Carcinoma hepatocelular
Carcinoma hepatocelular

Carcinoma hepatocelular

Las neoplasias malignas hepáticas se clasifican según el tipo celular de donde provienen dentro del hígado, un órgano complejo compuesto por diversos tipos celulares con funciones específicas. Cuando el cáncer surge de las células parenquimatosas principales del hígado, conocidas como hepatocitos, se denomina carcinoma hepatocelular. Este tipo constituye la vasta mayoría de los tumores hepáticos malignos, alrededor del 85 % de los casos, y representa la forma más frecuente de cáncer hepático en todo el mundo. En contraste, los carcinomas originados en las células que conforman los conductos biliares intrahepáticos se conocen como colangiocarcinomas, que corresponden a menos del 15 % de estas neoplasias. Además, existen otros tumores hepáticos raros, tales como las neoplasias quísticas mucinosas, incluyendo los cistadenocarcinomas biliares, así como tumores mesenquimales como el angiosarcoma, linfomas hepáticos y formas mixtas como el carcinoma hepatocelular-colangiocarcinoma combinado.

Desde una perspectiva epidemiológica global, el carcinoma hepatocelular ocupa un lugar preponderante entre las causas de mortalidad por cáncer, situándose como la tercera causa principal de muerte relacionada con esta enfermedad y la sexta más común en términos de incidencia. La asociación con la cirrosis hepática es notable, ya que esta condición se encuentra en aproximadamente el 85 % de los casos de carcinoma hepatocelular, constituyendo un factor de riesgo fundamental. La etiología varía significativamente según la región geográfica: en gran parte del continente africano y Asia, la infección por el virus de la hepatitis B, incluso en formas subclínicas u ocultas, es una causa determinante en la génesis de este tumor. La presencia de antecedentes familiares con carcinoma hepatocelular potencia el riesgo de manera sinérgica, sugiriendo componentes genéticos y ambientales interrelacionados. En las naciones occidentales, la causa predominante de cirrosis vinculada a carcinoma hepatocelular ha evolucionado hacia condiciones asociadas con el consumo excesivo de alcohol y la enfermedad hepática grasa metabólica, la cual está relacionada con trastornos metabólicos sistémicos.

La incidencia de carcinoma hepatocelular presenta un aumento marcado en personas mayores de 65 años, aunque en algunos países occidentales se observa un incremento en casos más jóvenes. Entre los factores de riesgo en pacientes con cirrosis conocida se encuentran el sexo masculino, edad avanzada (generalmente mayor de 55 años), origen étnico latino, latinoamericano o asiático, historia familiar en primer grado, obesidad y sobrepeso, así como el consumo de alcohol, especialmente cuando coexiste con obesidad. Otros elementos que elevan el riesgo incluyen el tabaquismo, diabetes mellitus, hipotiroidismo en mujeres, alteraciones hematológicas como el tiempo de protrombina prolongado y recuentos plaquetarios bajos, además de parámetros bioquímicos como la saturación sérica elevada de transferrina.

El carcinoma hepatocelular exhibe una mayor prevalencia en pacientes con cirrosis secundaria a causas virales comparado con cirrosis de etiología no viral, y también puede estar aumentado en individuos con enfermedades autoinmunes hepáticas. Factores virales específicos contribuyen a la carcinogénesis: niveles elevados de replicación viral del hepatitis B, presencia del antígeno de superficie del virus, y genotipos virales particulares, como el genotipo C del VHB, están vinculados a un mayor riesgo. La coinfección con el virus de hepatitis D, junto con alteraciones en las pruebas hepáticas —por ejemplo, elevaciones en alanina aminotransferasa y bilirrubina sérica, y disminución de albúmina—, así como un aumento en la rigidez hepática medido por elastografía, son indicadores que correlacionan con la progresión hacia carcinoma hepatocelular. En la hepatitis C, ciertos genotipos virales (1b y 3), así como la falta de respuesta al tratamiento antiviral, aumentan el riesgo. Otras condiciones metabólicas y genéticas, como la hemocromatosis hereditaria (en particular la mutación C282Y), deficiencias en alfa-1-antitripsina, tirosinemia, y exposición a agentes carcinogénicos como aflatoxinas —que se relacionan con mutaciones en el gen supresor TP53— también predisponen al desarrollo de carcinoma hepatocelular. Por último, la exposición a radiación ionizante puede constituir un factor etiológico menos frecuente pero significativo.

En pacientes con síndrome metabólico y enfermedad hepática grasa asociada con disfunción metabólica, el carcinoma hepatocelular puede emerger incluso en ausencia de cirrosis, a partir de lesiones inflamatorias hepáticas avanzadas como la esteatohepatitis no alcohólica.

Desde un punto de vista clínico, algunos adenomas hepatocelulares pueden transformarse en carcinomas hepatocelulares, lo que implica un riesgo de malignización en estas lesiones benignas. Sin embargo, la relación entre el uso prolongado de anticonceptivos orales y el desarrollo de carcinoma hepatocelular permanece incierta. Por otro lado, el uso de ciertos fármacos para el manejo de diabetes, como las sulfonilureas y la insulina, se ha asociado con un aumento del riesgo, mientras que otros factores parecen ejercer un efecto protector. Entre estos se encuentran el consumo regular de café, vegetales, carnes blancas, pescado y ácidos grasos poliinsaturados omega-3, así como el uso de aspirina y de inhibidores lipofílicos de la enzima HMG-CoA reductasa, comúnmente conocidos como estatinas. En pacientes diabéticos, medicamentos como la metformina y los inhibidores del cotransportador sodio-glucosa tipo 2 (SGLT-2) también se han relacionado con una disminución del riesgo, al igual que la actividad física regular.

Finalmente, se reconoce una variante particular de carcinoma hepatocelular llamada fibrolamelar, que afecta predominantemente a mujeres jóvenes y se caracteriza por un patrón histológico distintivo, ausencia de factores de riesgo convencionales y perfiles genómicos únicos, con un curso clínico más lento o indolente. En relación con otros tipos de tumores hepáticos, la exposición al cloruro de vinilo es un factor causal asociado al desarrollo de angiosarcoma hepático, una neoplasia mesenquimal poco frecuente pero agresiva.

Manifestaciones clínicas

En el carcinoma hepatocelular, la enfermedad puede transcurrir de manera insidiosa, especialmente en individuos con cirrosis hepática que hasta entonces mantenían un estado clínico estable. Esta característica hace que la presencia del tumor pase frecuentemente inadvertida en las etapas iniciales, ya que los signos y síntomas específicos pueden ser mínimos o inespecíficos. Sin embargo, cuando el carcinoma progresa o complica la función hepática, se produce un cambio clínico abrupto que pone en evidencia la existencia del neoplasma.

Entre los signos asociados a la aparición de carcinoma hepatocelular se encuentran manifestaciones sistémicas como la caquexia, una pérdida significativa de masa muscular y tejido adiposo que refleja un estado catabólico avanzado, junto con debilidad generalizada y pérdida de peso involuntaria. Estas manifestaciones son indicativas de una respuesta metabólica alterada y un consumo energético aumentado propio del proceso tumoral y la inflamación crónica.

La aparición repentina de ascitis —acumulación de líquido en la cavidad peritoneal—, que en ocasiones puede contener sangre, es un signo clínico alarmante que sugiere complicaciones graves. La presencia de sangre en el líquido ascítico puede indicar la existencia de trombosis en la circulación venosa hepática o portal, ocasionada por la invasión tumoral o por un evento hemorrágico secundario a la necrosis del tejido canceroso. Esta complicación implica un deterioro rápido del flujo sanguíneo hepático y agrava la disfunción hepática.

En la exploración física, puede detectarse un aumento doloroso del tamaño del hígado, fenómeno conocido como hepatomegalia dolorosa, que se debe a la infiltración tumoral y a la inflamación circundante. En ciertos casos, esta masa hepática puede ser palpable, especialmente cuando el tumor alcanza dimensiones considerables o está ubicado en zonas superficiales accesibles al examen manual.

La presentación clínica puede variar geográficamente. En regiones como África, donde la incidencia de carcinoma hepatocelular en población joven es elevada, es común que el primer signo sea la detección de una masa abdominal que se expande rápidamente, reflejando el crecimiento agresivo del tumor. Este hallazgo suele ser alarmante y constituye un signo de enfermedad avanzada.

La auscultación sobre la región hepática puede revelar sonidos característicos, como un soplo vascular o «bruit» generado por el flujo sanguíneo turbulento dentro de los vasos tumorales, debido a la angiogénesis patológica del carcinoma. Además, cuando el tumor alcanza la superficie del hígado, puede producir un roce pleural o fricción, resultado del contacto entre la cápsula hepática inflamada y las estructuras adyacentes, que puede ser percibido mediante la auscultación.

 

Exámenes diagnósticos

Laboratorio

Los estudios de laboratorio juegan un papel fundamental en la evaluación y el seguimiento de pacientes con sospecha o diagnóstico confirmado de carcinoma hepatocelular, y a menudo ofrecen indicios importantes sobre la evolución de la enfermedad y su impacto sistémico. Un hallazgo frecuente que contrasta con la condición típica del paciente cirrótico es la presencia de leucocitosis, es decir, un aumento en el recuento de glóbulos blancos en sangre. Este fenómeno es notable porque la cirrosis suele asociarse con leucopenia, una reducción en el número de leucocitos, como resultado de alteraciones en la médula ósea y el secuestro esplénico. La leucocitosis puede reflejar una respuesta inflamatoria o tumoral activa, o la presencia de infecciones concomitantes.

La anemia es una manifestación común en los pacientes con carcinoma hepatocelular, probablemente secundaria a múltiples factores como la pérdida crónica de sangre, el estado inflamatorio y la disminución en la producción eritropoyética normal. Sin embargo, un aspecto interesante es que hasta en un tercio de estos pacientes el hematocrito puede encontrarse normal o incluso elevado. Esto se explica por la producción ectópica de eritropoyetina por parte de las células tumorales, una hormona que estimula la síntesis de glóbulos rojos, lo que en algunos casos puede contrarrestar la anemia típica observada en las enfermedades hepáticas avanzadas.

Otro dato bioquímico relevante es la elevación abrupta y sostenida de la fosfatasa alcalina sérica en un paciente con cirrosis previamente estable. Esta enzima, que refleja la actividad biliar y ósea, suele aumentar en respuesta a la obstrucción de los conductos biliares o al daño hepático activo, por lo que su incremento repentino puede indicar progresión tumoral o complicaciones obstructivas relacionadas con el carcinoma.

En las zonas donde la infección por el virus de la hepatitis B es endémica, la detección del antígeno de superficie del virus (HBsAg) en la sangre está presente en la mayoría de los casos de carcinoma hepatocelular, evidenciando la estrecha relación entre esta infección crónica y el desarrollo del tumor. Por otro lado, en los países occidentales, los niveles séricos de alfa-fetoproteína, una glicoproteína fetal que puede reexpresarse en contextos neoplásicos, se encuentran elevados en aproximadamente el setenta por ciento de los pacientes afectados. No obstante, la sensibilidad de este marcador está disminuyendo y presenta variabilidad según la población; por ejemplo, es menos sensible en personas de ascendencia africana y generalmente no se eleva en la variante fibrolamelar del carcinoma hepatocelular. Es importante destacar que elevaciones leves a moderadas de alfa-fetoproteína también pueden observarse en estados inflamatorios crónicos del hígado, como la hepatitis persistente, lo que limita su especificidad diagnóstica.

Otro marcador de creciente relevancia es la desgamma-carboxiprotrombina, un factor anómalo producido por el tumor debido a defectos en la carboxilación de la protrombina. Sus niveles séricos pueden estar elevados en hasta el noventa por ciento de los pacientes con carcinoma hepatocelular, constituyendo un marcador sensible para esta neoplasia. Sin embargo, este incremento no es exclusivo, ya que puede observarse también en estados de deficiencia de vitamina K, hepatitis crónica y en neoplasias metastásicas que afectan el hígado.

Aunque la presencia de células malignas en el líquido ascítico puede representar una evidencia definitiva de diseminación tumoral, el análisis citológico del líquido peritoneal revela células neoplásicas con poca frecuencia, lo que limita su utilidad diagnóstica para detectar carcinoma hepatocelular avanzado.

Imagen

La evaluación por imágenes constituye una herramienta fundamental en el diagnóstico y caracterización del carcinoma hepatocelular, permitiendo no solo identificar la localización exacta del tumor dentro del parénquima hepático, sino también valorar su vascularización, un aspecto crucial dado que la angiogénesis tumoral influye en la presentación y progresión de esta neoplasia. Entre los métodos de imagen más avanzados y recomendados para esta tarea se encuentran la tomografía computarizada helicoidal multipaso y la resonancia magnética con contraste, las cuales proporcionan imágenes detalladas que permiten analizar la dinámica vascular del tumor durante diferentes fases de captación del medio de contraste.

La resonancia magnética, en particular cuando se emplean agentes específicos como el ácido gadoxético, ha demostrado una sensibilidad superior en comparación con la tomografía computarizada convencional. Este agente de contraste hepatoespecífico mejora la visualización del tejido hepático normal y patológico, facilitando la detección de lesiones pequeñas que podrían pasar inadvertidas con técnicas menos sensibles. Sin embargo, las lesiones tumorales menores de un centímetro representan un desafío diagnóstico, ya que su caracterización precisa puede resultar limitada debido a su tamaño reducido y las dificultades técnicas inherentes a las imágenes de alta resolución.

Para estandarizar el diagnóstico por imágenes y facilitar la interpretación de los hallazgos, diferentes organismos internacionales han establecido criterios rigurosos. Entre ellos, el sistema de reporte y datos de imágenes hepáticas desarrollado por el Colegio Americano de Radiología, conocido como LI-RADS, junto con las directrices de la Red para la Procuración y Trasplante de Órganos y la Asociación Americana para el Estudio de las Enfermedades Hepáticas, han definido parámetros específicos para la identificación de carcinoma hepatocelular. Un hallazgo característico es la presencia de realce de la lesión durante la fase arterial, seguido por una disminución de la captación de contraste en fases tardías, fenómeno denominado “lavado” o “washout”. Este patrón, cuando se presenta en lesiones mayores o iguales a un centímetro y se clasifica como LI-RADS 5, ofrece una especificidad del 93 % para carcinoma hepatocelular, aunque su sensibilidad es moderada, alrededor del 67 %, lo que implica que no todas las lesiones malignas se detectan con esta metodología.

Aunque la ultrasonografía hepática es menos sensible y su eficacia depende considerablemente de la experiencia del operador, sigue siendo una técnica valiosa, especialmente para la vigilancia periódica en pacientes con alto riesgo de carcinoma hepatocelular. Su accesibilidad y bajo costo la convierten en un método ampliamente utilizado para el cribado inicial. En algunos casos seleccionados, la ultrasonografía endoscópica puede aportar información adicional, especialmente cuando se requiere evaluación detallada de lesiones adyacentes a estructuras digestivas o para la obtención de biopsias guiadas.

Por otra parte, la tomografía por emisión de positrones, una técnica basada en la detección de la actividad metabólica celular, está siendo objeto de estudios para determinar su utilidad en esta enfermedad. Aunque no es una técnica de rutina para el diagnóstico primario del carcinoma hepatocelular, parece mejorar la detección de metástasis fuera del hígado, lo que resulta fundamental para la estadificación y planificación terapéutica integral.

Biopsia

El diagnóstico definitivo del carcinoma hepatocelular suele requerir la obtención de tejido mediante biopsia hepática, la cual permite la confirmación histopatológica del tumor. Sin embargo, esta técnica invasiva conlleva ciertos riesgos, entre los que destaca la posibilidad de diseminación tumoral a lo largo del trayecto de la aguja, fenómeno conocido como siembra, que ocurre en aproximadamente uno a tres por ciento de los casos. Debido a esta complicación potencial, la indicación de la biopsia debe evaluarse cuidadosamente, considerando tanto las características del tumor como la situación clínica del paciente.

Cuando las lesiones hepáticas son menores de un centímetro, la aproximación diagnóstica suele inclinarse hacia la vigilancia mediante ultrasonografía repetida a intervalos de tres meses, con el objetivo de detectar cambios en tamaño o características que ameriten estudios complementarios más invasivos. Este seguimiento periódico busca evitar procedimientos innecesarios y reducir los riesgos asociados a la biopsia.

En el caso de lesiones que alcanzan o superan el centímetro, la biopsia puede postergarse si en estudios avanzados de imagen, como la tomografía computarizada helicoidal multipaso o la resonancia magnética con contraste, se observan patrones típicos que incluyen realce hipervascular en la fase arterial y lavado (disminución del contraste) en fases tardías. Estos signos, cuando se presentan en pacientes con cirrosis hepática, son altamente sugestivos de carcinoma hepatocelular, lo que puede justificar la omisión de la confirmación histológica previa a la intervención quirúrgica o al tratamiento dirigido.

Para clasificar y estadificar el carcinoma hepatocelular, el sistema TNM (Tumor, Nódulo, Metástasis) es el esquema más utilizado globalmente, ya que proporciona una estructura que relaciona las características anatómicas del tumor con el pronóstico y la supervivencia a largo plazo. Esta estadificación no solo informa sobre la extensión de la enfermedad, sino que también es crucial para decidir la idoneidad de terapias adyuvantes o neoadyuvantes, optimizando así el manejo clínico.

No obstante, el sistema preferido para la valoración integral del carcinoma hepatocelular es el propuesto por la Barcelona Clinic Liver Cancer (BCLC), que incorpora múltiples dimensiones clínicas y biológicas en su enfoque. Este sistema integra la clasificación de la función hepática mediante la escala de Child-Pugh, la puntuación Model for End-stage Liver Disease, así como un índice basado en los niveles séricos de albúmina y bilirrubina (ALBI). Además, considera el estadio tumoral y la concentración de alfa-fetoproteína, un marcador tumoral relevante. La ventaja del BCLC radica en que vincula directamente la etapa clínica del paciente con las opciones terapéuticas más adecuadas y proporciona una estimación realista de la expectativa de vida, facilitando así una toma de decisiones individualizada y basada en evidencia.

 

Detección y prevención

La implementación de programas de vigilancia para la detección temprana del carcinoma hepatocelular en poblaciones de riesgo es una estrategia clínica fundamental que busca mejorar el pronóstico y la supervivencia de los pacientes afectados. Esta vigilancia está especialmente recomendada en individuos con infección crónica por virus de la hepatitis B, así como en aquellos con cirrosis hepática secundaria a hepatitis C, hepatitis B o consumo excesivo de alcohol, condiciones que predisponen a la aparición de neoplasias hepáticas malignas.

El momento para iniciar la vigilancia varía en función de la epidemiología y los factores demográficos. Por ejemplo, en personas de ascendencia africana con hepatitis B crónica, se recomienda comenzar a partir de los veinte años, debido a la elevada incidencia y la agresividad de la enfermedad en este grupo. En los hombres asiáticos o en individuos asiáticos con antecedentes familiares de carcinoma hepatocelular, el tamizaje debería iniciarse a partir de los cuarenta años, mientras que en otras poblaciones étnicas se considera apropiado comenzar a los cincuenta años. Esta diferenciación etaria responde a las variaciones en la prevalencia y comportamiento clínico del virus de la hepatitis B y sus complicaciones oncológicas en diferentes grupos poblacionales.

La evidencia científica sugiere que la vigilancia periódica mediante métodos diagnósticos puede otorgar una ventaja en términos de supervivencia en comparación con el diagnóstico realizado únicamente en la aparición de síntomas clínicos. Sin embargo, solo una minoría de los casos de carcinoma hepatocelular son detectados mediante estos programas de tamizaje, lo que refleja limitaciones en la sensibilidad de las herramientas actuales y la complejidad de la enfermedad.

El protocolo estándar de vigilancia incluye la realización de ultrasonografía hepática junto con la medición de los niveles séricos de alfa-fetoproteína cada seis meses. Aunque la determinación de alfa-fetoproteína tiene un valor limitado debido a su baja sensibilidad, se utiliza como complemento para aumentar la probabilidad de detección. Se considera que un nivel sérico de esta proteína igual o superior a veinte nanogramos por mililitro debe motivar la realización de estudios imagenológicos adicionales para descartar la presencia de neoplasia. Por otro lado, la tomografía computarizada y la resonancia magnética, aunque son métodos con alta precisión diagnóstica, se consideran prohibitivamente costosos para su uso rutinario en tamizaje poblacional. En este sentido, se están explorando técnicas de resonancia magnética abreviada, que limitan el número de secuencias captadas, con el objetivo de reducir tiempo y costos sin sacrificar la sensibilidad, buscando hacer esta modalidad más accesible para el tamizaje.

Es importante señalar que la ultrasonografía por sí sola presenta una sensibilidad relativamente baja, cercana al 63 %, para la detección de carcinoma hepatocelular en etapas tempranas, lo que subraya la necesidad de estrategias combinadas o mejoradas para optimizar la detección precoz. La incidencia anual de desarrollo de carcinoma hepatocelular en pacientes con cirrosis se sitúa entre el tres y cinco por ciento, lo que evidencia la relevancia de la vigilancia continua en esta población.

En pacientes con cirrosis, la mayoría de los nódulos hepáticos detectados mediante ultrasonografía de tamizaje, específicamente aquellos menores de dos centímetros, corresponden a carcinoma hepatocelular en más del sesenta por ciento de los casos. Esta detección temprana permite que los tumores se encuentren en estadios menos avanzados, incrementando las posibilidades de tratamiento curativo o paliativo efectivo y, por ende, prolongando la supervivencia en comparación con aquellos pacientes cuyo diagnóstico se realiza tardíamente.

No obstante, persisten debates en la comunidad científica sobre si la vigilancia rutinaria logra disminuir de manera significativa la mortalidad específica por cáncer, debido a limitaciones en los métodos y a la heterogeneidad de los estudios disponibles.

Desde una perspectiva preventiva, los programas masivos de vacunación contra el virus de la hepatitis B en países en vías de desarrollo han demostrado reducir sustancialmente la incidencia de carcinoma hepatocelular, constituyendo una medida efectiva y costo-eficiente para la disminución de esta neoplasia. De igual forma, el tratamiento exitoso de las infecciones por hepatitis B y hepatitis C, particularmente en pacientes con cirrosis, reduce el riesgo subsecuente de desarrollo tumoral, lo que posiciona al carcinoma hepatocelular como una neoplasia potencialmente prevenible.

Sin embargo, es importante reconocer que, en algunos casos, el carcinoma hepatocelular puede manifestarse aún después de la eliminación del antígeno de superficie del virus de hepatitis B o tras la curación virológica de la hepatitis C, lo que limita parcialmente el beneficio total de las intervenciones terapéuticas y obliga a mantener la vigilancia continua en estos pacientes.

Tratamiento

Cuando la función hepática se encuentra preservada, generalmente definida como pacientes clasificados dentro de la clase A o en algunos casos clase B del sistema de Child-Pugh, y no existe trombosis de la vena porta, la resección quirúrgica de un carcinoma hepatocelular solitario puede representar una opción curativa. La conservación de la función hepática es un factor fundamental para asegurar que el hígado remanente pueda sostener las funciones vitales postoperatorias y evitar la insuficiencia hepática, complicación potencialmente letal tras la cirugía. En este contexto, la resección hepática convencional ha sido el estándar; sin embargo, en años recientes, la cirugía mínimamente invasiva mediante técnicas laparoscópicas y robóticas ha sido aplicada en casos seleccionados, demostrando resultados prometedores en términos de morbimortalidad, tiempos de recuperación y complicaciones postoperatorias.

El manejo integral del carcinoma hepatocelular no se limita a la extirpación quirúrgica, sino que incluye el tratamiento de la enfermedad hepática subyacente, especialmente en pacientes con hepatitis viral crónica. El control eficaz de la replicación viral mediante terapias antivirales puede reducir el riesgo de recurrencia tumoral tras la cirugía. Asimismo, estrategias adyuvantes como la quimioterapia y la inmunoterapia adaptativa están siendo investigadas y aplicadas para disminuir la probabilidad de recidiva, aumentando así la probabilidad de supervivencia a largo plazo.

Para pacientes con tumores pequeños pero no resecables, especialmente aquellos con cirrosis avanzada que contraindica la cirugía mayor, el trasplante hepático ortotópico representa una alternativa terapéutica con potencial curativo. Los trasplantes de hígado realizados bajo estos criterios muestran tasas de supervivencia a cinco años que pueden alcanzar hasta el 75 %, una cifra significativa dada la gravedad de la enfermedad. Estudios comparativos han evidenciado que la supervivencia libre de recurrencia tiende a ser superior en pacientes que reciben un trasplante hepático en comparación con aquellos sometidos a resección, especialmente en individuos con cirrosis compensada y tumores que cumplen con criterios estrictos de tamaño y número.

Entre estos criterios, los más ampliamente aceptados son los denominados “criterios de Milán”, que incluyen la presencia de un único tumor menor de cinco centímetros o hasta tres tumores, cada uno menor de tres centímetros, sin evidencia de invasión vascular. Estos parámetros han demostrado correlacionarse con mejores resultados postrasplante. Asimismo, los criterios ampliados de la Universidad de California en San Francisco permiten incluir tumores de mayor tamaño —un tumor solitario de hasta seis coma cinco centímetros o hasta tres tumores menores o iguales a cuatro coma cinco centímetros, con un diámetro tumoral combinado máximo de ocho coma cinco centímetros— siempre que no exista invasión vascular, manteniendo resultados comparables en supervivencia.

Otra propuesta más reciente, conocida como los criterios extendidos de Toronto, amplía aún más la selección de candidatos, incorporando factores como la diferenciación histológica del tumor, la presencia o ausencia de síntomas relacionados con el cáncer, la limitación de la neoplasia al hígado y la inexistencia de invasión vascular, sin limitar el tamaño o número de tumores. Estos criterios han mostrado una capacidad similar para predecir resultados clínicos en comparación con los criterios de Milán.

En la práctica clínica, para favorecer el acceso al trasplante, los pacientes con carcinoma hepatocelular en estadio dos que cumplen con los criterios de Milán y que han permanecido en lista de espera durante al menos seis meses, pueden recibir una puntuación ajustada en el sistema Model for End-stage Liver Disease (MELD), con un puntaje fijo tres puntos inferior a la mediana del MELD de los pacientes trasplantados en el mismo centro. Esta estrategia pretende priorizar a estos pacientes y mejorar sus probabilidades de recibir un órgano.

A pesar de los beneficios demostrados, el trasplante ortotópico de hígado se encuentra limitado por la escasez de órganos donados, una restricción crítica que hace inviable esta opción para muchos pacientes. En este contexto, el trasplante hepático de donante vivo emerge como una alternativa viable, brindando una solución en escenarios de larga lista de espera.

El pronóstico postrasplante se ve influenciado por características tumorales y clínicas. Pacientes con tumores de tamaño entre tres y cinco centímetros, niveles séricos de alfa-fetoproteína superiores a mil nanogramos por mililitro, o puntajes MELD igual o mayores a veinte, presentan una supervivencia posterior al trasplante significativamente disminuida. Sin embargo, existe evidencia que indica que la reducción del tamaño tumoral y la disminución de los niveles de alfa-fetoproteína mediante terapias locorregionales, procedimiento conocido como “downstaging”, puede mejorar los resultados. En particular, bajar los niveles de alfa-fetoproteína por debajo de quinientos nanogramos por mililitro antes del trasplante se asocia con una mejora en la supervivencia posterior, indicando que la carga tumoral y la actividad biológica del tumor son modulables y tienen un impacto directo en el pronóstico.

En el tratamiento del carcinoma hepatocelular avanzado, ciertas modalidades como la quimioterapia sistémica convencional, la terapia hormonal con tamoxifeno y la administración prolongada de octreótido de liberación prolongada no han demostrado un beneficio significativo en la prolongación de la supervivencia de los pacientes. Estas intervenciones, aunque en ocasiones utilizadas, carecen de evidencia sólida que respalde su eficacia en modificar el curso clínico de la enfermedad. En contraste, las terapias locorregionales que actúan a través de la arteria hepática han mostrado no solo un efecto paliativo, sino también un impacto favorable en la supervivencia, particularmente en pacientes con tumores voluminosos o multifocales, siempre y cuando no exista diseminación extrahepática.

Dentro de estas técnicas, la quimioembolización transarterial (TACE) constituye una modalidad ampliamente empleada. Este procedimiento combina la infusión directa de agentes quimioterapéuticos con la oclusión del flujo sanguíneo tumoral, induciendo isquemia y necrosis selectiva del tejido canceroso. Las variantes de esta técnica incluyen la TACE con microesferas liberadoras de fármaco, que permite una liberación controlada y sostenida del agente citotóxico, y la quimioinfusión transarterial (TACI), que consiste en la administración continua de quimioterápicos sin embolización completa. La radioembolización transarterial (TARE), que utiliza esferas cargadas con isótopos radiactivos como el itrio-90, representa otra estrategia que ha demostrado retrasar significativamente el tiempo hasta la progresión tumoral en comparación con la TACE convencional, extendiendo el intervalo en que la enfermedad permanece estable.

Estas modalidades son especialmente adecuadas para pacientes que presentan trombosis de la vena porta, condición que limita la opción quirúrgica y altera la circulación hepática, pero que aún puede beneficiarse del tratamiento local dirigido. En este grupo, TARE con itrio-90 ha emergido como una alternativa preferida dada su capacidad de tratar eficazmente el tumor sin comprometer aún más la circulación portal.

Para tumores pequeños, especialmente aquellos menores a dos centímetros y accesibles desde el punto de vista anatómico, se dispone de técnicas ablativas como la ablación por microondas, la ablación por radiofrecuencia, la crioterapia, la radioterapia con protones y la inyección percutánea de etanol absoluto. Estas intervenciones no solo pueden prolongar la supervivencia en pacientes no candidatos a resección quirúrgica, sino que además actúan como una estrategia puente en espera de un trasplante hepático. La ablación por microondas ha ganado preferencia debido a que permite tiempos de tratamiento más cortos y puede ser combinada con la TACE en casos seleccionados, ofreciendo ventajas técnicas similares a la ablación por radiofrecuencia. La crioterapia, en particular para tumores con diámetros entre 3.1 y 4 centímetros, parece enlentecer la progresión tumoral en comparación con la ablación por radiofrecuencia, posiblemente debido a sus mecanismos de acción específicos sobre el tejido neoplásico.

En el ámbito del tratamiento sistémico para el carcinoma hepatocelular avanzado, la combinación de atezolizumab, un inhibidor del punto de control inmunológico, con bevacizumab, un anticuerpo monoclonal dirigido contra el receptor del factor de crecimiento endotelial vascular, se ha consolidado como la terapia de primera línea preferida. Este régimen ha demostrado superioridad sobre sorafenib, un inhibidor oral multiquinasa que bloquea múltiples vías oncogénicas, incluyendo la quinasa Raf, el receptor del factor de crecimiento endotelial vascular y el receptor del factor derivado de plaquetas, prolongando la supervivencia media y el tiempo hasta la progresión radiológica en aproximadamente tres meses. Sorafenib, durante años, fue el estándar terapéutico en estos pacientes hasta la aparición de combinaciones con mayor eficacia.

Más recientemente, la combinación de los inhibidores de puntos de control inmunitario tremelimumab y durvalumab fue aprobada en 2022 como una alternativa para el tratamiento de primera y segunda línea, especialmente en pacientes que presentan varices esofágicas grandes o con tendencia a sangrado, condición que contraindica el uso de bevacizumab por su efecto antiangiogénico y riesgo hemorrágico.

Otros agentes orales multiquinasa, como lenvatinib, previamente aprobado para indicaciones similares a sorafenib, también forman parte del arsenal terapéutico. En pacientes con progresión de la enfermedad a pesar de sorafenib, fármacos como regorafenib han demostrado prolongar la supervivencia, mientras que los inhibidores inmunológicos nivolumab y pembrolizumab han sido aprobados para el tratamiento de carcinoma hepatocelular avanzado. La combinación de nivolumab e ipilimumab se recomienda como segunda línea tras el fracaso de sorafenib, expandiendo las opciones inmunoterapéuticas. Asimismo, cabozantinib y ramucirumab, este último un anticuerpo contra el receptor del factor de crecimiento endotelial vascular, han sido autorizados para pacientes previamente tratados con sorafenib; ramucirumab está indicado particularmente en aquellos con niveles séricos de alfa-fetoproteína iguales o superiores a 400 nanogramos por mililitro.

La evaluación objetiva de la respuesta al tratamiento se realiza mediante criterios modificados de evaluación de respuesta en tumores sólidos (modified Response Evaluation Criteria in Solid Tumors), que consideran tanto la reducción del tamaño tumoral como la viabilidad celular tras terapias locorregionales y antiangiogénicas, facilitando la toma de decisiones clínicas.

En aquellos pacientes en los que la enfermedad progresa a pesar de los tratamientos disponibles, o que presentan tumores avanzados con invasión vascular o diseminación extrahepática, el cuidado paliativo se vuelve fundamental. El manejo sintomático, en particular el control del dolor intenso que puede originarse por la distensión de la cápsula hepática debido al crecimiento tumoral, requiere una atención especializada y multidisciplinaria, con uso adecuado de opioides y otros analgésicos para mejorar la calidad de vida en etapas terminales.

Pronóstico

El pronóstico del carcinoma hepatocelular depende en gran medida del estadio en que se detecta la enfermedad y de las opciones terapéuticas disponibles. En pacientes que presentan una enfermedad localizada y que puede ser tratada mediante resección quirúrgica —es decir, aquellos con tumores clasificados en estadios T1, T2 y en ciertos casos seleccionados de T3 y T4, sin compromiso ganglionar (N0) ni metástasis a distancia (M0)— las tasas de supervivencia a cinco años se elevan significativamente, alcanzando aproximadamente un 56 %. Este porcentaje aumenta aún más, superando el 70 %, en aquellos pacientes que reúnen los criterios para ser sometidos a un trasplante hepático, lo que refleja el impacto positivo de las intervenciones quirúrgicas en la curación o el control prolongado del tumor.

Por el contrario, en aquellos pacientes cuya enfermedad se encuentra en un estadio localmente irresecable o que se ha diseminado más allá del hígado, las probabilidades de supervivencia a largo plazo se acercan prácticamente a cero, evidenciando el carácter agresivo y el pronóstico sombrío de la enfermedad avanzada.

En el contexto específico del carcinoma hepatocelular asociado a la infección por el virus de la hepatitis C, se ha identificado que el nivel sérico de alfa-fetoproteína al momento del diagnóstico es un marcador independiente de mortalidad. Valores iguales o superiores a 200 nanogramos por mililitro, así como incrementos rápidos superiores a 15 nanogramos por mililitro por mes, se asocian con un peor pronóstico, especialmente en pacientes que se encuentran en lista de espera para trasplante hepático, indicando una progresión tumoral más agresiva y una menor probabilidad de éxito terapéutico.

En pacientes que no son candidatos a tratamiento quirúrgico, la presencia de caquexia, que denota un estado avanzado de deterioro nutricional y metabólico, junto con niveles elevados de proteína C reactiva en sangre, reflejando una respuesta inflamatoria sistémica, constituyen factores pronósticos desfavorables que se correlacionan con una reducción significativa de la supervivencia.

Un caso particular es la variante fibrolamelar del carcinoma hepatocelular, que, aunque se ha asociado con una mayor tasa de recurrencia tumoral tras el tratamiento, sorprendentemente muestra una supervivencia global mejor en comparación con la forma convencional del tumor, probablemente debido a sus características biológicas y clínicas diferenciadas, que incluyen una menor asociación con cirrosis y un curso clínico más indolente.

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Fuente y lecturas recomendadas:
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