Leishmaniasis
Leishmaniasis

Leishmaniasis

La leishmaniasis es una zoonosis parasitaria de distribución mundial cuya transmisión ocurre principalmente a través de la picadura de hembras hematófagas de insectos flebótomos. En el continente americano, estos vectores pertenecen al género Lutzomyia, mientras que en el resto del mundo, la transmisión está mediada por especies del género Phlebotomus. Esta enfermedad representa un ejemplo paradigmático de la complejidad ecológica y epidemiológica que puede adquirir una zoonosis vectorial, en la que participan múltiples especies de parásitos, vectores, hospedadores animales y factores ambientales.

Durante el acto de alimentación del flebótomo, si el insecto se encuentra frente a un hospedador infectado, ingiere junto con la sangre macrófagos parasitados por Leishmania, un protozoo flagelado intracelular obligado. En el intestino del vector, estos parásitos se transforman en promastigotes móviles y replicativos, y posteriormente migran hacia la probóscide, desde donde son inoculados en un nuevo hospedador vertebrado durante una picadura posterior. Esta dinámica convierte al flebótomo en un intermediario biológico esencial en el ciclo de transmisión.

La enfermedad es causada por diversas especies del género Leishmania —alrededor de veinte son patógenas para el ser humano—, y la taxonomía de estas especies es notoriamente compleja debido a la existencia de múltiples cepas, subespecies y variantes genéticas cuya identificación requiere técnicas moleculares avanzadas. Cada especie posee un tropismo tisular distinto, lo cual condiciona en gran medida el tipo de síndrome clínico que se desarrolla. Sin embargo, la especificidad no es absoluta, ya que algunas especies pueden causar más de una forma clínica, dependiendo de factores como la inmunidad del hospedador, el inoculo parasitario y el sitio de inoculación.

La incidencia global de la leishmaniasis ha mostrado una tendencia descendente en los últimos años, aunque persiste como un problema significativo de salud pública en múltiples regiones tropicales y subtropicales. Se estima que anualmente se presentan entre seiscientos mil y un millón de casos de leishmaniasis cutánea, y entre cincuenta mil y noventa mil casos de leishmaniasis visceral. Este último tipo, que constituye la forma clínica más grave, ha mostrado una reducción significativa en su incidencia, particularmente en el subcontinente indio, gracias a campañas de diagnóstico precoz y acceso a tratamientos eficaces.

La leishmaniasis visceral, también conocida como kala-azar, es producida mayoritariamente por Leishmania donovani en la India y África oriental, por Leishmania infantum en regiones del Mediterráneo, Medio Oriente, China, Asia central y el Cuerno de África, y por Leishmania chagasi en América Central y del Sur (actualmente considerada una variante de L. infantum). Más del 90% de los casos de esta forma se concentran en siete países: Brasil, Etiopía, India, Kenia, Somalia, Sudán del Sur y Sudán. La enfermedad presenta características clínicas y epidemiológicas particulares en cada uno de estos contextos, influenciadas por factores socioculturales, ecológicos y sanitarios. La fase de incubación suele extenderse entre cuatro y seis meses, aunque puede variar desde diez días hasta dos años. En ausencia de tratamiento, la leishmaniasis visceral puede alcanzar una tasa de letalidad de hasta el 90%, pero el acceso a diagnóstico temprano y terapias efectivas reduce la mortalidad a entre un 2 y un 5 por ciento.

Por otro lado, la leishmaniasis cutánea, que es la forma más frecuente, concentra el 90% de sus casos en países como Afganistán, Pakistán, Siria, Arabia Saudita, Argelia, Irán, Brasil y Perú. Las especies etiológicas varían según la región geográfica. En el Viejo Mundo, destacan Leishmania tropica, Leishmania major y Leishmania aethiopica, presentes en zonas del Mediterráneo, Medio Oriente, África, Asia Central y el subcontinente indio. En el Nuevo Mundo, la enfermedad es provocada principalmente por Leishmania mexicana, Leishmania amazonensis, y otras especies relacionadas con la leishmaniasis mucocutánea.

La leishmaniasis mucocutánea, conocida en América Latina como espundia, constituye una variante clínicamente más agresiva, caracterizada por la destrucción progresiva de los tejidos de la nariz, boca y faringe. Es endémica de áreas selváticas bajas del continente americano, y está asociada a especies como Leishmania braziliensis, Leishmania panamensis y Leishmania peruviana. Estas formas clínicas no solo representan un desafío médico por la gravedad de sus manifestaciones, sino también un reto terapéutico debido a la resistencia de algunas cepas y a las secuelas desfigurantes que pueden dejar.

En conjunto, la leishmaniasis refleja una interacción biológica compleja entre parásitos, vectores, humanos y animales silvestres o domésticos, enmarcada en contextos geográficos y socioeconómicos diversos. Su control implica una estrategia integral que incluya vigilancia epidemiológica, control vectorial, educación sanitaria, diagnóstico precoz y acceso equitativo a tratamientos seguros y efectivos.

 

Manifestaciones clínicas

La leishmaniasis visceral, también conocida como kala azar, representa la manifestación clínica más severa dentro del espectro de enfermedades causadas por parásitos del género Leishmania. Aunque la mayoría de las infecciones por las especies viscerotrópicas son asintomáticas o subclínicas, en una fracción menor de individuos susceptibles —frecuentemente aquellos con deficiencias inmunológicas, malnutrición o exposición intensa al parásito— se produce una progresión hacia una enfermedad sistémica plenamente establecida, caracterizada por una diseminación parasitaria a órganos profundos del sistema mononuclear fagocítico.

El proceso patológico suele iniciarse con la inoculación del promastigote infectivo a través de la picadura de un flebótomo infectado. En algunos casos, puede desarrollarse una pápula o nódulo no ulcerado en el sitio de la picadura, reflejo de una respuesta inmune local contenida, aunque esta lesión es por lo general imperceptible o transitoria. A partir de este foco inicial, los parásitos son fagocitados por macrófagos dérmicos y transportados por vía linfática o sanguínea a órganos viscerales, principalmente el bazo, el hígado y la médula ósea, donde se transforman en amastigotes y se multiplican intracelularmente.

El cuadro clínico puede instaurarse de manera súbita, en el transcurso de dos semanas tras la infección, o bien evolucionar lentamente, con síntomas inespecíficos que se intensifican a lo largo de meses. Los signos más característicos incluyen fiebre prolongada e intermitente, acompañada de escalofríos, sudoración profusa, debilidad generalizada, anorexia y pérdida progresiva de peso. Conforme el parásito coloniza los órganos linfoides, el bazo sufre una esplenomegalia masiva, con aumento de su tamaño y consistencia, aunque generalmente sin dolor a la palpación. El hígado también se agranda de manera moderada, y puede observarse linfadenopatía generalizada como signo de activación inmunitaria.

Una manifestación distintiva, observada principalmente en pacientes del subcontinente indio, es la hiperpigmentación cutánea difusa, que da origen al término «kala azar», que en hindi significa «fiebre negra». Este fenómeno puede relacionarse con alteraciones en la regulación hormonal, daño hepático crónico o acumulación de melanina secundaria al estrés inflamatorio persistente.

Conforme avanza la enfermedad, se producen signos clínicos de compromiso hematológico y hepatoesplénico, como petequias, hemorragias gingivales, ictericia, edema periférico y ascitis. La médula ósea, infiltrada por parásitos y macrófagos activados, reduce su capacidad de hematopoyesis, lo que conduce a pancitopenia, aumentando el riesgo de infecciones bacterianas secundarias, que a menudo constituyen la causa final de muerte en ausencia de tratamiento. La caquexia, resultado de la desnutrición crónica y del consumo energético sistémico, es un rasgo terminal característico.

En regiones como la India y Sudán, algunos pacientes pueden desarrollar leishmaniasis dérmica post-kala azar, un síndrome tardío que aparece meses o años después de la aparente resolución de la enfermedad visceral. Esta forma cutánea se caracteriza por la aparición de máculas hipopigmentadas o nódulos dérmicos, especialmente en áreas previamente afectadas, y puede confundirse clínicamente con lepra, lo que complica su diagnóstico. Aunque en general no compromete órganos internos, representa un reservorio parasitario que puede facilitar la perpetuación del ciclo epidemiológico.

Existe una forma clínica atenuada denominada leishmaniasis viscerotrópica, la cual se ha asociado con algunas cepas de Leishmania tropica. En estos casos, el parásito produce una enfermedad febril sistémica leve, sin compromiso visceral severo, que suele resolverse espontáneamente y rara vez pone en peligro la vida del paciente. Esta variante ha sido identificada principalmente en contextos militares o viajeros expuestos en zonas endémicas, y su reconocimiento destaca la diversidad biológica y clínica del género Leishmania, así como la necesidad de enfoques diagnósticos diferenciados según el contexto geográfico y epidemiológico.

La leishmaniasis cutánea, tanto en sus formas del Viejo Mundo como del Nuevo Mundo, constituye una manifestación localizada de la infección por protozoos del género Leishmania, transmitidos por la picadura de insectos flebótomos. Esta enfermedad se caracteriza por lesiones dérmicas que surgen como resultado de la multiplicación intracelular del parásito en los macrófagos de la piel, posterior a la inoculación del promastigote durante la alimentación del vector.

Las manifestaciones clínicas aparecen típicamente entre una semana y varios meses después de la exposición inicial. El intervalo entre la picadura y la aparición de las lesiones depende de factores como la especie de Leishmania, la carga parasitaria inoculada y, sobre todo, la capacidad del sistema inmunológico del hospedador para contener la infección. Las lesiones cutáneas suelen comenzar como pápulas discretas que, con el tiempo, evolucionan hacia placas secas y no ulceradas, o bien hacia úlceras amplias con costras, bordes elevados e indurados, bien definidos. La evolución morfológica y la presentación clínica son notablemente variables, lo cual refleja tanto la diversidad genética de las especies patógenas como la respuesta inmune del individuo infectado.

En muchas ocasiones, las lesiones son únicas, pero también pueden ser múltiples, especialmente en contextos de exposición repetida o en presencia de diseminación local del parásito. Las lesiones son habitualmente indoloras, a menos que exista una sobreinfección bacteriana secundaria, situación que puede provocar dolor, exudado purulento y linfadenopatía regional. De hecho, la inflamación de ganglios linfáticos cercanos a la lesión es un hallazgo común, aunque los síntomas sistémicos como fiebre o malestar general son poco frecuentes y, cuando se presentan, suelen ser leves.

El curso de la enfermedad varía de manera considerable dependiendo de la especie infectante. En la mayoría de los casos, las lesiones tienden a resolverse de manera espontánea en un periodo que puede oscilar entre varios meses y algunos años, sin necesidad de intervención médica. Sin embargo, esta curación natural casi siempre deja cicatrices permanentes, que pueden tener implicancias funcionales y estéticas, especialmente cuando las lesiones afectan áreas visibles como la cara.

En algunos casos particulares, se presentan variantes clínicas con evolución más compleja y crónica. Una de estas formas es la denominada leishmaniasis recidivante o leishmaniasis recidivans, que ocurre principalmente con infecciones por Leishmania tropica. En esta entidad, la lesión primaria cicatriza en su zona central, pero persiste una actividad inflamatoria en los márgenes, lo cual conduce a una reactivación progresiva en la periferia. Este patrón refleja una respuesta inmune de tipo hipersensibilidad retardada, en la que el sistema inmune es incapaz de erradicar completamente el parásito, generando así una inflamación crónica con formación de nuevas lesiones y cicatrización extensa.

Otra variante poco común pero clínicamente significativa es la leishmaniasis cutánea difusa. Esta forma se caracteriza por una diseminación extensa de nódulos dérmicos a partir de una lesión primaria, sin tendencia a la ulceración. En estos casos, el parásito se disemina localmente a través de la piel, y la respuesta inmune del hospedador es deficiente, especialmente en el reconocimiento del parásito por mecanismos celulares. Como resultado, los nódulos persisten durante años y se multiplican, siendo resistentes al tratamiento y dejando secuelas desfigurantes.

Por último, la leishmaniasis cutánea diseminada representa una forma más agresiva de la enfermedad, con la aparición de múltiples lesiones nodulares o ulceradas distribuidas en varias regiones del cuerpo. Esta forma suele estar acompañada por afectación de mucosas, lo que implica un riesgo importante de complicaciones funcionales y estéticas. Aunque se presenta con mayor frecuencia en el contexto de infecciones por especies del Nuevo Mundo, como Leishmania braziliensis, también puede observarse en pacientes inmunosuprimidos o con una respuesta inmune deficiente frente al parásito.

La leishmaniasis mucocutánea, conocida en América Latina como espundia, representa una forma severa, mutilante y crónicamente progresiva de la infección por Leishmania, que afecta principalmente a las mucosas de las vías respiratorias superiores y estructuras orales. Esta variante clínica surge en una pequeña proporción de personas que han sido previamente infectadas por especies del complejo Leishmania braziliensis y, en menor medida, por otras especies como Leishmania panamensis o Leishmania peruviana. A diferencia de la forma cutánea clásica, la mucocutánea se manifiesta como una reactivación tardía, que puede ocurrir meses o incluso años después de la aparente resolución espontánea o curación de una lesión cutánea primaria.

La patogenia de esta forma de leishmaniasis implica una diseminación hematógena o linfática del parásito desde la piel hacia las mucosas, en particular las de la cavidad nasal y el orofaringe. Esta migración no suele acompañarse de síntomas sistémicos marcados, lo que dificulta su detección temprana. Se postula que la evolución hacia la forma mucocutánea obedece a una respuesta inmunitaria desregulada, en la cual el sistema inmunológico del hospedador, en su intento por contener al parásito, desencadena una reacción inflamatoria desproporcionada que termina generando daño tisular más que control efectivo de la infección.

Clínicamente, la enfermedad suele comenzar con síntomas sutiles como congestión nasal persistente, que posteriormente progresa hacia ulceraciones dolorosas de la mucosa nasal, particularmente del tabique. Con el tiempo, la destrucción tisular se extiende a estructuras adyacentes, incluyendo el paladar, los labios, la faringe, la laringe e incluso la tráquea. Este proceso inflamatorio crónico y destructivo conlleva a deformaciones faciales graves, pérdida de funciones respiratorias y fonatorias, y deterioro severo de la calidad de vida. En muchas ocasiones, las lesiones se sobreinfectan con bacterias oportunistas, lo que acelera la necrosis tisular y complica el tratamiento. La afectación mucosa es típicamente irreversible y, aunque el parásito puede estar ausente o escasamente detectable en los tejidos afectados, la respuesta inmunológica persiste de forma activa, lo que sugiere un componente autoinmunitario en la fisiopatología.

La leishmaniasis mucocutánea es particularmente endémica en regiones selváticas de América Central y América del Sur, donde las condiciones ecológicas favorecen la proliferación del vector y el mantenimiento del ciclo zoonótico en reservorios silvestres. El tratamiento requiere fármacos antiparasitarios de segunda línea y, en muchos casos, cirugía reconstructiva, aunque las tasas de recaída son altas, especialmente en pacientes inmunodeprimidos.

En el contexto de la infección por el virus de la inmunodeficiencia humana, la leishmaniasis adopta un comportamiento oportunista. La leishmaniasis visceral, en particular, puede emerger como una complicación avanzada del síndrome de inmunodeficiencia adquirida. En estos pacientes, el parásito encuentra un entorno favorable para su replicación descontrolada debido a la profunda disfunción del sistema inmune celular. La presentación clínica puede ser atípica y multisistémica, con afectación del tracto gastrointestinal, el árbol respiratorio y la piel, además de los órganos viscerales clásicos como el hígado, el bazo y la médula ósea. La pancitopenia, la fiebre persistente y la hepatoesplenomegalia son signos frecuentes, aunque pueden ser confundidos con otras infecciones oportunistas, lo que complica el diagnóstico.

Cabe destacar que la coinfección con el virus de la inmunodeficiencia humana altera la respuesta inmunológica normal frente a Leishmania, impidiendo la formación de granulomas efectivos y facilitando tanto la diseminación parasitaria como la recurrencia de la enfermedad tras el tratamiento. A su vez, Leishmania puede activar la replicación del virus de inmunodeficiencia humana, promoviendo la progresión del síndrome de inmunodeficiencia adquirida. Esta interacción sinérgica entre ambos patógenos convierte a la leishmaniasis en una amenaza significativa en regiones donde ambas infecciones son endémicas.

 

Exámenes diagnósticos

El diagnóstico definitivo de la leishmaniasis, independientemente de su forma clínica, se establece mediante la demostración directa del parásito en tejidos infectados. La evidencia más concluyente consiste en la visualización de amastigotes —la forma intracelular de Leishmania— dentro de macrófagos en muestras obtenidas de tejidos afectados. Estas estructuras pequeñas, redondeadas, con núcleo prominente y un cinetoplasto característico, son patognomónicas de la infección, y su identificación al microscopio permite confirmar sin ambigüedades la presencia activa del parásito en el organismo.

En el contexto de la leishmaniasis visceral, la obtención de muestras tisulares mediante aspirado con aguja fina del bazo es el procedimiento diagnóstico de mayor sensibilidad. Esta técnica, cuando se realiza con experiencia y en condiciones adecuadas, tiene una tasa de rendimiento diagnóstico superior al 95 por ciento, y los riesgos de hemorragia son bajos en manos entrenadas. El tejido esplénico presenta una alta concentración de macrófagos infectados, lo cual favorece la identificación de amastigotes. En situaciones donde esta técnica se considere riesgosa o no esté disponible, la aspiración de médula ósea se convierte en la alternativa preferida. Aunque su sensibilidad es ligeramente inferior, sigue siendo una herramienta diagnóstica valiosa, especialmente por su mayor seguridad. Ocasionalmente, el análisis de la capa leucocitaria (buffy coat) de sangre periférica, teñida con coloración de Giemsa, puede revelar la presencia del parásito, aunque su rendimiento es limitado y dependiente de la carga parasitaria.

El cultivo del parásito también puede realizarse a partir de las mismas muestras mediante medios especializados, como los disponibles a través de los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades, en los que los promastigotes crecen en condiciones de laboratorio en un periodo que va de varios días a semanas. Aunque este método permite la identificación del parásito y su posterior caracterización, su utilidad clínica inmediata es restringida por el tiempo requerido. Por esta razón, las pruebas moleculares, como la reacción en cadena de la polimerasa (PCR), han adquirido un papel protagónico. Estas técnicas permiten detectar material genético de Leishmania con gran sensibilidad y especificidad, incluso en muestras con baja carga parasitaria.

Otra herramienta diagnóstica útil, especialmente en entornos con recursos limitados, son las pruebas rápidas inmunocromatográficas que detectan antígenos específicos del parásito, como el antígeno recombinante rK39. Estas pruebas, desarrolladas originalmente para el diagnóstico de leishmaniasis visceral, han mostrado buena sensibilidad y especificidad en regiones endémicas y una de ellas ha sido aprobada por la Administración de Alimentos y Medicamentos de los Estados Unidos. Sin embargo, su rendimiento puede variar según la especie de Leishmania y la región geográfica.

En la leishmaniasis cutánea, el abordaje diagnóstico se basa en el análisis de biopsias obtenidas de la zona activa de la lesión, preferiblemente del borde elevado. Las muestras deben procesarse para histopatología, preparación en fresco (impresión o touch prep) y cultivo. La histopatología suele mostrar una reacción inflamatoria dominada por células mononucleares, en particular macrófagos que pueden contener numerosos amastigotes, especialmente en etapas tempranas de la infección. A medida que la enfermedad avanza, la carga parasitaria disminuye y puede dificultar el diagnóstico morfológico.

Un recurso diagnóstico complementario, aunque no aprobado para su uso en los Estados Unidos, es la prueba intradérmica de Montenegro o leishmanina. Esta prueba mide la respuesta inmune celular frente a antígenos leishmaniales inyectados en la piel, y suele ser positiva en la mayoría de los pacientes con leishmaniasis cutánea localizada. No obstante, en formas más severas o diseminadas, como la leishmaniasis visceral o la cutánea difusa, la prueba suele ser negativa debido a una supresión inmunológica específica frente al parásito.

En la leishmaniasis mucocutánea, el diagnóstico representa un mayor desafío. A menudo, las lesiones contienen pocas formas parasitarias visibles, por lo que la sensibilidad de la observación directa disminuye. Se recomienda obtener raspados, biopsias o aspirados de la zona afectada, que luego se procesan para examen microscópico y cultivo. Aunque la detección directa de amastigotes es difícil, el aislamiento de promastigotes en cultivo puede confirmar la infección. Las pruebas serológicas, por su parte, son poco útiles en esta forma clínica, ya que los niveles de anticuerpos son habitualmente bajos o indetectables. Sin embargo, la prueba de Montenegro suele ser positiva, reflejando una respuesta inmune celular vigorosa, que en este caso contribuye al daño tisular destructivo característico de la enfermedad.

Tratamiento

Leishmaniasis visceral

El tratamiento de la leishmaniasis visceral representa un desafío terapéutico que exige un equilibrio entre eficacia clínica, seguridad farmacológica, disponibilidad local y sostenibilidad económica. Las opciones terapéuticas varían considerablemente según la región geográfica, la especie de Leishmania involucrada, los patrones de resistencia y la infraestructura sanitaria disponible. Si bien existen múltiples compuestos con actividad leishmanicida, el manejo óptimo depende de un enfoque individualizado y adaptado a cada contexto epidemiológico.

En el subcontinente indio, la liposomal de anfotericina B se ha consolidado como el tratamiento de elección para la leishmaniasis visceral, gracias a su elevada eficacia y perfil de seguridad favorable. Esta formulación encapsula el principio activo en liposomas, lo cual mejora su biodisponibilidad en los órganos diana y reduce significativamente la toxicidad nefrológica y hepática asociada a la anfotericina B convencional. El régimen estándar, aprobado y ampliamente utilizado, consiste en la administración intravenosa de 3 miligramos por kilogramo de peso corporal por día, durante los días 1 a 5, 14 y 21. No obstante, estudios clínicos en India han validado esquemas simplificados, incluyendo un régimen de cuatro dosis de 5 miligramos por kilogramo distribuidas en un lapso de 4 a 10 días, o incluso una única infusión de 15 miligramos por kilogramo, con tasas de curación elevadas. Sin embargo, la eficacia de estos esquemas abreviados parece reducirse fuera de India, probablemente debido a diferencias genéticas entre cepas de Leishmania donovani, cofactores inmunológicos o condiciones epidemiológicas distintas.

Existen alternativas lipídicas más asequibles, como la emulsión lipídica de anfotericina B, que ha mostrado buena eficacia en estudios limitados, aunque su rendimiento terapéutico es generalmente inferior al de la formulación liposomal. La anfotericina B desoxicolato, en su formulación convencional, sigue siendo altamente efectiva y es ampliamente utilizada en contextos donde el acceso a formulaciones liposomales es limitado. Sin embargo, su toxicidad es considerable y requiere vigilancia estrecha. Se administra mediante infusión intravenosa lenta a una dosis de 1 miligramo por kilogramo diariamente durante 15 a 20 días, o alternativamente a dosis de 0,5 a 1 miligramo por kilogramo en días alternos durante un período de hasta ocho semanas. Esta forma del fármaco puede desencadenar efectos adversos graves, incluyendo fiebre, escalofríos, síntomas gastrointestinales, disnea, hipotensión y toxicidad renal o hepática, por lo que su uso debe ir acompañado de monitoreo clínico y bioquímico constante.

En muchas regiones fuera del sur de Asia, los antimoniales pentavalentes continúan siendo los agentes más utilizados para el tratamiento de la leishmaniasis visceral. Aunque la resistencia a estos fármacos ha limitado su uso en India, en América Latina, África y algunas zonas del Mediterráneo siguen siendo terapias de primera línea. Existen dos formulaciones principales: el antimoniato de meglumina, ampliamente usado en América Latina y países francófonos, y el estibogluconato sódico, empleado en otras regiones del mundo. Ambos compuestos muestran eficacia comparable, aunque el estibogluconato ya no está disponible en Estados Unidos.

El esquema terapéutico estándar para los antimoniales consiste en administrar 20 miligramos por kilogramo de peso corporal al día, por vía intravenosa —preferida por su menor riesgo de efectos locales— o intramuscular, durante 28 días en casos de leishmaniasis visceral o mucocutánea, y por 20 días en la forma cutánea. La toxicidad de estos fármacos se incrementa con el tiempo de exposición y puede manifestarse como síntomas gastrointestinales, fiebre, cefalea, mialgias, artralgias, pancreatitis y erupciones cutáneas. Las inyecciones intramusculares, además, pueden provocar abscesos estériles dolorosos. Por su potencial cardiotóxico, se recomienda la realización de electrocardiogramas seriados durante el tratamiento. Alteraciones en la conducción eléctrica, especialmente prolongaciones del intervalo QT, constituyen indicaciones para la suspensión inmediata del tratamiento a fin de prevenir arritmias potencialmente mortales.

El tratamiento de la leishmaniasis ha evolucionado con la incorporación de nuevos agentes terapéuticos que ofrecen ventajas en términos de eficacia, facilidad de administración y reducción de toxicidad. Entre ellos destacan el miltefosine y la paromomicina, así como diversas estrategias de tratamiento combinado que han demostrado ser eficaces en distintas regiones endémicas. Estas opciones terapéuticas amplían el arsenal disponible, especialmente en áreas donde los tratamientos tradicionales han perdido efectividad o presentan limitaciones logísticas.

Miltefosine representa un hito importante en el tratamiento de la leishmaniasis, al ser el primer fármaco administrado por vía oral aprobado para esta indicación. Inicialmente desarrollado como agente antineoplásico, miltefosine demostró actividad leishmanicida potente tanto in vitro como in vivo, lo que motivó su evaluación clínica en pacientes con leishmaniasis visceral y cutánea. En la India, país donde fue aprobado oficialmente, su uso se extendió rápidamente gracias a su facilidad de administración, lo que eliminó la necesidad de hospitalización y redujo la dependencia de infraestructura intravenosa. El esquema terapéutico consiste en una dosis diaria total de 2,5 miligramos por kilogramo de peso corporal, fraccionada en dos tomas orales diarias durante 28 días consecutivos.

Miltefosine ha mostrado también eficacia frente a especies del Nuevo Mundo responsables de leishmaniasis cutánea, lo que amplía su utilidad clínica. Sin embargo, su uso prolongado en campañas de salud pública ha favorecido la emergencia de cepas resistentes, particularmente en zonas con vigilancia farmacológica limitada. Entre los efectos adversos más frecuentes se encuentran síntomas gastrointestinales como vómitos y diarrea, así como elevaciones transitorias en los niveles de transaminasas hepáticas y parámetros de función renal. Estos efectos, aunque comunes, suelen ser leves y autolimitados, permitiendo la continuación del tratamiento en la mayoría de los casos. No obstante, miltefosine está contraindicado en mujeres embarazadas debido a su potencial teratogenicidad, por lo que se requiere estricta planificación anticonceptiva durante el tratamiento.

Paromomicina, un antibiótico aminoglucósido tradicionalmente utilizado frente a infecciones bacterianas, ha demostrado eficacia comparable a la de anfotericina B en el tratamiento de la leishmaniasis visceral, especialmente en la India, donde ha sido aprobada para este uso. Su mecanismo de acción se basa en la inhibición de la síntesis proteica del parásito. Se administra por vía intramuscular a una dosis de 11 miligramos por kilogramo al día durante 21 días consecutivos. A diferencia de otros aminoglucósidos, la paromomicina tiene un perfil de seguridad relativamente favorable, con menor incidencia de toxicidad renal, aunque puede producir ototoxicidad y elevaciones reversibles de las enzimas hepáticas. Su bajo costo en comparación con anfotericina B liposomal o miltefosine la convierte en una alternativa particularmente atractiva en entornos con recursos limitados.

Dada la creciente preocupación por la aparición de cepas resistentes y la necesidad de acortar la duración de los tratamientos, las estrategias terapéuticas basadas en combinaciones de fármacos han cobrado protagonismo. El uso de combinaciones permite atacar al parásito desde diferentes mecanismos de acción, aumentar la eficacia del tratamiento, disminuir la probabilidad de recaídas y limitar el desarrollo de resistencia. Además, al reducir la duración del tratamiento, se mejora la adherencia del paciente y se minimizan los efectos adversos acumulativos.

En el contexto indio, donde la resistencia a antimoniales es alta, se han desarrollado combinaciones de corta duración con resultados prometedores. Estudios clínicos han demostrado que la administración de una única dosis de anfotericina B liposomal, seguida por un ciclo de 14 días de miltefosine, ofrece una eficacia no inferior al régimen convencional de 30 días con anfotericina B. Combinaciones similares, como una sola dosis de anfotericina liposomal más 10 días de paromomicina, o incluso miltefosine más paromomicina durante 10 días, han mostrado tasas de curación comparables y menos eventos adversos.

En África oriental, donde la eficacia de la anfotericina B es más limitada y la especie causante suele ser Leishmania donovani, el tratamiento estándar incluye una combinación de estibogluconato sódico (20 miligramos por kilogramo al día por vía intravenosa) y paromomicina (15 miligramos por kilogramo por día por vía intramuscular) durante 17 días. Esta pauta ha demostrado una excelente eficacia clínica, con tasas de curación elevadas incluso en poblaciones vulnerables. En esta región también se ha evaluado con éxito la combinación de paromomicina con miltefosine, lo cual simplifica el esquema terapéutico al evitar el uso intravenoso. La anfotericina B liposomal, aunque menos utilizada en África debido a su elevado costo, puede considerarse en poblaciones específicas, como adultos mayores o mujeres embarazadas, en quienes la toxicidad de los antimoniales y aminoglucósidos representa un riesgo mayor.

Leishmaniasis cutánea

En las regiones del Viejo Mundo —particularmente en zonas del Mediterráneo, Medio Oriente, Asia Central y el Cuerno de África— la leishmaniasis cutánea suele manifestarse como una enfermedad benigna y autolimitada. Las lesiones cutáneas típicamente evolucionan hacia la curación espontánea en un período de varios meses, sin dar lugar a secuelas sistémicas ni metástasis a mucosas. Esta evolución favorable se debe, en parte, a las características biológicas de las especies implicadas, como Leishmania tropica, Leishmania major y Leishmania aethiopica, que inducen una respuesta inmunitaria predominantemente contenida a nivel cutáneo.

Dado este comportamiento clínico relativamente benigno, en contextos donde las lesiones son pequeñas, únicas y se localizan en áreas corporales de bajo impacto funcional o estético, puede ser razonable adoptar una actitud expectante y abstenerse de tratar activamente. Esta decisión se fundamenta en el principio de proporcionalidad terapéutica: se busca evitar la exposición del paciente a tratamientos potencialmente tóxicos o invasivos, cuando la enfermedad, por sí sola, tiende a resolverse sin consecuencias significativas. Sin embargo, en lesiones localizadas en zonas visibles o funcionalmente sensibles —como la cara, el pabellón auricular o las manos— la indicación terapéutica se vuelve más clara, debido al riesgo de cicatrices desfigurantes o afectación funcional duradera. En estos casos, el objetivo del tratamiento no es solo erradicar al parásito, sino también preservar la integridad estética y la función de la zona afectada.

Por contraste, la leishmaniasis cutánea del Nuevo Mundo, causada por especies como Leishmania braziliensis, Leishmania panamensis y Leishmania guyanensis, presenta un comportamiento clínico más agresivo y potencialmente mutilante. Estas especies tienen la capacidad de diseminarse hacia tejidos mucosos —principalmente de la cavidad nasal, el paladar y la faringe— meses o incluso años después de la resolución aparente de la lesión cutánea inicial. Este riesgo de progresión hacia la forma mucocutánea, que puede ser devastadora, justifica una actitud terapéutica más activa y precoz, incluso en casos que clínicamente parecen leves.

El tratamiento estándar en América Latina ha sido históricamente el uso de antimoniales pentavalentes durante 20 días consecutivos. Estos compuestos, administrados por vía intramuscular o intravenosa, han mostrado buena eficacia, aunque con efectos adversos acumulativos significativos que incluyen toxicidad pancreática, alteraciones cardíacas y síntomas sistémicos. Por esta razón, se han desarrollado y promovido alternativas terapéuticas menos invasivas y más seguras.

Miltefosine se ha consolidado como una opción destacada en el tratamiento de la leishmaniasis del Nuevo Mundo, debido a su administración oral y su perfil de toxicidad relativamente benigno. Además de facilitar el manejo ambulatorio, su actividad frente a múltiples especies de Leishmania lo convierte en una alternativa versátil, aunque su uso debe evaluarse cuidadosamente en función del riesgo de resistencia y de las contraindicaciones, especialmente en mujeres embarazadas.

La anfotericina B, particularmente en su formulación liposomal, también ha demostrado alta eficacia frente a la leishmaniasis cutánea americana, aunque su uso está limitado por la vía intravenosa, su elevado costo y una toxicidad potencial considerable, especialmente en su formulación convencional. A pesar de estas limitaciones, se reserva como opción de primera línea en formas más extensas, refractarias o con riesgo elevado de progresión mucosa.

Además de las terapias sistémicas, existen múltiples estrategias de tratamiento local para lesiones cutáneas limitadas. Estas incluyen la infiltración intralesional de antimoniales, pentamidina o incluso soluciones hipertónicas, el uso de pomadas tópicas a base de paromomicina, y procedimientos físicos como crioterapia, termoterapia localizada o escisión quirúrgica. Estas modalidades buscan destruir o eliminar el parásito a nivel local, con una exposición sistémica mínima y menos efectos adversos. En Brasil, por ejemplo, estudios han demostrado que la infiltración intralesional de antimoniato de meglumina logra tasas de curación comparables al tratamiento sistémico, pero con menor toxicidad y mejor tolerancia.

Sin embargo, no todas las formas cutáneas responden adecuadamente al tratamiento. La leishmaniasis cutánea difusa y otras formas crónicas, como la leishmaniasis recidivante o diseminada, presentan una evolución más tórpida y refractaria, a menudo asociada a una respuesta inmunitaria deficiente del hospedador. Estas variantes suelen requerir tratamientos prolongados, combinaciones de fármacos y seguimiento especializado, aunque las tasas de curación completa siguen siendo bajas.

Leishmaniasis mucocutánea

La leishmaniasis mucocutánea representa una forma particularmente agresiva y destructiva de infección por Leishmania, con importantes implicaciones clínicas, inmunológicas y terapéuticas. Esta variante de la enfermedad ocurre casi exclusivamente en regiones del Nuevo Mundo, especialmente en áreas tropicales y subtropicales de América Latina, donde predominan especies del complejo Leishmania (Viannia), siendo Leishmania braziliensis la más relevante desde el punto de vista epidemiológico y patogénico. Estas especies poseen una notable capacidad de diseminación tisular y tropismo hacia mucosas, especialmente de la vía aerodigestiva superior, lo que las distingue de otras especies de Leishmania que causan infecciones puramente cutáneas.

A diferencia de la forma cutánea simple, la leishmaniasis mucocutánea suele manifestarse meses o incluso años después de la resolución clínica aparente de una lesión cutánea primaria. Esta latencia refleja un proceso de diseminación hematógena o linfática silente del parásito hacia las mucosas nasales, orales o faríngeas, donde desencadena una respuesta inflamatoria crónica de tipo destructivo. Inicialmente, los pacientes pueden presentar congestión nasal o epistaxis leve, síntomas que progresan con el tiempo hacia ulceración, perforación del tabique nasal y afectación de estructuras vecinas como labios, paladar, faringe y laringe. La destrucción progresiva del tejido puede causar desfiguraciones graves, alteraciones funcionales y, en casos avanzados, compromiso de la vía aérea superior.

Debido al alto riesgo de progresión hacia esta forma mutilante, toda infección cutánea adquirida en zonas donde circulan especies capaces de inducir enfermedad mucocutánea debe considerarse de riesgo y tratarse activamente, incluso si la lesión cutánea inicial parece leve o autolimitada. La instauración precoz de tratamiento no solo permite acortar el curso de la enfermedad cutánea, sino que también reduce significativamente la probabilidad de que el parásito persista en forma latente y migre hacia tejidos mucosos. Este enfoque preventivo es esencial en regiones como Brasil, Bolivia, Perú y Colombia, donde la leishmaniasis mucocutánea representa un problema de salud pública.

En cuanto a las opciones terapéuticas, el tratamiento con antimoniales pentavalentes —como el antimoniato de meglumina o el estibogluconato sódico— ha sido históricamente la primera línea de intervención. No obstante, su eficacia en la leishmaniasis mucocutánea es limitada, con tasas de respuesta terapéutica de alrededor del 60% en países como Brasil. Además, el tratamiento con estos compuestos suele prolongarse durante al menos 28 días, con una alta frecuencia de efectos adversos que incluyen toxicidad pancreática, miocárdica y hepática. La adherencia terapéutica puede verse comprometida por el dolor de las inyecciones diarias intramusculares y por la aparición de efectos colaterales sistémicos, lo que dificulta su implementación en poblaciones vulnerables.

Dada la respuesta subóptima a los antimoniales y los efectos secundarios significativos, se han propuesto otras alternativas terapéuticas basadas en fármacos utilizados en la leishmaniasis visceral. Entre estos, la anfotericina B —especialmente en su formulación liposomal— ha mostrado actividad prometedora contra Leishmania braziliensis, aunque los estudios específicos en mucocutánea son limitados. Su elevada eficacia parasiticida y menor toxicidad relativa la convierten en una opción atractiva, sobre todo en pacientes que no responden a tratamientos convencionales o presentan contraindicaciones para los antimoniales. Sin embargo, su administración intravenosa, su elevado costo y la necesidad de monitoreo hospitalario restringen su uso rutinario en áreas endémicas con recursos limitados.

Miltefosine, el primer fármaco oral aprobado para la leishmaniasis, también se ha utilizado en casos de leishmaniasis mucocutánea, con resultados variables. Si bien su facilidad de administración representa una ventaja significativa, la evidencia científica sobre su eficacia específica en esta forma clínica aún es escasa, y no se dispone de estudios controlados que definan su papel de manera concluyente. Además, existe preocupación por el desarrollo de resistencia, especialmente en contextos de uso masivo y sin supervisión médica adecuada.

Prevención

La prevención y el control de la leishmaniasis exigen una estrategia multifacética que aborde tanto la protección individual frente a la picadura del insecto vector como la reducción de la transmisión a nivel comunitario. Esta enfermedad es transmitida por la picadura de flebótomos —pequeños insectos hematófagos del género Lutzomyia en América y Phlebotomus en el Viejo Mundo— los cuales tienen hábitos crepusculares y nocturnos, y proliferan en ambientes cálidos, húmedos, sombreados y con materia orgánica en descomposición, condiciones que favorecen el desarrollo de sus larvas.

En términos de protección personal, el objetivo principal es evitar la exposición a las picaduras de los flebótomos, que suelen tener una baja capacidad de vuelo y son capaces de atravesar tejidos porosos. Por ello, se recomienda el uso de ropa protectora que cubra la mayor parte del cuerpo, como camisas de manga larga y pantalones largos, preferentemente confeccionados con telas de trama cerrada. Asimismo, la aplicación de repelentes tópicos sobre la piel expuesta, particularmente aquellos que contienen sustancias activas como N,N-dietil-meta-toluamida (DEET) o icaridina, ha demostrado ser eficaz en la disuasión de los vectores.

Durante las horas de mayor actividad de los flebótomos —al anochecer y durante la noche— es fundamental restringir la exposición al aire libre, especialmente en áreas donde se sabe que la transmisión es activa. Las redes de malla fina impregnadas con insecticida, colocadas alrededor de las camas o áreas de descanso, representan una barrera mecánica efectiva para evitar las picaduras mientras se duerme. Estas redes actúan además como un medio de control vectorial, al inducir la muerte del insecto al contacto con el insecticida residual.

En el plano comunitario, las intervenciones deben dirigirse a reducir la densidad del vector y a interrumpir el ciclo de transmisión entre animales reservorios, flebótomos y seres humanos. En muchas regiones endémicas, especialmente en áreas rurales o periurbanas, los perros domésticos constituyen un reservorio importante de Leishmania infantum, el agente causal de la leishmaniasis visceral zoonótica. En estos contextos, el uso de collares impregnados con permetrina en animales domésticos ha mostrado eficacia para reducir las tasas de infección, ya que actúan como repelente y también ejercen un efecto letal sobre los vectores al contacto con el pelaje tratado. Además, la restricción del contacto estrecho entre seres humanos y animales potencialmente infectados es una medida importante, particularmente en ambientes domésticos donde los flebótomos pueden picar tanto a humanos como a animales en secuencia.

Otras estrategias clave incluyen el control del hábitat vectorial mediante la limpieza de áreas de desecho orgánico, la eliminación de criaderos potenciales y la aplicación de insecticidas residuales en el interior y exterior de las viviendas. Estas medidas disminuyen la presencia de flebótomos en las zonas donde los humanos duermen o realizan actividades nocturnas. La aspersión de insecticidas de larga duración en muros, techos y otras superficies donde los insectos descansan durante el día puede reducir de forma sostenida la población del vector.

Finalmente, en contextos de alta endemicidad o de brotes epidémicos, el control de la enfermedad también puede implicar intervenciones sanitarias a gran escala, como la identificación y tratamiento masivo de personas infectadas. Esta estrategia no solo tiene un beneficio terapéutico directo, sino que también contribuye a disminuir la carga parasitaria en la población humana, lo que a su vez reduce la probabilidad de que los vectores adquieran el parásito al alimentarse.

 

 

 

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Fuente y lecturas recomendadas:
  1. Lyra MR et al. A randomized, controlled, noninferiority, multicenter trial of systemic vs intralesional treatment with meglumine antimoniate for cutaneous leishmaniasis in Brazil. Clin Infect Dis. 2023;77:574. [PMID: 37100061]
  2. Mann S et al. A review of leishmaniasis: current knowledge and future directions. Curr Trop Med Rep. 2021;8:121. [PMID: 33747716]
  3. Mathison BA et al. Review of the clinical presentation, pathology, diagnosis, and treatment of leishmaniasis. Lab Med. 2023;54:363. [PMID: 36468667]
  4. Musa AM. Paromomycin and miltefosine combination as an alternative to treat patients with visceral leishmaniasis in eastern Africa: a randomized, controlled, multicountry trial. Clin Infect Dis. 2023;76:e1177. [PMID: 36164254]
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