Las manifestaciones clínicas del virus varicela-zóster, también conocido como virus herpes humano tipo 3, comprenden dos enfermedades principales: la varicela y el herpes zóster. La varicela, también denominada clínicamente como varicela vulgaris, es una infección primaria que ocurre predominantemente durante la infancia. Esta enfermedad tiene un período de incubación que oscila entre 10 y 20 días, con un promedio de dos semanas, y se caracteriza por su alta contagiosidad. El contagio se produce principalmente por la inhalación de gotas respiratorias que contienen el virus o por el contacto directo con las lesiones cutáneas vesiculares de una persona infectada.
Tras la infección primaria, el virus no es completamente eliminado del organismo, sino que permanece en estado latente en los ganglios de las raíces dorsales del sistema nervioso. Años o incluso décadas más tarde, este virus puede reactivarse y dar lugar a una segunda forma clínica: el herpes zóster, también conocido como culebrilla. Esta reactivación se produce generalmente cuando la inmunidad celular específica contra el virus varicela-zóster disminuye, lo cual sucede con mayor frecuencia a medida que avanza la edad.
El riesgo de desarrollar herpes zóster aumenta de forma significativa en personas mayores. Aproximadamente el 30 % de las personas desarrollará herpes zóster en algún momento de su vida, y más de la mitad de los casos se presentan en individuos mayores de 60 años. En personas de 80 años o más, la incidencia de herpes zóster puede alcanzar hasta 10 casos por cada 1000 personas-año. Para ese momento, se estima que alrededor del 50 % de esta población ha sido infectada con el virus varicela-zóster.
Además de la edad avanzada, existen otros factores que incrementan el riesgo de desarrollar enfermedades asociadas al virus varicela-zóster. Entre ellos destacan las personas inmunosuprimidas, ya sea por enfermedades subyacentes como el cáncer o la infección por el virus de inmunodeficiencia humana, o por el uso de terapias inmunosupresoras, incluyendo agentes biológicos utilizados en el tratamiento de enfermedades autoinmunes. En estos grupos vulnerables, tanto la varicela como el herpes zóster pueden presentarse de forma más grave y con mayor riesgo de complicaciones.
Manifestaciones clínicas
Varicela
La varicela, causada por el virus varicela-zóster, se manifiesta con un cuadro clínico característico que varía en severidad según la edad y el estado inmunológico del paciente. En los niños, la enfermedad suele ser leve, con fiebre moderada y sensación general de malestar apenas perceptible. En contraste, en los adultos, estos síntomas sistémicos tienden a ser más pronunciados, con fiebre elevada y un malestar general más intenso.
Una de las manifestaciones más distintivas de la varicela es la erupción cutánea pruriginosa, que suele comenzar de forma prominente en la cara, el cuero cabelludo y el tronco, extendiéndose posteriormente hacia las extremidades. Inicialmente, las lesiones cutáneas aparecen como máculas y pápulas, que en el transcurso de pocas horas evolucionan hacia vesículas llenas de líquido claro. Estas vesículas posteriormente se tornan pustulosas, es decir, contienen material purulento, y finalmente se transforman en costras. Este proceso eruptivo se prolonga durante un periodo de entre uno y cinco días, lo que da lugar a la coexistencia simultánea de lesiones en diferentes fases evolutivas, una característica típica de la varicela.
Las costras se desprenden de manera espontánea entre los siete y catorce días posteriores a su aparición. Las vesículas y pústulas de la varicela suelen ser superficiales y tienen forma elíptica, con bordes ligeramente irregulares. Es común que algunas lesiones dejen cicatrices deprimidas o “picadas”, especialmente si se infectan secundariamente o si se manipulan.
Aunque en la mayoría de los casos la varicela sigue un curso benigno, en aproximadamente el uno por ciento de los pacientes pueden desarrollarse complicaciones graves. Entre las más frecuentes se encuentran las infecciones bacterianas secundarias de la piel, la neumonitis viral y la encefalitis, condiciones que a menudo requieren hospitalización. La severidad de la enfermedad se incrementa notablemente en personas de mayor edad y en individuos inmunocomprometidos. En estos últimos, son frecuentes las presentaciones atípicas, que pueden incluir una diseminación viral extensa incluso en ausencia de lesiones cutáneas evidentes, lo que dificulta el diagnóstico clínico.
Después de la infección primaria, el virus varicela-zóster no se elimina completamente del organismo, sino que permanece en estado de latencia dentro de los ganglios sensitivos de los nervios craneales y de las raíces dorsales de la médula espinal. En aproximadamente el treinta por ciento de las personas infectadas, este virus puede reactivarse años más tarde en forma de herpes zóster. Esta reactivación es más probable en contextos de inmunosupresión o envejecimiento del sistema inmunológico.
Cabe destacar que, tras un episodio agudo de herpes zóster, el riesgo de desarrollar el síndrome de Guillain-Barré —una enfermedad neurológica autoinmunitaria que puede causar parálisis— se encuentra ligeramente aumentado durante al menos los dos meses siguientes al brote. Esta asociación subraya la complejidad del impacto del virus varicela-zóster sobre el sistema nervioso, tanto en su fase activa como en su fase latente.
Herpes Zóster
El herpes zóster, también conocido como culebrilla, es una manifestación clínica de la reactivación del virus varicela-zóster, el mismo agente etiológico que causa la varicela. Aunque esta enfermedad ocurre predominantemente en adultos, especialmente en personas mayores, también se han documentado casos en lactantes y niños, aunque con menor frecuencia.
La incidencia del herpes zóster aumenta de manera considerable con la edad, fenómeno asociado a la inmunosenescencia, es decir, el deterioro progresivo del sistema inmunológico relacionado con el envejecimiento. Este debilitamiento inmunitario implica, entre otros aspectos, una disminución en la inmunidad celular específica contra el virus varicela-zóster, lo que facilita su reactivación. En personas mayores de 80 años, la incidencia alcanza entre 8 y 12 casos por cada 1000 personas-año, lo cual evidencia la magnitud del riesgo en esta población.
Las lesiones cutáneas del herpes zóster suelen comenzar como grupos de vesículas que aparecen en racimos y se desarrollan durante un periodo de entre tres y cinco días. Estas lesiones son, con frecuencia, dolorosas o intensamente pruriginosas. De manera característica, los síntomas sensoriales superficiales, como el dolor, pueden preceder la aparición de la erupción cutánea por varios días. Este dolor prodrómico suele ser de naturaleza neuropática y puede ser confundido inicialmente con otras patologías, como afecciones musculoesqueléticas o viscerales, dependiendo del dermatoma comprometido.
La distribución de las lesiones sigue una disposición metamérica, es decir, se limita a uno o más dermatomas, que son áreas de la piel inervadas por una raíz nerviosa espinal específica. Las raíces torácicas y lumbares son las más frecuentemente afectadas. En la mayoría de los casos, las lesiones se restringen a un solo dermatoma unilateral, aunque ocasionalmente pueden comprometer dermatomas adyacentes o incluso zonas más distantes. Cuando tres o más dermatomas están afectados, se considera que la enfermedad ha adoptado una forma diseminada, lo que indica una mayor gravedad clínica, especialmente en pacientes inmunocomprometidos.
Las lesiones vesiculares progresan hacia la formación de costras, las cuales se desprenden gradualmente. En individuos inmunocompetentes no tratados, la curación completa de la piel puede demorar entre dos y cuatro semanas. A menudo, las lesiones dejan como secuela manchas hiperpigmentadas de tipo macular, y en algunos casos pueden producir cicatrices permanentes.
Existen manifestaciones clínicas particulares que reflejan la afectación de ganglios sensitivos específicos. La presencia de lesiones en la punta de la nariz, el ángulo interno del ojo y la raíz o el lateral de la nariz —signo conocido como signo de Hutchinson— sugiere compromiso del nervio trigémino, y más concretamente, del ramo oftálmico, lo que constituye una forma grave conocida como herpes zóster oftálmico. Esta variante puede poner en riesgo la integridad de la córnea y la visión si no se trata adecuadamente.
Otra forma notable es el síndrome de Ramsay Hunt, también denominado herpes zóster ótico, que se produce por la afectación del ganglio geniculado. Este síndrome se manifiesta con parálisis facial periférica y lesiones vesiculares en el pabellón auricular o el conducto auditivo externo, con o sin compromiso de la membrana timpánica. Pueden coexistir síntomas vestibulares y cocleares, como vértigo, acúfenos y pérdida auditiva.
El herpes zóster representa una complicación especialmente grave en personas inmunosuprimidas, como aquellas con enfermedades oncohematológicas, receptores de trasplantes o pacientes en tratamiento con agentes inmunosupresores. En estos casos, la enfermedad puede presentar un curso más agresivo, con diseminación cutánea y visceral, mayor riesgo de complicaciones neurológicas, y una evolución clínica prolongada y debilitante. Esto refuerza la importancia de la vigilancia clínica y, en determinados grupos de riesgo, la prevención mediante vacunación específica contra el virus varicela-zóster.
Exámenes diagnósticos
El diagnóstico del virus varicela-zóster, responsable de la varicela y del herpes zóster, se realiza habitualmente con base en la evaluación clínica, dado que las manifestaciones cutáneas características —como las vesículas en diferentes etapas de evolución distribuidas en uno o más dermatomas— suelen ser altamente sugestivas. No obstante, en casos atípicos o en pacientes inmunocomprometidos, donde la presentación clínica puede no ser clásica, es necesario confirmar el diagnóstico mediante pruebas de laboratorio específicas.
Las técnicas más sensibles y específicas para la confirmación diagnóstica son la reacción en cadena de la polimerasa (PCR) y la inmunofluorescencia directa. Ambas pruebas se realizan a partir de raspados obtenidos de la base de las lesiones cutáneas. La PCR, en particular, permite detectar directamente el material genético del virus con alta sensibilidad y especificidad, incluso en fases tempranas de la enfermedad o cuando las lesiones cutáneas no son evidentes. La inmunofluorescencia directa, por su parte, emplea anticuerpos marcados con fluorocromos que se unen a antígenos virales, lo que permite su visualización microscópica.
Otra herramienta diagnóstica utilizada históricamente es el frotis de Tzanck, en el cual se observa una muestra del contenido vesicular al microscopio tras ser teñida. Este método permite identificar células gigantes multinucleadas, típicas de las infecciones por herpesvirus, incluyendo el virus varicela-zóster. Aunque este hallazgo no es específico de este virus, su presencia apoya el diagnóstico en un contexto clínico adecuado.
Desde el punto de vista hematológico y bioquímico, es común observar leucopenia leve, así como elevación subclínica de las enzimas hepáticas transaminasas, lo que indica una respuesta inflamatoria sistémica. En algunos casos, también puede presentarse trombocitopenia, aunque esta alteración es menos frecuente.
Para diagnosticar una infección primaria por el virus varicela-zóster, algunas veces se ha recurrido a la medición de inmunoglobulina M (IgM) específica. Sin embargo, esta prueba tiene un bajo rendimiento diagnóstico, tanto por su escasa sensibilidad como por su especificidad limitada, ya que puede producir resultados falsos positivos o negativos. Por esta razón, no se recomienda su uso rutinario en la práctica clínica.
Una excepción a esta limitación es su utilidad en el análisis del líquido cefalorraquídeo en casos de sospecha de vasculopatía por virus varicela-zóster, especialmente cuando la prueba de PCR para ADN viral en líquido cefalorraquídeo resulta negativa. En ese contexto, la detección de anticuerpos específicos contra el virus en el sistema nervioso central puede proporcionar evidencia indirecta de una infección activa o reciente.
Además, existen métodos que permiten evaluar la susceptibilidad de un individuo al virus varicela-zóster, útiles en entornos como la evaluación preinmunización en personas sin historia clara de infección o vacunación. Entre estos métodos se encuentran la prueba cutánea de varicela y la técnica inmunológica conocida como ELISPOT (enzima ligada a un inmunosorbente con detección por puntos), que mide la producción de interferón gamma en respuesta a antígenos específicos del virus. Esta última técnica permite identificar individuos con inmunidad celular intacta frente al virus, siendo particularmente útil en la evaluación de la memoria inmunológica y en estudios epidemiológicos.
Complicaciones
Varicela
Las complicaciones secundarias asociadas a la infección por el virus varicela-zóster representan un espectro clínico amplio y pueden comprometer múltiples sistemas, en particular en pacientes inmunocomprometidos o de edad avanzada. Entre las complicaciones más frecuentes se encuentran las sobreinfecciones bacterianas de la piel, las cuales se producen cuando la integridad cutánea se ve alterada por la presencia de vesículas, pústulas o excoriaciones. Esta pérdida de la barrera epidérmica favorece la colonización e invasión por bacterias patógenas, especialmente Streptococcus pyogenes(estreptococo del grupo A) y Staphylococcus aureus. Estas infecciones secundarias pueden manifestarse como celulitis, erisipela o fiebre escarlatina. Aunque menos comunes, también se han documentado formas más graves, como impétigo ampolloso y fascitis necrosante, ambas condiciones potencialmente letales si no se tratan de manera oportuna.
La varicela también se ha asociado con complicaciones sistémicas de origen infeccioso, inflamatorio o vascular. Se han descrito casos de epiglotitis, neumonía necrosante, osteomielitis, artritis séptica, abscesos epidurales, meningitis, endocarditis bacteriana, pancreatitis e incluso vasculitis de células gigantes. Trastornos inmunomediados como la enfermedad inflamatoria intestinal también han sido vinculados a la infección por el virus varicela-zóster. Una complicación particularmente grave, aunque infrecuente, es la púrpura fulminante, un cuadro de coagulación intravascular diseminada que puede progresar rápidamente hacia insuficiencia multiorgánica. Asimismo, en contextos de coinfección o sobreinfección bacteriana, puede presentarse el síndrome de choque tóxico, caracterizado por hipotensión, fiebre alta, exantema difuso y disfunción multiorgánica.
Una de las complicaciones respiratorias más graves es la neumonía intersticial por virus varicela-zóster, que se presenta con mayor frecuencia en adultos, particularmente en fumadores, personas embarazadas y pacientes inmunocomprometidos, como aquellos infectados por el virus de inmunodeficiencia humana. Esta neumonía puede progresar hacia el síndrome de dificultad respiratoria aguda, una condición potencialmente mortal. En pacientes que sobreviven, los estudios radiológicos pueden revelar múltiples lesiones calcificadas densas diseminadas por los campos pulmonares, secuelas de la inflamación intersticial extensa.
Las complicaciones neurológicas, aunque poco comunes, pueden ser graves. Históricamente, se ha estimado que aproximadamente 1 de cada 2000 niños con varicela desarrolla complicaciones neurológicas. Una de las más frecuentes es la ataxia cerebelosa aguda, que ocurre con una frecuencia aproximada de 1 caso por cada 4000 niños. Esta se manifiesta con alteraciones en la coordinación motora, marcha inestable y dismetría, y aunque su curso suele ser autolimitado, con recuperación completa, requiere vigilancia médica.
La encefalitis es otra complicación neurológica que, aunque infrecuente, tiende a presentarse principalmente en adultos. Se manifiesta con síntomas como delirio, convulsiones y signos neurológicos focales. Su tasa de mortalidad, así como la de secuelas neurológicas permanentes, es del orden del 10 %, lo que subraya la gravedad de este tipo de compromiso del sistema nervioso central.
Una complicación vascular relevante es el accidente cerebrovascular isquémico, el cual puede presentarse en promedio unos cuatro meses después de la erupción cutánea, y se ha relacionado con una vasculitis secundaria a la reactivación viral. Esta vasculopatía por virus varicela-zóster puede comprometer arterias cerebrales, causando fenómenos embólicos o trombóticos en distintas regiones del encéfalo.
En pacientes inmunocomprometidos, el espectro de complicaciones neurológicas y sistémicas se amplía considerablemente. Se han descrito casos de encefalitis multifocal sin presencia de exantema, ventriculitis, mielorradiculitis, formación de aneurismas arteriales, neuritis óptica asociada a herpes zóster oftálmico, y arteritis en diversas localizaciones. El síndrome de Ramsay Hunt, que implica la afectación del ganglio geniculado y se manifiesta con parálisis facial periférica, lesiones en el oído externo y síntomas auditivos o vestibulares, también es más frecuente en este grupo.
Cuando pacientes inmunodeprimidos —especialmente aquellos en tratamiento con corticosteroides— presentan crisis convulsivas, debe considerarse la posibilidad de un herpes zóster diseminado. Esta forma de la enfermedad puede no manifestarse inicialmente con lesiones cutáneas evidentes, lo que dificulta su diagnóstico precoz. La diseminación visceral, incluyendo compromiso hepático, gastrointestinal, pulmonar y neurológico, es más común y más severa en estos individuos, lo que hace imprescindible un alto grado de sospecha clínica y un abordaje terapéutico agresivo y precoz.
La hepatitis clínica es poco frecuente y, en la mayoría de los casos, se presenta en pacientes inmunosuprimidos, aunque puede adquirir una forma fulminante y resultar fatal. El síndrome de Reye (caracterizado por infiltración grasa hepática y encefalopatía) también es una complicación rara de la varicela —así como de otras infecciones virales, especialmente la causada por el virus de la influenza tipo B—, y suele manifestarse durante la infancia. Este síndrome se ha asociado al uso de ácido acetilsalicílico (aspirina) durante la infección (ver Influenza más abajo).
Cuando la varicela se contrae durante el primer o segundo trimestre del embarazo, existe un riesgo mínimo de malformaciones congénitas, que pueden incluir lesiones cicatriciales en las extremidades, retraso del crecimiento intrauterino, microftalmía, cataratas, coriorretinitis, sordera y atrofia cerebrocortical.
En los casos en que la varicela se desarrolla en torno al momento del parto, el recién nacido corre el riesgo de padecer una forma diseminada de la enfermedad, potencialmente grave.
Herpes Zóster
La neuralgia posherpética constituye una de las complicaciones más frecuentes y discapacitantes del herpes zóster, especialmente en personas mayores de 60 años. Se presenta en aproximadamente el 10 al 13 % de estos pacientes y se caracteriza por la persistencia de dolor neuropático en el área previamente afectada por las lesiones cutáneas, incluso después de que estas han sanado. Este dolor puede ser intenso, continuo, urente o punzante, y suele interferir significativamente con el sueño, la movilidad y la calidad de vida.
El riesgo de desarrollar neuralgia posherpética se incrementa con la edad avanzada, lo que está relacionado con una respuesta inmune menos eficiente y una menor capacidad de regeneración neuronal. Otros factores de riesgo incluyen el sexo femenino, la presencia de un pródromo doloroso previo al brote vesicular y la severidad tanto del exantema como del dolor agudo durante la fase activa de la enfermedad. En contraste, los antecedentes familiares no se consideran un factor predisponente significativo.
Además de la neuralgia posherpética, el herpes zóster puede ocasionar una amplia gama de complicaciones, muchas de ellas de naturaleza neurológica o oftalmológica. Entre estas se incluyen:
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Sobreinfecciones bacterianas de la piel, que ocurren debido a la ruptura de la barrera cutánea y son causadas con frecuencia por Staphylococcus aureus o Streptococcus pyogenes.
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Herpes zóster oftálmico, resultado de la afectación del nervio trigémino, en particular de su rama oftálmica. Esta forma es potencialmente amenazante para la visión, especialmente cuando se compromete la úvea anterior, incluyendo el iris. Su aparición se asocia además con un mayor riesgo de accidente cerebrovascular vasculopático en el año posterior al brote. La presencia de lesiones en la punta o lateral de la nariz, conocida como signo de Hutchinson, es indicativa de la afectación del nervio nasociliar, una rama del nervio oftálmico.
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Oftalmoplejía unilateral, una complicación rara que se manifiesta como debilidad o parálisis de los músculos oculares.
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Keratitis, que puede ser superficial o profunda, y compromete la integridad corneal con riesgo de cicatrices permanentes.
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Afectación del ganglio geniculado del nervio facial (VII par craneal), así como de los nervios craneales V, VIII, IX y X, lo que puede generar manifestaciones como parálisis facial periférica, hipoacusia, vértigo, disfagia o disfonía.
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Meningitis aséptica, caracterizada por inflamación meníngea sin aislamiento bacteriano, que cursa con cefalea, fiebre y rigidez de nuca.
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Neuropatía motora periférica, en la que se compromete la función motora de las extremidades, ocasionalmente de forma duradera.
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Mielitis transversa, una inflamación de la médula espinal que puede volverse crónica y comprometer la movilidad o la función esfinteriana.
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Encefalitis, que puede presentarse con alteraciones del estado mental, convulsiones y signos neurológicos focales.
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Cerebelitis aguda, que se manifiesta con ataxia, nistagmo y dismetría, más común en niños pero también reportada en adultos.
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Accidente cerebrovascular, usualmente relacionado con vasculitis inducida por la infección viral.
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Vasculopatía, que incluye desde inflamación de vasos sanguíneos hasta formación de aneurismas.
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Necrosis retiniana aguda, una emergencia oftalmológica que puede conducir a pérdida de la visión si no se trata con rapidez.
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Necrosis retiniana externa progresiva, una variante más agresiva y común en pacientes con infección por el virus de inmunodeficiencia humana.
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Arteritis temporal, una forma de vasculitis que afecta las arterias craneales, con riesgo de compromiso visual irreversible.
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Meningorradiculitis sacra o síndrome de Elsberg, que afecta las raíces nerviosas sacras y puede causar retención urinaria, disfunción intestinal o parálisis de extremidades inferiores.
En pacientes inmunocomprometidos, como aquellos con VIH o bajo tratamiento inmunosupresor, la diseminación visceral del virus varicela-zóster puede producirse. Aunque rara, esta complicación tiene una tasa de mortalidad superior al 50 %, afectando órganos como el hígado, los pulmones, el tracto gastrointestinal y el sistema nervioso central.
El virus varicela-zóster también se ha identificado como una causa importante de parálisis facial periférica (parálisis de Bell) en personas seronegativas para el virus del herpes simple, lo que refuerza su papel patógeno en el sistema nervioso.
El diagnóstico de las complicaciones neurológicas del virus varicela-zóster se basa en la detección de su ADN mediante técnicas de reacción en cadena de la polimerasa en líquido cefalorraquídeo o tejidos afectados. Una variante clínica relevante es el zoster sine herpete, en el cual se presenta dolor neuropático sin lesiones cutáneas, y que puede asociarse con muchas de las complicaciones mencionadas.
En el contexto oftalmológico, cuando existe queratitis, el diagnóstico diferencial con el virus del herpes simple puede realizarse mediante pruebas moleculares específicas que distinguen entre ambos herpesvirus.
Finalmente, debido a los riesgos significativos que el virus representa durante el embarazo, tanto para la madre como para el feto, incluyendo el riesgo de malformaciones congénitas, aborto espontáneo o enfermedad neonatal diseminada, se recomienda que las personas gestantes eviten toda exposición al virus varicela-zóster y se priorice la inmunización en quienes no poseen inmunidad comprobada.
Tratamiento
En el manejo clínico de los pacientes con varicela, es fundamental implementar medidas de aislamiento y cuidados generales que no solo contribuyan al alivio sintomático, sino que también prevengan la transmisión del virus y la aparición de complicaciones. La varicela es una enfermedad altamente contagiosa, transmitida principalmente por vía aérea a través de gotículas respiratorias, así como por contacto directo con el contenido vesicular de las lesiones cutáneas. Por esta razón, se recomienda mantener en aislamiento a los pacientes infectados hasta que todas las lesiones cutáneas hayan evolucionado a la fase de costra, momento en el cual el riesgo de contagio se reduce considerablemente.
Durante el curso de la enfermedad, es importante mantener una higiene adecuada de la piel. El objetivo principal es evitar la colonización secundaria por bacterias, lo cual podría desencadenar infecciones cutáneas como impétigo, celulitis o incluso fascitis necrosante. Mantener la piel limpia reduce el riesgo de estas complicaciones y favorece una cicatrización adecuada.
El prurito intenso es un síntoma característico y molesto de la varicela, especialmente en la fase vesiculosa. Este puede inducir al rascado, lo cual aumenta el riesgo de excoriaciones, sobreinfecciones bacterianas y formación de cicatrices permanentes. Para aliviar el prurito, se utilizan antihistamínicos sistémicos, así como tratamientos tópicos como la loción de calamina y los baños con avena coloidal, que tienen propiedades calmantes y antiinflamatorias. Estas medidas mejoran el confort del paciente y reducen la necesidad de rascado.
La fiebre, otro síntoma frecuente en la fase inicial de la enfermedad, puede ser tratada con paracetamol (acetaminofén), un antipirético seguro y eficaz. Es importante evitar el uso de ácido acetilsalicílico (aspirina) en niños y adolescentes con varicela, ya que su uso se ha asociado con un riesgo aumentado de desarrollar el síndrome de Reye, una complicación rara pero potencialmente mortal que afecta el hígado y el sistema nervioso central.
Otra recomendación preventiva fundamental es mantener las uñas cortas y limpias. Las uñas largas pueden facilitar la ruptura de las lesiones cutáneas al rascarse, aumentando el riesgo de infecciones secundarias. En niños pequeños, esta medida es especialmente útil, ya que el rascado inconsciente durante el sueño es común.
En el caso de pacientes hospitalizados con herpes zóster diseminado —definido como la presencia de lesiones que afectan tres o más dermatomas, o aquellas que no están confinadas a un área específica—, es imperativo aplicar medidas de aislamiento más estrictas. Estos pacientes deben colocarse bajo aislamiento por contacto y por vía aérea, ya que el virus puede ser transmitido tanto a través del contacto directo con lesiones como por aerosoles generados al hablar, toser o estornudar. Este tipo de aislamiento debe mantenerse hasta que todas las lesiones hayan evolucionado a costras, momento en que la carga viral disminuye notablemente y el potencial de contagio se vuelve mínimo.
Estas medidas son esenciales no solo para proteger al personal de salud y a otros pacientes, especialmente aquellos inmunocomprometidos, sino también para controlar la propagación del virus dentro de entornos hospitalarios. En conjunto, el aislamiento adecuado, el tratamiento sintomático y la prevención de complicaciones constituyen pilares fundamentales en el abordaje integral de los pacientes con varicela o herpes zóster.
Terapia antiviral
En el manejo de la varicela, la indicación de tratamiento antiviral depende fundamentalmente del estado inmunológico del paciente, de la edad, del momento de inicio de los síntomas y de la presencia o no de comorbilidades. En niños y adolescentes previamente sanos que presentan la forma no complicada de la enfermedad, el curso suele ser autolimitado, con recuperación completa en un plazo de 7 a 10 días. En este grupo, el tratamiento antiviral no es necesario de forma rutinaria, dado que los beneficios son limitados y el riesgo de complicaciones es bajo.
Sin embargo, existen situaciones clínicas en las que el uso de antivirales, en particular aciclovir, sí está justificado. Cuando se decide utilizar este fármaco, debe iniciarse dentro de las primeras 24 horas desde la aparición del exantema vesiculoso, ya que su eficacia disminuye significativamente una vez que la replicación viral ha alcanzado su punto máximo. El aciclovir, en este contexto, se administra por vía oral a razón de 20 miligramos por kilogramo de peso corporal, hasta un máximo de 800 miligramos por dosis, cuatro veces al día durante un período de 5 a 7 días.
Este tratamiento debe considerarse en los siguientes grupos de pacientes:
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Personas mayores de 12 años, ya que en este grupo etario la varicela tiende a presentarse con mayor severidad, incluyendo fiebre alta, exantema más extenso y mayor riesgo de complicaciones.
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Contactos domiciliarios secundarios, dado que las infecciones adquiridas dentro del mismo hogar suelen ser más intensas que los casos primarios, posiblemente debido a una mayor carga viral en el ambiente.
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Pacientes con enfermedades cutáneas o cardiopulmonares crónicas, que pueden presentar una respuesta inmune inadecuada o tener un mayor riesgo de progresión a formas graves de la enfermedad.
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Niños que reciben tratamiento prolongado con salicilatos, ya que la administración de aciclovir podría reducir el riesgo de desarrollar el síndrome de Reye, una complicación poco frecuente pero grave que afecta el hígado y el sistema nervioso central, y cuya aparición se ha asociado al uso de ácido acetilsalicílico en infecciones virales.
En cuanto a otros antivirales, el famciclovir no está aprobado para su uso en personas menores de 18 años. Por su parte, valaciclovir puede utilizarse en niños de entre 2 y 18 años a una dosis de 20 miligramos por kilogramo (con un máximo de 1 gramo por dosis), tres veces al día durante cinco días, siendo una alternativa viable para quienes no toleran bien el aciclovir o requieren un esquema posológico más sencillo.
Es importante tener precaución con el uso de antiinflamatorios no esteroideos (AINEs) en niños con varicela, ya que algunos estudios han sugerido una asociación con un mayor riesgo de infecciones bacterianas secundarias, particularmente celulitis o fascitis necrosante. Por este motivo, se prefiere el uso de paracetamol como antipirético y analgésico.
En pacientes inmunocomprometidos, en mujeres embarazadas durante el tercer trimestre, así como en aquellos con enfermedad extracutánea significativa —como encefalitis o neumonía—, el tratamiento antiviral es obligatorio. En estos casos, se recomienda administrar aciclovir intravenoso a dosis altas (30 miligramos por kilogramo de peso corporal al día, repartidos en tres dosis), durante al menos 7 días. En presencia de encefalitis, el tratamiento se extiende a un mínimo de 10 días. Si la vía oral es factible y se trata de una forma menos grave, se puede optar por aciclovir 800 miligramos por vía oral cuatro veces al día, durante un período de 5 a 10 días, dependiendo de la severidad del cuadro.
En presencia de neumonía varicelosa, algunos estudios respaldan el uso de corticoesteroides como tratamiento adyuvante, con el objetivo de reducir la inflamación pulmonar y mejorar la oxigenación, aunque esta estrategia debe emplearse con cautela y solo en casos seleccionados.
Para pacientes con inmunosupresión profunda, como los que han recibido trasplantes o se encuentran en quimioterapia intensiva, es fundamental la profilaxis antiviral prolongada con aciclovir, a fin de prevenir la reactivación del virus varicela-zóster. Además, algunos expertos recomiendan el uso complementario de inmunoglobulinas específicas contra el virus varicela-zóster en pacientes con neumonía, ya que estos preparados pueden conferir inmunidad pasiva y limitar la progresión de la enfermedad.
En el tratamiento de herpes zóster, especialmente en casos no complicados, se prefieren los antivirales como valacicloviro famciclovir sobre el aciclovir, debido a su mayor conveniencia en cuanto a la dosificación y a la capacidad de alcanzar niveles más altos del medicamento en el organismo. Ambos medicamentos, al ser más bio-disponibles, permiten administrarse en menos dosis diarias, lo cual mejora la adherencia al tratamiento y reduce la carga terapéutica en los pacientes.
Es fundamental iniciar el tratamiento antiviral dentro de las primeras 72 horas desde el comienzo de las lesiones cutáneas para obtener los mejores resultados. El tratamiento antiviral debe continuar durante 7 días o hasta que las lesiones se hayan costrado completamente. Aunque los antivirales reducen la duración de las lesiones herpéticas y la intensidad del dolor agudo asociado con el brote, no están indicados para disminuir el riesgo de neuralgia postherpética, que es el dolor crónico que persiste tras la curación de las lesiones.
Además de los antivirales, los corticoesteroides pueden ser útiles en el manejo agudo del herpes zóster para reducir la inflamación y acelerar la resolución del dolor relacionado con el zóster. Un régimen típico incluye un curso de esteroides con dosis de prednisona comenzando en 60 miligramos por día durante 2 a 3 semanas, o metilprednisolona a una dosis de 24 miligramos por día durante 1 a 2 semanas. Estos tratamientos son seguros para pacientes inmunocompetentes y ayudan a aliviar el dolor y la inflamación en las fases tempranas de la enfermedad.
Para los pacientes con complicaciones extradermatomales, es decir, aquellos con afectación de áreas fuera de la distribución típica del dermatomo, se recomienda el aciclovir intravenoso, ya que ofrece una acción más rápida y eficaz en casos graves. Esto es particularmente importante cuando el herpes zóster afecta órganos internos o sistemas fuera de la piel, como en casos de encefalitis, neumonía, o neuritis óptica.
En Europa, el bromovinyldeoxirriburidina (Brivudina) es otra opción terapéutica que se utiliza principalmente para tratar el herpes zóster, pero no está disponible en los Estados Unidos. Este antiviral también ha mostrado beneficios en la reducción de la duración de las lesiones y el dolor, aunque su uso está restringido geográficamente.
En algunos casos de herpes zóster, especialmente en pacientes inmunocomprometidos, pueden surgir complicaciones debido a la resistencia a los medicamentos antivirales. En pacientes con infecciones recurrentes o de larga duración con aciclovir, la resistencia del virus varicela-zóster al medicamento puede ser un problema, lo que lleva a la necesidad de cambiar a otros antivirales como el foscarnet intravenoso. El foscarnet es una opción eficaz para tratar infecciones resistentes a aciclovir, aunque su uso debe ser cuidadosamente monitoreado debido a los posibles efectos secundarios.
En cuanto a las infecciones oculares, cuando se presenta un herpes zóster oftálmico (compromiso del nervio trigémino con afectación ocular), pueden considerarse terapias adjuntas como el foscarnet en infecciones vítreas o el sorivudine, un antiviral tópico, para mejorar el manejo del herpes zóster ocular y evitar complicaciones visuales graves.
Tratamiento de la neuralgia postherpética
El tratamiento de la neuralgia postherpética, una complicación dolorosa que persiste después de la curación de las lesiones de herpes zóster, puede ser complejo y desafiante, ya que una vez que se establece la condición, el manejo adecuado del dolor se vuelve difícil. Menos de la mitad de los pacientes alcanzan un alivio satisfactorio del dolor. Esta condición se caracteriza por un dolor neuropático persistente que no solo es incómodo sino debilitante, lo que convierte a su tratamiento en una prioridad clínica.
Una de las primeras opciones terapéuticas para tratar la neuralgia postherpética son los agentes para el dolor neuropático, tales como gabapentina y parche de lidocaína. La gabapentina, un medicamento originalmente utilizado para tratar las convulsiones, ha demostrado ser eficaz para aliviar el dolor neuropático asociado con esta afección, probablemente al modular la actividad de los nervios involucrados en la transmisión del dolor. Los parches de lidocaína, aplicados localmente sobre la piel, actúan al adormecer las áreas afectadas, proporcionando alivio sintomático directo, especialmente en los casos donde el dolor es localizado.
Además de estos tratamientos, los antidepresivos tricíclicos, como la amitriptilina, y la crema de capsaicina se utilizan ampliamente para tratar el dolor neuropático. Los antidepresivos tricíclicos se emplean debido a su capacidad para modular las señales de dolor a través de la regulación de los neurotransmisores en el sistema nervioso central. La crema de capsaicina, por su parte, es efectiva al desensibilizar las fibras nerviosas en la zona afectada, aliviando el dolor con su aplicación tópica. Ambos tratamientos han mostrado ser efectivos, aunque la respuesta puede variar según el paciente.
El uso de opioides en el manejo del dolor neuropático, aunque en algunos casos se recurre a ellos, es un tema controvertido. Los opioides tienen un efecto analgésico potente, pero su eficacia en la neuralgia postherpética es limitada y no está exenta de riesgos, especialmente debido a los efectos secundarios asociados con su uso prolongado, como la dependencia y la tolerancia. Por esta razón, su uso debe ser restringido y cuidadosamente monitoreado, y generalmente se prefiere solo cuando otros tratamientos no son efectivos.
El tratamiento mediante inyección epidural de corticosteroides y anestésicos locales ha mostrado cierto beneficio al reducir el dolor herpético en el corto plazo, en torno al primer mes, pero no se ha demostrado que prevenga o reduzca la incidencia de neuralgia postherpética a largo plazo. Similar a los corticosteroides orales, las inyecciones epidurales pueden proporcionar un alivio temporal del dolor agudo, pero no son una solución duradera.
Otras modalidades terapéuticas incluyen la estimulación nerviosa eléctrica transcutánea (TENS) y la radiofrecuencia pulsada. Ambas técnicas, que son tratamientos no invasivos, se han reportado como exitosas en algunos casos para aliviar el dolor. La estimulación eléctrica de los nervios a través de la piel puede interferir con las señales de dolor, mientras que la radiofrecuencia pulsada utiliza ondas de energía para modificar la actividad de los nervios y reducir la percepción dolorosa.
En cuanto a la prevención de la neuralgia postherpética, especialmente en pacientes con mayor riesgo, como aquellos con diabetes y neuropatía, la gabapentina ha mostrado cierto potencial como tratamiento preventivo. Administrada en una fase temprana después del brote de herpes zóster, la gabapentina puede reducir la probabilidad de que los pacientes desarrollen esta complicación dolorosa. Este enfoque preventivo resulta prometedor, pero aún se requiere más investigación para confirmar su eficacia en poblaciones más amplias.
Pronóstico
La varicela es una infección vírica que, en individuos sanos, suele tener un curso autolimitado. Desde el inicio de los primeros síntomas hasta la desaparición de las costras en las lesiones cutáneas, la duración total de la enfermedad rara vez supera las dos semanas. En la mayoría de los casos, la evolución es benigna, y las complicaciones graves son poco frecuentes, con las muertes siendo excepcionales, excepto en pacientes inmunocomprometidos, quienes están en un mayor riesgo debido a su capacidad reducida para controlar la infección. En estos pacientes, la varicela puede seguir un curso más severo y las complicaciones pueden ser más graves, incluso potencialmente fatales.
Por otro lado, el herpes zóster, que resulta de la reactivación del virus varicela-zóster, tiene un curso que generalmente dura entre dos y seis semanas. El dolor y las lesiones cutáneas asociadas con esta reactivación suelen mejorar progresivamente con el tratamiento adecuado, aunque en algunos casos pueden persistir complicaciones como la neuralgia postherpética, un dolor crónico que persiste después de la curación de las lesiones. La duración de los síntomas y la resolución de las lesiones en el herpes zóster dependen de diversos factores, incluidos la edad del paciente, el estado inmunológico y el tratamiento recibido.
En lo que respecta a la respuesta inmunitaria, la producción de anticuerpos frente al virus varicela-zóster persiste durante un tiempo considerable después de la infección, y estos anticuerpos se mantienen a niveles más altos y por un período más largo que en el caso de la infección primaria de varicela. Esto implica que, después de una infección inicial de varicela o herpes zóster, el sistema inmunológico queda sensibilizado frente al virus, lo que brinda protección parcial frente a futuras infecciones, aunque no garantiza una inmunidad total, ya que la reactivación del virus en forma de herpes zóster es una posibilidad.
Es importante destacar que el compromiso ocular en el contexto de un herpes zóster, especialmente cuando afecta al nervio trigémino, puede tener implicaciones graves para la visión. Cuando se presenta herpes zóster oftálmico, que implica la afectación de la región ocular, se requiere un seguimiento periódico para detectar posibles complicaciones visuales, como úlceras corneales, uveítis o incluso ceguera. La vigilancia continua es crucial, dado que las secuelas oculares pueden desarrollarse de manera gradual y pueden comprometer la función visual a largo plazo.

Fuente y lecturas recomendadas:
- Boutry C et al. The adjuvanted recombinant zoster vaccine confers long-term protection against herpes zoster: interim results of an extension study of the pivotal phase iii clinical trials (ZOE-50 and ZOE-70). Clin Infect Dis. 2022;74:1459. [PMID: 34283213]
- Cohen E. Herpes zoster and postherpetic neuralgia. Clin Infect Dis. 2021;73:e3218. [PMID: 32829389]
- Wang Y et al. Effect of antivirals plus low-dose, short-term glucocorticoids on post-herpetic neuralgia. Eur J Dermatol. 2023;33:413. [PMID: 37823492]
- Wu CY et al. Efficacy of pulsed radiofrequency in herpetic neuralgia: a meta-analysis of randomized controlled trials. Clin J Pain. 2020;36:887. [PMID: 32701526]

