Malaria
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La malaria representa la enfermedad parasitaria más significativa que afecta a los seres humanos a nivel mundial, debido a su capacidad de causar cientos de millones de casos clínicos y un número considerable de muertes anualmente. Esta afección se encuentra establecida de manera endémica en gran parte de las regiones tropicales del planeta, incluyendo vastas áreas de América del Sur y Central, África, Oriente Medio, el subcontinente indio, el Sudeste Asiático y Oceanía. La transmisión del parásito, así como la incidencia de enfermedad y mortalidad, alcanzan sus niveles más elevados en el continente africano, donde la mayoría de las defunciones ocurren en niños pequeños, quienes constituyen el grupo más vulnerable frente a esta infección.

Además, la malaria es una enfermedad frecuente en viajeros que provienen de zonas no endémicas y que visitan regiones tropicales, lo que añade una dimensión epidemiológica compleja relacionada con la movilidad humana. A pesar de que la malaria sigue siendo un desafío sanitario crucial, se han logrado avances significativos en la prevención, diagnóstico y tratamiento en diversas áreas geográficas. No obstante, después de un período de progreso notable, especialmente en África, la disminución de la incidencia ha sufrido una desaceleración, evidenciando la persistencia de barreras estructurales, sociales y económicas que dificultan la erradicación de la enfermedad. En 2022, la Organización Mundial de la Salud reportó aproximadamente 249 millones de casos en 85 países donde la malaria es endémica, con un total de 608,000 fallecimientos, cifra que subraya la gravedad y la continua carga global de esta patología.

Cinco especies del género Plasmodium son clásicamente reconocidas como causantes de la malaria en los seres humanos. Entre ellas, Plasmodium falciparum destaca por ser el agente etiológico responsable de casi todos los casos graves de la enfermedad. Esto se debe a su capacidad única de infectar eritrocitos de todas las edades y a su mecanismo para evitar la eliminación por parte del bazo, mediante la adhesión y retención de los eritrocitos infectados en los vasos sanguíneos pequeños. Esta propiedad favorece la persistencia del parásito en la circulación y contribuye a las complicaciones clínicas severas que pueden ocurrir. Plasmodium falciparum se encuentra de forma endémica en la mayoría de las regiones donde la malaria es prevalente, siendo la especie predominante en África.

Por otro lado, Plasmodium vivax tiene una distribución y frecuencia similares a P. falciparum en las zonas fuera del continente africano. Aunque tradicionalmente se ha considerado que P. vivax raramente provoca formas graves de la enfermedad, estudios recientes sugieren que la severidad asociada a esta especie podría estar subestimada. Las especies Plasmodium ovale —que incluyen dos subespecies, P. ovale curtisi y P. ovale wallikeri— y Plasmodium malariae son agentes mucho menos comunes y, por lo general, causan cuadros clínicos menos severos. Además, Plasmodium knowlesi, un parásito que normalmente infecta a macacos, ha emergido como un patógeno humano en el sudeste asiático, donde puede ocasionar infecciones, algunas de ellas graves.

La transmisión de la malaria ocurre a través de la picadura de mosquitos anofelinos hembras infectados. Durante la alimentación, el mosquito inyecta formas infectantes llamadas esporozoitos, que rápidamente viajan por el torrente sanguíneo hasta alcanzar el hígado. Allí, los esporozoitos invaden los hepatocitos, donde se multiplican sin causar síntomas, produciendo una fase asintomática en el hígado. Posteriormente, se liberan los merozoitos desde el hígado, que invaden los eritrocitos para iniciar la fase eritrocítica asexual, responsable de las manifestaciones clínicas de la enfermedad. La repetición de varios ciclos de desarrollo dentro de los glóbulos rojos genera grandes cantidades de parásitos en circulación, desencadenando la sintomatología típica de la malaria. Algunos de estos parásitos eritrocíticos se diferencian en gametocitos sexuales, los cuales son infectivos para los mosquitos, facilitando así la continuación del ciclo vital del parásito y la propagación de la infección a otros individuos.

La transmisión de la malaria puede ocurrir de formas menos frecuentes además de la clásica vía a través de la picadura de mosquitos infectados. Entre estas vías alternativas se encuentra la transmisión congénita, en la cual la madre infectada puede pasar el parásito al feto durante el embarazo o el parto. Asimismo, la malaria puede propagarse a través de transfusiones sanguíneas cuando se utilizan donaciones infectadas, una situación que representa un riesgo significativo en áreas con recursos limitados para el control de calidad del suministro de sangre. En zonas no endémicas, la transmisión ocasional puede darse cuando mosquitos locales se infectan al picar a viajeros o inmigrantes portadores del parásito, lo que permite la propagación del parásito incluso en lugares donde la enfermedad no es habitual.

Es importante destacar que algunas especies de Plasmodium, en particular Plasmodium vivax y Plasmodium ovale, tienen la capacidad de formar formas latentes en el hígado denominadas hipnozoitos. Estas formas durmientes no son eliminadas por la mayoría de los tratamientos antimaláricos convencionales, lo que posibilita que la enfermedad reaparezca semanas o meses después de la resolución aparente de la infección eritrocítica inicial, dando lugar a episodios recurrentes o recaídas. Por otro lado, en todas las especies de Plasmodium, puede ocurrir una recrudescencia, es decir, la reaparición del parásito en la sangre después de una mejora clínica inicial, generalmente como consecuencia de tratamientos insuficientes o subóptimos.

En las regiones donde la malaria es altamente endémica, la población suele infectarse repetidamente desde una edad temprana. Esta exposición continua induce un grado de inmunidad adquirida que protege a la mayoría de los niños mayores y adultos de desarrollar formas graves de la enfermedad. Sin embargo, los niños pequeños, que aún no han desarrollado esta inmunidad, permanecen particularmente vulnerables a las manifestaciones severas de la infección por Plasmodium falciparum, representando el grupo con mayor tasa de mortalidad asociada a la malaria. De manera similar, las mujeres embarazadas presentan un mayor riesgo de padecer formas graves de malaria falciparum debido a cambios inmunológicos y fisiológicos propios del embarazo.

Manifestaciones clínicas

Un episodio agudo de malaria suele comenzar con un período prodrómico caracterizado por cefalea y sensación de fatiga generalizada, seguido de la aparición de fiebre. El cuadro clásico de un paroxismo malárico se manifiesta con escalofríos intensos, fiebre alta y posterior sudoración profusa. Entre estos episodios febriles, los pacientes pueden parecer sorprendentemente asintomáticos y en buen estado general, lo que puede dificultar la detección temprana de la enfermedad. En las fases iniciales, la fiebre suele presentarse de manera irregular, pero si no se administra tratamiento, tiende a adquirir un patrón cíclico característico, con recurrencias cada cuarenta y ocho horas en infecciones por Plasmodium vivax y Plasmodium ovale, y cada setenta y dos horas en casos por Plasmodium malariae. Este patrón es menos frecuente en infecciones por Plasmodium falciparum, que suelen ser más impredecibles.

Los síntomas asociados son variados e incluyen cefalea persistente, malestar general, dolores musculares y articulares, tos, dolor torácico, molestias abdominales, pérdida de apetito, náuseas, vómitos y diarrea. Las convulsiones pueden presentarse y tienen un doble significado clínico: en algunos casos, son simples convulsiones febriles benignas, pero también pueden indicar la presencia de una afectación neurológica grave relacionada con la malaria cerebral. En la exploración física, es posible que no se encuentren signos evidentes, aunque con frecuencia se observan manifestaciones como anemia, ictericia, esplenomegalia y hepatomegalia leve. La presencia de rash cutáneo o linfadenopatía no es típica de la malaria y debería orientar hacia otras etiologías febriles.

En los países desarrollados, resulta fundamental que cualquier persona que presente síntomas sugestivos, especialmente fiebre, y que haya viajado recientemente a una zona endémica, sea evaluada exhaustivamente para descartar malaria. El riesgo de desarrollar malaria causada por Plasmodium falciparum es más alto dentro de los dos meses posteriores al regreso del viaje, aunque otras especies pueden desencadenar la enfermedad varios meses después, e incluso en ocasiones más de un año después de haber salido del área endémica. Este conocimiento es crucial para el diagnóstico oportuno y la prevención de complicaciones graves.

La malaria grave es, en su gran mayoría, consecuencia de la infección por Plasmodium falciparum, y se caracteriza por la presencia de signos clínicos que indican un estado de enfermedad severa, disfunción orgánica o una carga parasitaria elevada, definida habitualmente como una parasitemia periférica superior al cinco por ciento o más de doscientos mil parásitos por microlitro de sangre. La malaria grave causada por P. falciparum puede afectar múltiples sistemas orgánicos, manifestándose con una amplia variedad de complicaciones que reflejan el daño sistémico.

Entre las manifestaciones más graves se encuentran las alteraciones neurológicas, que pueden progresar desde confusión y cambios en el nivel de conciencia hasta convulsiones repetidas y coma, fenómeno conocido como malaria cerebral. Este trastorno representa una de las complicaciones más letales de la enfermedad. Además, puede desarrollarse anemia severa, resultado de la destrucción masiva de glóbulos rojos, lo que agrava el cuadro clínico y contribuye a la mortalidad, especialmente en niños pequeños. La malaria grave también puede producir hipotensión y shock, edema pulmonar no cardiogénico y síndrome de dificultad respiratoria aguda, condiciones que comprometen la función respiratoria de manera crítica.

Las complicaciones renales, como la insuficiencia renal aguda, se originan generalmente por necrosis tubular aguda o, en menor medida, por hemólisis intensa. La hipoglucemia, la acidosis metabólica y la hemólisis acompañada de ictericia son otros fenómenos frecuentes en estos pacientes. La disfunción hepática, las hemorragias retinianas y otros hallazgos anormales en el fondo de ojo reflejan el compromiso sistémico. Asimismo, pueden presentarse alteraciones en la coagulación, incluyendo la coagulación intravascular diseminada, que agrava el pronóstico. No es infrecuente que la malaria grave se asocie a infecciones bacterianas secundarias, tales como neumonía o bacteriemia por Salmonella, complicaciones que incrementan la morbilidad y mortalidad.

En las regiones en desarrollo, la mayoría de los casos graves y muertes por malaria ocurren en niños pequeños, siendo la malaria cerebral y la anemia grave las principales causas de mortalidad. Mientras que la malaria cerebral generalmente resulta de una única infección severa, la anemia grave es el producto acumulativo de múltiples infecciones maláricas, coinfecciones con helmintos intestinales y deficiencias nutricionales. Existen además trastornos poco comunes derivados de respuestas inmunológicas crónicas, como la esplenomegalia masiva y, en el caso de la infección por Plasmodium malariae, glomerulopatía mediada por complejos inmunes que puede conducir a síndrome nefrótico.

Los pacientes con infección por virus de inmunodeficiencia humana presentan un mayor riesgo tanto de contraer malaria como de desarrollar formas graves de la enfermedad, particularmente en etapas avanzadas de inmunodeficiencia, lo que subraya la importancia de una atención integrada y específica en esta población vulnerable.

 

Exámenes diagnósticos

Los frotis sanguíneos teñidos con Giemsa continúan siendo la herramienta fundamental para el diagnóstico de la malaria. Los frotis gruesos permiten evaluar grandes volúmenes de sangre de manera eficiente, facilitando la detección de parásitos incluso cuando la parasitemia es baja, mientras que los frotis delgados son más sencillos de interpretar para personal con menor experiencia y permiten una mejor diferenciación entre las distintas especies de Plasmodium. En la mayoría de los casos, un solo frotis es suficiente para detectar la infección en pacientes parasitados, aunque en individuos sin inmunidad previa la concentración de parásitos en sangre puede ser baja y dificultar la identificación. Por esta razón, cuando existe sospecha clínica alta, se recomienda realizar frotis repetidos con intervalos de entre ocho y veinticuatro horas para aumentar la sensibilidad diagnóstica.

La gravedad de la malaria no se correlaciona de manera estricta con la cantidad de parásitos presentes en sangre, sin embargo, una parasitemia elevada —particularmente cuando supera el diez o veinte por ciento de los eritrocitos infectados o más de doscientos mil a quinientos mil parásitos por microlitro de sangre— se asocia con un peor pronóstico. Asimismo, la presencia de pigmento malárico, un producto de la degradación de la hemoglobina, en más del cinco por ciento de los neutrófilos circulantes indica una alta carga parasitaria y también se relaciona con complicaciones severas.

Como método complementario, se utilizan pruebas diagnósticas rápidas basadas en la detección de antígenos plasmáticos del parásito. Estas pruebas presentan sensibilidades y especificidades que se acercan a las del examen microscópico realizado con frotis de alta calidad, y su facilidad de uso las convierte en herramientas valiosas, especialmente en entornos con recursos limitados. No obstante, se ha identificado la existencia de cepas de Plasmodium falciparum que carecen del antígeno más comúnmente detectado por estas pruebas, la proteína rica en histidina 2 (HRP2), especialmente en algunas regiones de América del Sur y el Cuerno de África. Esto implica que las pruebas basadas en HRP2 podrían no detectar ciertas infecciones falciparum, subrayando la necesidad de métodos diagnósticos adicionales o alternativos en estas áreas.

Las pruebas serológicas, aunque útiles para evidenciar infecciones pasadas, carecen de utilidad para el diagnóstico de infecciones agudas debido a que no diferencian entre exposiciones previas y actuales. Las técnicas moleculares, como la reacción en cadena de la polimerasa (PCR) y métodos relacionados como la amplificación isotérmica mediada por bucle (LAMP), poseen una sensibilidad muy alta para detectar el ADN del parásito, pero no se emplean de forma rutinaria por su costo y requerimientos técnicos. En poblaciones con alta inmunidad, estas pruebas moleculares tienen un valor limitado para el diagnóstico clínico porque detectan con frecuencia infecciones subclínicas que no requieren tratamiento.

Desde el punto de vista de laboratorio, la malaria no complicada suele asociarse con trombocitopenia, anemia, leucocitosis o leucopenia, alteraciones en las pruebas de función hepática, así como hepatomegalia y esplenomegalia. En casos de malaria severa, se pueden observar las alteraciones analíticas características de la disfunción orgánica avanzada, tales como insuficiencia renal, acidosis, hipoglucemia y coagulopatías, reflejando el compromiso sistémico que define esta forma clínica grave de la enfermedad.

 

Tratamiento

En gran parte de las regiones tropicales, la malaria representa la causa más frecuente de fiebre, situación que también se observa en viajeros que buscan atención médica tras regresar de áreas endémicas. En estos lugares, es común que la fiebre se trate de manera empírica sin confirmación diagnóstica previa; sin embargo, resulta fundamental que el tratamiento antimalárico se inicie únicamente después de establecer un diagnóstico definitivo, especialmente en individuos sin inmunidad previa, para evitar un uso innecesario de medicamentos y reducir el riesgo de resistencia. La sintomatología característica de la malaria se debe exclusivamente a la fase eritrocítica del parásito, pues es en esta etapa cuando los parásitos infectan los glóbulos rojos y causan daño clínico. La mayoría de los medicamentos antimaláricos están dirigidos a eliminar estos parásitos sanguíneos, excepto fármacos como la primaquina y la tafenoquina, que actúan principalmente sobre las formas hepáticas, en particular sobre los hipnozoitos responsables de las recaídas en algunas especies.

En cuanto a la malaria no causada por Plasmodium falciparum, el tratamiento de primera línea en la mayoría de las áreas endémicas continúa siendo la cloroquina, debido a su eficacia y bajo costo. No obstante, se ha observado un incremento en la resistencia de Plasmodium vivax a este fármaco, especialmente en regiones como Indonesia, Oceanía y América del Sur, donde se recomienda el uso de terapias combinadas basadas en artemisinina u otros regímenes de primera línea diseñados para tratar infecciones por P. falciparum. Estas alternativas aseguran una mayor efectividad frente a cepas resistentes.

Para las infecciones causadas por P. vivax y P. ovale, es indispensable no solo erradicar los parásitos en la sangre con cloroquina, sino también eliminar las formas latentes hepáticas mediante el uso de primaquina o tafenoquina. Antes de administrar estos medicamentos, es crucial evaluar la deficiencia de glucosa-6-fosfato deshidrogenasa, una condición genética que puede provocar hemólisis severa al exponerse a estos fármacos. La eliminación de los hipnozoitos previene las recaídas que pueden ocurrir semanas o incluso meses después de la infección inicial, con la reaparición de parásitos eritrocíticos y síntomas clínicos. En el caso de Plasmodium malariae, la infección responde adecuadamente al tratamiento con cloroquina, sin necesidad de medicamentos adicionales para fases hepáticas, ya que esta especie no forma hipnozoitos. Este enfoque terapéutico diferenciado es esencial para lograr el control efectivo de la malaria según la especie involucrada y las características epidemiológicas locales.

La malaria causada por Plasmodium falciparum presenta un desafío terapéutico significativo debido a la resistencia generalizada de este parásito a medicamentos tradicionales como la cloroquina y la combinación de sulfadoxina-pirimetamina en la mayoría de las regiones endémicas. Por esta razón, el uso de estos fármacos antiguos no es recomendable para el tratamiento de la malaria falciparum, ya que su efectividad se encuentra comprometida y puede contribuir a la persistencia y diseminación de infecciones resistentes. En la actualidad, las terapias de combinación basadas en artemisinina (ACT) constituyen el estándar de tratamiento en prácticamente todos los países donde la malaria es endémica. Estas terapias combinan un compuesto de artemisinina, que actúa de manera rápida y potente contra el parásito, con un medicamento asociado que posee un efecto prolongado, lo cual permite una erradicación más completa de la infección y reduce la probabilidad de recaídas.

La Organización Mundial de la Salud ha aprobado seis regímenes diferentes de ACT para el manejo de la malaria por P. falciparum, considerando su eficacia comprobada y perfil de seguridad. Recientemente, se han desarrollado terapias combinadas triples, que incluyen un compuesto de artemisinina junto con dos fármacos asociados, demostrando una alta efectividad terapéutica. Estas combinaciones triples no solo mejoran la respuesta al tratamiento, sino que también tienen el potencial de retrasar la emergencia y propagación de resistencia farmacológica, un problema creciente que amenaza los esfuerzos globales de control de la malaria.

En países desarrollados, la malaria por P. falciparum es una infección poco frecuente, principalmente diagnosticada en viajeros internacionales o inmigrantes procedentes de áreas endémicas. Dado que estas personas generalmente no cuentan con inmunidad previa, la infección puede evolucionar rápidamente y volverse potencialmente mortal. Por esta razón, se recomienda la hospitalización de pacientes no inmunes con malaria falciparum, para garantizar una monitorización estrecha y una intervención oportuna ante posibles complicaciones, asegurando así un manejo clínico adecuado y reduciendo el riesgo de desenlaces adversos.

La malaria grave constituye una urgencia médica que requiere intervención inmediata y especializada. Esta forma clínica, caracterizada por disfunción orgánica, alta carga parasitaria o imposibilidad para tolerar medicamentos orales, debe ser tratada prioritariamente por vía parenteral. El inicio rápido del tratamiento específico, acompañado de cuidados de soporte adecuados, puede revertir el cuadro incluso en pacientes con compromiso clínico severo, permitiendo una recuperación acelerada si se actúa con prontitud.

El fármaco de elección para el tratamiento de la malaria grave es la artesunato intravenosa, se considera actualmente el estándar terapéutico internacional. Su eficacia supera a la de la quinina, y presenta un perfil de seguridad más favorable, con menor riesgo de toxicidad y efectos adversos. Sin embargo, en situaciones donde no sea posible acceder de manera inmediata al artesunato, se pueden emplear tratamientos alternativos de manera transitoria, como la quinina intravenosa, la quinidina intravenosa, o incluso medicamentos orales, siempre con la intención de cambiar a artesunato en cuanto esté disponible.

En contextos de escasos recursos, donde no se disponga de acceso a medicamentos por vía intravenosa, la administración intrarrectal de derivados de artemisinina, como el arteméter o el propio artesunato, ha demostrado ser eficaz y representa una alternativa viable hasta que se pueda realizar un tratamiento completo. No obstante, esta vía debe considerarse provisional y no sustitutiva del manejo parenteral.

Cuando se utiliza quinina o quinidina intravenosa, es necesario implementar vigilancia electrocardiográfica continua, ya que estos medicamentos pueden inducir prolongación del intervalo QT. Si esta prolongación supera el 25% del valor basal, se recomienda reducir la velocidad de infusión para prevenir arritmias potencialmente mortales. Además, debido al riesgo conocido de hipoglucemia inducida por quinina, se debe monitorizar la glucosa plasmática cada cuatro a seis horas y, de ser necesario, coadministrar soluciones de dextrosa al cinco o diez por ciento para minimizar dicho riesgo.

El manejo integral de la malaria grave no se limita al tratamiento antipalúdico. Es fundamental asegurar una adecuada reposición de líquidos y electrolitos, soporte respiratorio y hemodinámico en casos de insuficiencia orgánica, y considerar intervenciones específicas como transfusiones sanguíneas para tratar la anemia severa, anticonvulsivos para el control de crisis epilépticas, antibióticos si se sospechan coinfecciones bacterianas, y terapias de reemplazo renal como hemofiltración o hemodiálisis en caso de insuficiencia renal aguda.

En pacientes con una parasitemia muy elevada (mayor al cinco al diez por ciento), en algunos centros se ha empleado la exanguinotransfusión como medida adicional, aunque la evidencia científica no ha demostrado de manera concluyente un beneficio clínico significativo con esta práctica. Por ello, debe considerarse con precaución y solo en situaciones específicas, dentro de un contexto de atención médica altamente especializada.

 

Prevención

La prevención de la malaria, una enfermedad transmitida por mosquitos del género Anopheles que pican principalmente durante la noche, requiere una estrategia multifacética que combine medidas individuales y comunitarias. Debido a que no existe un único método que ofrezca protección absoluta, especialmente para personas no inmunes, como los viajeros procedentes de regiones no endémicas, es esencial adoptar un enfoque integral que incluya barreras físicas, vacunación, profilaxis farmacológica y vigilancia epidemiológica.

1. Prevención mediante control del vector

Una de las principales líneas de defensa contra la malaria es la reducción del contacto entre los humanos y los mosquitos vectores. El uso de mosquiteros impregnados con insecticidas de larga duración, especialmente aquellos tratados con permetrina, ha sido ampliamente promovido por su bajo costo y relativa eficacia. No obstante, la utilidad de esta medida se ha visto limitada en ciertas regiones por el desarrollo de resistencia a los insecticidas por parte de los vectores, lo que reduce la mortalidad de los mosquitos al contacto con los tejidos tratados.

Otra estrategia es la fumigación intradomiciliaria con insecticidas, la cual ha demostrado ser altamente eficaz en regiones como África subsahariana. Sin embargo, su implementación está sujeta a limitaciones logísticas y presupuestarias que dificultan su aplicación continua y generalizada. Para los viajeros, las recomendaciones estándar incluyen el uso de repelentes tópicos a base de DEET o picaridina, ropa de manga larga durante la noche, y dormir bajo mosquiteros en áreas de transmisión activa. Estas medidas físicas son imprescindibles incluso cuando se toma quimioprofilaxis, ya que ningún medicamento ofrece protección completa frente a la infección.

2. Vacunación

En años recientes, la vacunación ha emergido como una herramienta prometedora para la prevención de la malaria, especialmente en poblaciones infantiles de alto riesgo. La vacuna RTS,S/AS01, que se basa en un antígeno del esporozoíto de Plasmodium falciparum, ha demostrado una eficacia moderada en múltiples ensayos clínicos, con niveles de protección que oscilan entre el 25% y el 50% durante el primer año tras la inmunización. Sin embargo, esta eficacia tiende a disminuir con el tiempo, en lactantes más pequeños, y en zonas de alta transmisión.

Para contrarrestar estas limitaciones, se ha implementado un enfoque estacional de inmunización que combina la vacuna RTS,S con la quimioprofilaxis estacional en la época de mayor transmisión. Esta estrategia ha mostrado resultados muy alentadores en cuanto a reducción de casos clínicos. Paralelamente, una nueva vacuna denominada R21, que utiliza el mismo antígeno pero con un adyuvante distinto, ha mostrado una eficacia al menos comparable, y ambas están siendo introducidas gradualmente en programas nacionales de inmunización en África. Se encuentran también en estudio otros tipos de vacunas experimentales dirigidas a diferentes fases del ciclo de vida del parásito, incluyendo antígenos eritrocíticos, hepáticos y sexuales, así como enfoques basados en esporozoítos atenuados por radiación o modificación genética.

3. Quimioprofilaxis

La quimioprofilaxis antimalárica es una recomendación central para los viajeros que se dirigen a zonas endémicas. Su elección depende del perfil de resistencia del área de destino. En regiones donde los parásitos siguen siendo sensibles a la cloroquina —principalmente en el Caribe y algunas partes de Centroamérica al oeste del Canal de Panamá—, este fármaco sigue siendo una opción válida. En la mayoría de las otras regiones tropicales, se recomienda el uso de combinaciones como atovacuona-proguanil (Malarone), mefloquina o doxiciclina. Aunque primaquina y tafenoquina también son eficaces como profilaxis, su uso es menos común y requiere evaluación previa de la deficiencia de glucosa-6-fosfato deshidrogenasa, debido al riesgo de hemólisis.

En ciertas situaciones específicas, puede recomendarse que el viajero no tome profilaxis preventiva, pero lleve consigo un tratamiento completo (como una combinación basada en artemisinina o Malarone) para autoadministrarlo en caso de desarrollar fiebre en un entorno sin acceso médico. Esta práctica, conocida como «tratamiento de reserva», debe realizarse con orientación profesional y solo en circunstancias muy particulares.

No se recomienda de forma rutinaria la profilaxis terminal con primaquina para erradicar hipnozoítos hepáticos de P. vivax y P. ovale después de regresar de áreas endémicas, salvo en casos de exposición prolongada o de alto riesgo.

En las poblaciones locales de países en desarrollo, la quimioprofilaxis continua no es factible debido al alto costo y a los posibles efectos tóxicos de la exposición prolongada a fármacos antimaláricos. Sin embargo, se ha adoptado con éxito la «terapia preventiva intermitente», que consiste en administrar tratamiento antimalárico en intervalos regulares a poblaciones vulnerables, como mujeres embarazadas y lactantes. En el caso del embarazo, se ha utilizado con buenos resultados la administración mensual de sulfadoxina-pirimetamina durante el segundo y tercer trimestre, mejorando notablemente los desenlaces materno-fetales. No obstante, debido al aumento de la resistencia, se están explorando alternativas más eficaces como la combinación de dihidroartemisinina-piperaquina, que tiene un efecto prolongado y mayor potencia.

En regiones con transmisión estacional, como el Sahel en África occidental, se ha implementado la quimioprofilaxis estacional con amodiaquina más sulfadoxina-pirimetamina, administrada mensualmente durante la estación lluviosa. Esta intervención ha reducido significativamente la carga de enfermedad en la población infantil.

Finalmente, una estrategia emergente que ha demostrado resultados prometedores en estudios clínicos es el uso de anticuerpos monoclonales de acción prolongada para prevenir la infección malárica. Esta tecnología, aunque aún en etapa de investigación y desarrollo, podría representar un avance importante en la prevención de la enfermedad, especialmente en poblaciones no inmunes y de alto riesgo.

Pronóstico

El pronóstico de la malaria depende fundamentalmente de la forma clínica en que se presente, del acceso oportuno a tratamiento eficaz y del estado inmunológico del paciente. En los casos de malaria no complicada —es decir, aquellos en los que no hay evidencia de disfunción orgánica ni alta carga parasitaria— la evolución suele ser favorable si se administra el tratamiento adecuado en los tiempos indicados. En la mayoría de estos pacientes, la fiebre cede dentro de las primeras 24 a 48 horas tras el inicio de la terapia, y las tasas de mortalidad son muy bajas, en torno al 0.1%, especialmente cuando se utilizan esquemas terapéuticos modernos basados en combinaciones de artemisinina.

En contraste, la malaria grave representa una amenaza significativa para la vida y requiere atención médica inmediata. Esta forma clínica puede evolucionar rápidamente hacia complicaciones severas como coma, insuficiencia multiorgánica o anemia fulminante, y es una causa importante de mortalidad infantil en regiones endémicas. No obstante, incluso en casos clínicamente graves, los niños pueden recuperarse completamente si se implementa una terapia efectiva de manera precoz, incluyendo el uso de artesunato intravenoso y medidas de soporte intensivo.

En los países desarrollados, donde la malaria es una enfermedad poco frecuente y suele presentarse en viajeros o inmigrantes, los desenlaces clínicos son distintos. La mayoría de las muertes por malaria en estos contextos ocurren en adultos, generalmente debido a diagnósticos tardíos, progresión no reconocida de la enfermedad o a complicaciones secundarias que aparecen después de la erradicación del parásito, como infecciones bacterianas concomitantes o daños orgánicos persistentes. Estos casos reflejan la importancia de la sospecha clínica temprana y la necesidad de protocolos adecuados para el manejo de pacientes febriles con antecedentes de viaje a regiones endémicas.

Un grupo particularmente vulnerable a las complicaciones graves de la malaria es el de las mujeres embarazadas, en especial durante su primer embarazo. La infección por Plasmodium falciparum en gestantes no solo pone en riesgo la vida de la madre, sino que también compromete significativamente el desarrollo fetal. Se ha documentado una mayor incidencia de partos prematuros, bajo peso al nacer, restricción del crecimiento intrauterino y mortalidad neonatal asociada con malaria en el embarazo. Estos efectos adversos resultan del secuestro de eritrocitos infectados en la placenta, lo que interfiere con el intercambio adecuado de nutrientes y oxígeno entre la madre y el feto.

 

 

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Fuente y lecturas recomendadas:
  1. Goldman, L., & Schafer, A. I. (Eds.). (2020). Goldman-Cecil Medicine (26th ed.). Elsevier.
  2. Loscalzo, J., Fauci, A. S., Kasper, D. L., Hauser, S. L., Longo, D. L., & Jameson, J. L. (Eds.). (2022). Harrison. Principios de medicina interna (21.ª ed.). McGraw-Hill Education.
  3. Papadakis, M. A., McPhee, S. J., Rabow, M. W., & McQuaid, K. R. (Eds.). (2024). Diagnóstico clínico y tratamiento 2025. McGraw Hill.
  4. Rozman, C., & Cardellach López, F. (Eds.). (2024). Medicina interna (20.ª ed.). Elsevier España.
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