en un riesgo incrementado de neutropenia y trombocitopenia. La sustitución del cisplatino por carboplatino debe evaluarse cuidadosamente, considerando las indicaciones específicas, el perfil de toxicidad individual y la condición clínica del paciente, para lograr un equilibrio óptimo entre eficacia antitumoral y tolerabilidad.

Toxicidad asociada al inhibidor del punto de control inmunitario

La toxicidad asociada a los inhibidores de puntos de control inmunitarios representa un desafío importante en la era moderna de la inmunoterapia contra el cáncer, la cual ha transformado el abordaje terapéutico oncológico. Estas terapias inmunológicas comprenden diversas estrategias, entre las cuales destacan la inhibición de puntos de control inmunitarios, la terapia celular adoptiva y las vacunas contra el cáncer. En particular, los inhibidores de puntos de control, como los anticuerpos monoclonales dirigidos contra PD-1, PD-L1 y CTLA-4, actúan modulando la respuesta inmunitaria para potenciar la capacidad del sistema inmune de reconocer y eliminar células tumorales.

El eje PD-1/PD-L1 funciona como un mecanismo fisiológico que regula negativamente la activación de los linfocitos T, previniendo respuestas inmunitarias excesivas o autoinmunes mediante señales inhibitorias intracelulares que inducen el agotamiento de estas células. Los inhibidores de PD-1 (como pembrolizumab, nivolumab, cemiplimab y dostarlimab) y los inhibidores de PD-L1 (como atezolizumab, avelumab y durvalumab) bloquean esta vía, liberando a los linfocitos T de las señales supresoras que reciben del tumor, restaurando así la actividad antitumoral efectiva. Por otro lado, el anticuerpo monoclonal ipilimumab bloquea CTLA-4, otro regulador negativo crucial de la activación T, facilitando la proliferación y activación de linfocitos T con un efecto inmunoestimulador robusto.

Estos agentes inmunoterapéuticos han demostrado eficacia en una amplia variedad de neoplasias, incluyendo melanoma, cáncer de pulmón, vejiga, riñón, esófago y cáncer de mama triple negativo, entre otros. Sin embargo, el impulso del sistema inmune que generan no está exento de riesgos, ya que puede desencadenar reacciones adversas inmunomediadas, conocidas como efectos adversos relacionados con inmunoterapia. En comparación con los inhibidores de PD-1 o PD-L1, la terapia anti-CTLA-4 se asocia con una mayor incidencia y gravedad de toxicidad autoinmune, y el uso combinado de estos agentes incrementa aún más la frecuencia y severidad de dichas reacciones.

Las manifestaciones clínicas de estos efectos autoinmunes pueden afectar prácticamente cualquier órgano o sistema, reflejando la pérdida de tolerancia inmunológica. Entre las toxicidades más comunes se encuentran la tiroiditis, dermatitis, colitis, hepatitis y artritis. Aunque poco frecuente, la neumonitis representa una complicación grave que requiere atención especializada. Los eventos adversos de grado leve pueden ser manejados con seguimiento clínico, exceptuando aquellas toxicidades neurológicas, hematológicas o cardíacas que requieren evaluación inmediata. En presencia de toxicidades de grado moderado a severo, es indispensable suspender temporalmente el tratamiento con inhibidores de puntos de control hasta la resolución del evento; en algunos casos, puede ser necesaria la interrupción definitiva de la inmunoterapia.

El tratamiento de elección para las toxicidades inmunomediadas son los glucocorticoides, los cuales suprimen la respuesta inflamatoria exagerada. Cuando la toxicidad no responde adecuadamente a los esteroides, se recurre a agentes inmunosupresores adicionales, como infliximab, para controlar la inflamación y evitar complicaciones potencialmente fatales. En suma, el manejo efectivo de las toxicidades asociadas a los inhibidores de puntos de control requiere un monitoreo riguroso, diagnóstico oportuno y un abordaje terapéutico multidisciplinario que garantice la máxima seguridad del paciente sin comprometer los beneficios antitumorales de la inmunoterapia.

 

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Fuente y lecturas recomendadas:
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  2. Brahmer JR et al. Society for Immunotherapy of Cancer (SITC) clinical practice guideline on immune checkpoint inhibitorrelated adverse events. J Immunother Cancer. 2021;9:e002435. [PMID: 34172516]
  3. Naidoo J et al. Society for Immunotherapy of Cancer (SITC) consensus definitions for immune checkpoint inhibitorassociated immune-related adverse events (irAEs) terminology. J Immunother Cancer. 2023;11:e006398. [PMID: 37001909]
  4. Schneider BJ et al. Management of immune-related adverse events in patients treated with immune checkpoint inhibitor therapy: ASCO guideline update.J Clin Oncol. 2021;39:4073. [PMID: 34724392]
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